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La culpabilidad de la maternidad moderna: un relato

Ahora, con todas estas convicciones y dudando cada vez más del pensamiento tradicional, siento la necesidad de demostrar que ni el embarazo ni la maternidad se deben considerar como un limitante para la excelencia y la integridad de las profesionales. Pero siento el miedo al juicio por los prejuicios sociales y micromachismos persistentes.

Catalina Vargas-Acevedo
24 de octubre de 2020 - 10:02 p. m.
Siento el amor e ilusión en la maternidad. Siento la presión de volverme madre ejemplar, sin siquiera pensar en dejar, por un instante, de brillar en lo académico.  Siento todo esto, pero no me quito, no resuelvo, el miedo a ser vulnerable y, finalmente, someterme a la culpabilidad de la maternidad moderna.
Siento el amor e ilusión en la maternidad. Siento la presión de volverme madre ejemplar, sin siquiera pensar en dejar, por un instante, de brillar en lo académico. Siento todo esto, pero no me quito, no resuelvo, el miedo a ser vulnerable y, finalmente, someterme a la culpabilidad de la maternidad moderna.
Foto: Archivo Particular

—¿En qué semestre vas? ¿Qué especialidad te gusta? —me dijo un día un médico cuando yo estaba en los primeros semestres de la carrera.

—Me gusta el corazón, pero aún no se si clínico o quirúrgico—respondí.

—Uy, lo quirúrgico es pesado, tienes que buscar una especialidad buena para las mujeres—enfatizó.

—¿Perdón? — pregunté asombrada.

— Pues bueno, si quieres ser mamá.

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Ese comentario, junto a muchos otros que forman parte del imaginario en el que vivimos, me hizo pensar en ese entonces, cuando tan solo cursaba los primeros semestres de medicina, que yo no podría ser mamá, que iba a dedicarme exclusivamente a la medicina porque no iba a permitir que me juzgaran de incapaz o de mediocre, solamente por ser mujer y por estar en condiciones de ser madre. La maternidad, de alguna forma, me podría convertir en menos médica y, por ende, era mejor para mi desarrollo profesional asegurar que ser mamá no era lo mío.

Lo que me lleva a escribir este relato no es el recuerdo de una joven y ambiciosa estudiante de medicina, apenas aprendiendo a vivir la vida, sino la certeza de que hay un pensamiento arraigado en lo más profundo de nuestra cultura que permea hasta a las que como yo no vemos diferencia, al menos para lo profesional, entre maternidad y paternidad.

Me enorgullece el hecho de haber sido criada por una feminista. Leí a Simone de Beauvoir en el colegio y me empapé de Sor Juana, Zayas, Brontë, Austen, Shelley, Wolf. En mi entorno cercano nadie nunca me desacreditó por ser mujer, nadie le quitó importancia a mi voz y seguridad, y, quizás con la ayuda de Mafalda, jamás me dejé silenciar por un hombre. En la universidad fuimos más mujeres que hombres, tuvimos docentes mujeres e incluso tuve la fortuna de tener a la primera decana en la historia de la facultad. Por eso la idea de la discriminación, así como del machismo evidente y de la agresión, no la conocí hasta entrar al primer quirófano. Así que, con este bagaje, es sorprendente (y algo aterrador) que aún existiera un miedo (quizás inconsciente o al menos no reconocido) a la supuesta innombrable maternidad y tener que negarla para dejar mi empuje y mis ganas de ser una médica competente.

Luego, la vida se vive; así de simple y como nos pasa a todos. Pero el miedo a aceptar en el entorno hospitalario mis posibles o supuestos deseos de maternidad seguía presente. Me metí a los quirófanos, me aguanté el machismo tóxico, el morbo, la grosería y la asquerosa necesidad de virilizar mi carácter para tener más voz y que mis ambiciones fueran tomadas enserio. Eso es quizás lo que más resiento y fue también el momento en el que me di cuenta de que el machismo no se había quedado en detalles socioculturales, ni mucho menos en pequeñas conductas de algunos viejos. El machismo en la medicina yacía, y aún lo hace, agresivamente debajo un hielo fino. Desde entonces no he dejado de verlo, aunque eso es motivo para otra conversación.

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¿Por qué será que mi deseo de hipotética maternidad es tema de conversación cada vez que me preguntan por mis ambiciones? Este es el machismo subclínico, o más bien florido, que nos inunda. Mi respuesta suele ser: “y usted doctor, ¿tiene hijos?". Me responden: “Sí, pero es que siempre es diferente ser mamá que ser papá”. ¿Es acaso la capacidad reproductiva de una mujer la que define su desarrollo profesional?

Para este punto aprendí a cuestionar ese pensamiento y a discutir contra ese discurso. Pero aún no era capaz de aceptar que la maternidad quizás sí era para mí. Lo aceptaba a largo plazo: después de la residencia o del fellow, más adelante. Pero, nuevamente, la vida se vive.

Durante una entrevista, hablando de mis cualidades profesionales, se formuló la siguiente pregunta: “¿Doctora, ya que usted está casada, piensa tener hijos pronto?”. Ya con la certeza de lo inapropiado de la pregunta, y una vez más con el furor propio de la hija de Quino, respondí: “no creo que mi desarrollo profesional o académico deba estar determinado por mis capacidades reproductivas”. Pero toda esa convicción, furia y compostura, estaban acompañadas de otra certeza: aunque la maternidad ya fuera una opción, tenía que esperar hasta después de la residencia. Seguía el pensamiento de que la maternidad conlleva una vulnerabilidad, un juicio social o un desmejoramiento profesional.

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Como médicos (con el presupuesto de generalidad que carga el sustantivo en masculino) defendemos la maternidad, el derecho del niño o niña a reducir sus riesgos postnatales con un embarazo sano y con adecuado seguimiento. Defendemos la importancia de calidad de vida, hábitos de vida saludables. Conocemos los riesgos del embarazo para madres añosas y aún condenamos e impartimos juicio al embarazo por ser incompatible con una u otra especialidad. Deberíamos más bien asegurar los derechos para que adultos en edad reproductiva sean capaces de vivir y asegurar su maternidad y su paternidad durante un periodo de formación académica, pero también durante un período de trabajo asistencial que merece ser reconocido y atribuido con los mismos derechos de cualquier trabajador y trabajadora.

Ahora, con todas estas convicciones y dudando cada vez más del pensamiento tradicional, siento la necesidad de demostrar que ni el embarazo ni la maternidad se deben considerar como un limitante para la excelencia y la integridad de las profesionales. Pero siento el miedo al juicio por los prejuicios sociales y micromachismos persistentes. Siento el amor e ilusión en la maternidad. Siento la presión de volverme madre ejemplar, sin siquiera pensar en dejar, por un instante, de brillar en lo académico. Siento las ganas de levantar la voz y emprender la pelea y defenderme de la crítica. Siento las ganas de soltar el control y dejar que el destino, o lo que sea, defina por mí. Siento todo esto, pero no me quito, no resuelvo, el miedo a ser vulnerable y, finalmente, someterme a la culpabilidad de la maternidad moderna.

Por Catalina Vargas-Acevedo

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