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Episodios rolos (V)

A Hugo le dieron su puntazo por lámpara. El agresor decidió no hundir la lata hasta el fondo. En medio de la trifulca el empuñado pensó en la mamá de Hugo.

G Jaramillo Rojas
10 de agosto de 2020 - 04:29 p. m.
"A Hugo le dieron su puntazo por dárselas de malo. Por gritar en las caras de un par de hinchas adversarios una estupidez cualquiera, tipo: Bogotá es azul".
"A Hugo le dieron su puntazo por dárselas de malo. Por gritar en las caras de un par de hinchas adversarios una estupidez cualquiera, tipo: Bogotá es azul".
Foto: Archivo particular

La imaginó preparándole un chocolate a su hijo para que cuando regresara a la triste barriada sintiera el calor del hogar. Esa imagen fugaz bastó para tomar la decisión de no sacarlo de este mundo, pero no pudo nada contra el desenfreno de la tirria despertada. Hugo no importaba, importaba su madre y el sufrimiento que podría causarle una pérdida.

Para que un puntazo sea puntazo y no puñalada se requiere de cierta experticia. El cuchillero experimentado es un artesano que sabe dónde y cómo introducir la lata para producir diferentes efectos, tanto físicos como psicológicos. Por eso le tiró al hombro y no al tórax: para encontrarse con la clavícula, aquel hueso fuerte que sabe obstruir la entrada triunfante del filo de la muerte pero que, no obstante, al ser punzado, suele acarrear un dolor indecible y un susto tremendo en la víctima.

El objetivo es la sangre. Siempre. Ese líquido es una advertencia de mortalidad para el receptor. Ante su hirviente aparición solo se puede retroceder. Huir. Pero la sangre también es una señal de victoria y poder que envanece al emisor porque, básicamente, lo pone en el lugar de Dios. Vive o muere. Esta vez vive. Porque sí. Porque yo le he decidido. Porque me da cagada con su vieja. Pero esto no lo libra de mi marca: tome lo suyo, hijueputa. Pa´ que afine. Si lo vuelvo a pillar, donde sea, no se la perdono ¿entendió?

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Hugo no sintió nada en el momento y siguió aguantando los golpes y maldiciendo con altura en nombre del orgullo de su camiseta azul. El color que más odiaba Hugo empezaba a cubrirle la mirada. Varios golpes secos al rostro le inflamaron y enrojecieron los ojos. Hugo se encomendó a su difunta madre antes de emprender la lerda fuga hacia la Avenida Caracas. A Hugo le dieron su puntazo por lámpara. Por dárselas de malo. Por gritar en las caras de un par de hinchas adversarios una estupidez cualquiera, tipo: Bogotá es azul, gonorreas, azul. Los muchachos reaccionaron, apagaron su bareto, terminaron su chorro y arrojaron la caja etílica sobre la carrera diecisiete y se abalanzaron sobre Hugo que se paró frente a ellos, a resistir, como un samurái.

Hugo conectó par patadas, pero los otros hicieron gala, no solo de su desprecio, sino también de su superioridad: uno por delante, otro por detrás. El que quedó delante lo encendió a puños con una desenvoltura a lo Pambelé. El de atrás lo prendió a patadas y rodillazos, hasta que se acordó del cuchillo que cargaba escondido entre las medias. La luz amarilla de un poste esquinero refrendó el brillo del arma. Hugo no les daría el gusto de derrumbarse. Parado. Firme. Aguantando la vulgaridad de la noche. Una madre muerta salvó a su hijo vivo de la muerte segura. Ni el victimario ni la víctima lo saben. El hombro de Hugo sangra. Aparece una mancha oscura en la camiseta azul. La acelerada respiración no da tregua. Temblando, Hugo se toca el hombro. Sus yemas descubren un breve orificio. Nada grave. Una marca de guerra más, piensa Hugo mientras se lava el rostro con agua de charco para evitar posibles preguntas de la policía.

Antes de colarse en Transmilenio, Hugo mira hacia atrás y murmura: si los vuelvo a ver les enseño a manejar un cuchillo, lo juro por mi cucha, pirobos. El clásico había quedado empatado. Sin goles.

Por G Jaramillo Rojas

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