El Magazín Cultural

“Mugre Rosa”: La alteración de las cosas

La escritora uruguaya Fernanda Trías lanza su más reciente libro “Mugre rosa”, publicado por Penguin Random House Editorial. Escribió esta obra entre 2018 y mediados de 2019. En estas páginas, el viento rojo nos hará regocijarnos en nuestro pasado. Es la niebla la que nos conducirá a reencontrarnos con nuestra propia sombra.

Elena Chafyrtth / elenachafyrtth@gmail.com
30 de abril de 2021 - 07:08 p. m.
En esta novela la escritora Fernanda Trías le rinde un homenaje a la señora Delfa, quien la cuidó por varios años y murió a causa de un cáncer. En estas páginas la autora plasma la importancia de los vínculos afectivos y maternales.
En esta novela la escritora Fernanda Trías le rinde un homenaje a la señora Delfa, quien la cuidó por varios años y murió a causa de un cáncer. En estas páginas la autora plasma la importancia de los vínculos afectivos y maternales.
Foto: Archivo Particular

Cuando termino de leer una obra suelo escribir en una agenda las frases que más llamaron mi atención. Luego, me dirijo a mi biblioteca y pongo en su lugar el libro terminado e inmediatamente con una mirada pícara me quedo observando, dudando y a su vez eligiendo cuál será el próximo. Aquí la historia fue diferente. Me rehusé a desprenderme de las páginas de Mugre Rosa. Llegué al final de la novela y me negué a dejarla en un rincón, sentía que la condenaba al olvido. Así que decidí ese jueves llevarla conmigo. Caminé por el norte de la ciudad y entré a la pastelería de siempre. La señora Inés me recibió con una gran sonrisa. Me llevó el café a la mesa y me preguntó: “¿Cómo se llama el libro de esta semana?”. Le mostré el título, yo sabía que no podía marcharme del lugar, no hasta que le contara toda la historia. Mientras me llevaba el primer sorbo de café de aquella mañana, volví a leer ese párrafo que no dejaba de retumbar en mi cabeza.

“El problema es que los comienzos y los finales se superponen, y entonces una cree que algo está terminando cuando en realidad es otra cosa la que empieza. Es como mirar el movimiento de las nubes: van cambiando de forma en la medida en que avanzan, pero si no les quitamos los ojos de encima veremos que la forma se parece bastante, que ese conejo algodonoso sigue siendo un conejo, un poco más ancho, las orejas más cortas, el hocico desdibujado; tal vez se está desgranando, ha perdido la cola, ha perdido otro poco de pelo, pero todavía podemos verlo. En cambio, alcanza con mirar un segundo para otro lado para que, al volver la vista atrás, ya ni siquiera podamos encontrar los restos del conejo anterior, sino apenas una masa de nubes”. En estas páginas, el pasado y el presente no se dividen. Ambos se sumergen, se necesitan para liberar y al mismo tiempo expulsar la culpa y el dolor. Cada línea de esta novela resultar ser una marejada que nos empuja a la superficie, obligándonos a sobrevivir.

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Me acerqué a Doña Inés y le hablé de aquella protagonista sin nombre que se siente  atrapada en medio de “El príncipe”, una epidemia que acaba con la ciudad de Montevideo. Un día las playas amanecieron con peces muertos, otros en cambio se adaptaron al cambio del color del río y de las algas que desde ese momento se devoraban el ecosistema. Por su parte, el ejército pasó días enteros limpiando las playas, dejando sin aire a aquellos peces que, según ellos, eran la causa del problema. Se equivocaban, había algo más que paralizaba cada rincón de aquella ciudad. Un viento rojo que desdibujaba  el movimiento de los árboles hasta dejarlos frágiles. Un hilo rojo se enredó con los nidos de los pájaros y los obligó a volar hasta lo más alto de las nubes, quedando sin aliento y sin ninguna intención de querer volver. Ese mismo viento se apoderaba de la piel humana. Despellejándola. Arrancándole pedazo a pedazo.

Los hospitales colapsan, los alimentos son cada vez más escasos. Las personas se ven obligadas a alimentarse de la mugre rosa. Un producto que procesa los restos de los animales. Los habitantes de la ciudad están en cuarentena. Están atentos al timbre, a ese ruido que les recuerda cada vez que el viento se apodera de nuevo de las calles, de los postes, de los ríos que poco a poco van cambiando su rumbo y sobre todo su color. De ese viento que enferma a las nubes y marchita las flores. Aquella mujer de cuarenta años, quien cuenta de una forma prosaica las grietas que adquiere la ciudad y al mismo tiempo narra su propia vida. Disfruta observar los días claros, mirar la nitidez de los edificios, las ramas largas y fuertes de los árboles y las líneas gruesas de los techos sin necesidad de ver la capa grisácea, que se encarga de difuminar la niebla, quitándole el verde a las montañas y dejándolo de un solo tono: oscuro, triste y roto. Se culpaba por ello, sabía que la niebla era la contrahaz del viento rojo y aún así quería sumergirse en la pureza y el brillo de las cosas.

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El encierro le permite revivir escenas de su infancia junto con Delfa, quien peinaba sus cabellos de una forma pura y delicada hasta adormecerla entre sus brazos. La nostalgia la hace volver al pasado. Disfruta recapitular sus travesuras, como aquella mañana en la que se negó a comer. Entonces, Delfa la obligaba a darle un beso al pan y pedirle perdón antes de botarlo. Evocaba los días en los que estaban solas y donde podía llamarla mamá sin sentir remordimiento alguno. Dentro de las paredes y los muros de su casa, en medio del encierro y los días llenos de pánico, la protagonista pelea con su futuro incierto. Tiene la certeza de que algo ha cambiado en su vida, pero no sabe cómo acostumbrarse a ese nuevo ritmo, a ese nuevo movimiento que le roba el aliento. Evoca el primer beso que le robó su exesposo Max cuando apenas eran tan solo unos niños. Se traslada a los sueños que tenía cuando era una niña. Soñaba con vivir en una casa frente al mar al lado de su adorable nana. Rememora su adolescencia y no recuerda haber recibido una caricia o un abrazo lleno de protección por parte de su madre biológica. “Era como si habláramos idiomas distintos y ninguna de las dos estuviera dispuesta a aprender la lengua de la otra”. Trata de sacudir esos vacíos, trata de dibujar con su mano una línea recta que la conduzca al futuro sin ayuda más que de sus dedos.

Son esos vacíos maternales lo que llevan a la protagonista a cuidar y proteger a Mauro. Un niño que es diagnosticado con el síndrome de Prader-willi, una ausencia en el cromosoma 15. Esto lo lleva a pensar en comida las veinticuatro horas del día. Sus padres creen que la enfermedad lo convierte en un monstruo despiadado y sin sentimientos. Pero él no está solo. A su lado se encuentra esa mujer que día tras día inventa y crea juegos para combatir y pelear en contra del síndrome. De esta manera lo hace dibujar dinosaurios. En medio de la niebla lo reta a mirar por la ventana y señalar el lugar donde se esconden el sol y la luna. Ella le pregunta si ha visto los pájaros. Con sus ojos achinados y su dulce voz responde: “Los pájaros están durmidos.” Y son esas respuestas llenas de ternura las que la hacen convertirse en su madre. Al menos por unas cuantas semanas mientras sus padres regresan. Entonces, ella le enseña a contar hasta diez cada vez que se lleve una cucharada de arroz a la boca.

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Le leo este párrafo a la señora Inés y con una lágrima en su rostro manifiesta que los vínculos afectivos no se imponen, se eligen. Minutos después, salgo de la pastelería y mientras camino hacia el parque de la noventa y tres voy repitiendo en voz alta aquella frase que me hizo sobrevivir en los días ensordecedores y llenos de caos. “La ausencia era algo suficientemente sólido a lo que aferrarse, y hasta era posible construir una vida sobre ese sedimento”. La prosa de la escritora Fernanda Trías está cargada de ondas tan fuertes y enérgicas que constantemente golpean y al mismo tiempo curan nuestra alma. Estas páginas nos harán entender que una vez decidimos cambiar de dirección no podremos borrar nuestro pasado. En cambio, sí podremos elegir los objetos, los gestos, las frases que se quedarán guardadas en nuestra memoria. Son precisamente estas líneas las que nos enseñarán a lidiar con la ausencia.

Por Elena Chafyrtth / elenachafyrtth@gmail.com

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