El Magazín Cultural

(Re-latos en clave) Ojalá

En esta serie, los autores de los textos contarán la historia de alguna de las canciones que lo han marcado. Comenzamos con Ojalá, de Silvio Rodríguez, quien le compuso esta canción a una novia que estudiaba medicina y se fue a vivir a una ciudad lejana. Hoy, el sello discográfico de Rodríguez en Cuba se llama precisamente Ojalá.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
21 de marzo de 2018 - 01:23 a. m.
Silvio Rodríguez, autor de Ojalá, y de cientos de otras canciones que han marcado a miles de latinoamericanos.  / Cortesía
Silvio Rodríguez, autor de Ojalá, y de cientos de otras canciones que han marcado a miles de latinoamericanos. / Cortesía

Fue un jueves cualquiera de agosto de 1985 en la universidad cuando una amiga me regaló un cassette que parecía haber pasado por decenas de manos. Me dijo: “Óyelo y me cuentas”. Yo le pedí a un compañero una grabadora que tenía. Me puse unos de aquellos audífonos de almohadilla, le di play al aparato y empecé a trastornarme. Hasta entonces, jamás había oído canciones que hablaran de “disparos de nieve”, ni de “difuntos y flores”, ni de que a alguien no quisieran tocarlo “Ni en canciones”, y mucho menos, una melodía ascendente que se metiera por mis venas y llegara hasta mis huesos como la de aquella canción. Era una voz muy aguda que cantaba Ojalá, como si por decirlo, por cantarlo solamente, fueran a ocurrir los milagros que pedía, y era una guitarra, su guitarra, y un acorde que se repetía una y otra vez. Nada más. 

Era una marca de por vida, aunque por aquel tiempo sólo pareciera una simple marca. Cada vez que le daba play a Ojalá, tenía que devolver la cinta y retornar a Ojalá. Cantar un día “Ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta”, y morir porque alguna noche mágica una mujer sin años me la cantara. Y otro día, “Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz”. Habré escuchado el cassette mil veces, y se lo habré hecho escuchar a cientos de personas. Cuando supe que el autor y el que cantaba se llamaba Silvio Rodríguez, empecé a indagar por él con gente de música. Me dijeron que era cubano, que hacía parte de lo que se denominaba La nueva trova cubana, y que le cantaba al Che y a la Revolución y al amor libre. Como poseído, busqué discos y cassettes, pero por aquel tiempo no vendían nada de él. Lo que se encontraba eran grabaciones que pasaban de mano en mano, como el cassette de mi amiga.

Y pasaban de mano en mano a escondidas, pues su música era subversiva, decían, y añadían que a muchos los habían encarcelado por oírla. Después de Ojalá, estudié sobre Cuba, sobre la Revolución, sobre el Che y Fidel Castro y Camilo Cienfuegos, y me fui dejando seducir por sus ideas, por sus luchas, por sus obras y sus canciones. Por varios años, me dediqué a adquirir todo lo que hubiera sobre Rodríguez y sus compañeros, Pablo Milanés, Noel Nicola, Sara González, Vicente Feliú, y asistí a diversas reuniones de subversivos colombianos. El mantel, como decía un poema de Octavio Paz, olía a pólvora. Unos años más tarde, empecé a trabajar como periodista y alguien me invitó a una rueda de prensa con Silvio Rodríguez, que iba a ofrecer un recital la noche siguiente. Era en un hotel, en el área de la piscina.

Para hacer preguntas, uno debía acercarse a un micrófono muy lejano, que estaba del otro lado de la piscina donde habían ubicado a Rodríguez. Yo no tenía presupuestado preguntar nada. Las multitudes siempre me han hecho sentir pánico. Pero dijeron mi nombre por un parlante: “Ahora pregunta Fernando Araújo Vélez, de la revista Cromos”. Las circunstancias me habían obligado. Me levanté, caminé muy despacio, temblando y pensando en mi pregunta. Cuando llegué al micrófono, una especie de lámpara pegada al piso, saludé y se me olvidó lo que había pensado. Pasaron uno, dos y tres y diez y 30 segundos y yo temblaba cada vez más, ante un silencio que era cada vez más denso, más tenebroso.

Sentí que el mundo daba vueltas, hasta que en una de aquellas vueltas, oí un pitido muy fino, como en seis tonos que me sonaron a una canción, y aquella canción se hizo letra y por fin, interrogante. “¿A qué le debe hoy usted una canción”?, pregunté. Silvio Rodríguez se inclinó hacia adelante y tomó un micrófono de mano. Dijo algo como “Mira, Fernando, ¿Fernando?”. “Sí”, respondí yo. “La verdad -siguió- es que no había pensado en eso. No sé, no sé a qué le debo una canción, qué pregunta más complicada. Tal vez si me das una guitarra…”. Sonrió, miró lejos, volvió a decir que no sabía. Hubo silencios, murmullos. De repente, la organizadora de la rueda de prensa se le acercó, le dijo algo en voz baja y anunció con una sonrisa muy plena, muy capitalista diría yo, el final de la sesión. Al día siguiente, Rodríguez cantó en el Jorge Eliécer Gaitán. Esa noche presentó parte de Causas y Azares, y sobre el final, quiso darle gusto al público que le pedía con insistencia Ojalá, Ojalá, Ojalá. Olvidó algún acorde. Hizo una mueca de contrariedad y explicó que hacía mucho no la tocaba. 

Luego, sobre el filo de la medianoche, ya para despedirse, anunció que interpretaría una canción pues le debía una canción a una pregunta, y se largó con “Le debo una canción a los pecados, a los pecados que no gasté, los que no pude…”.  

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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