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Labor de taracea: el Libro

Lo miré y no comprendí qué podría significar ese título (Labor de taracea, Leo Castillo, Barranquilla, 2019). Lo leí, lo volví a leer varias veces y descubrí que es un libro-biblioteca porque contiene muchos otros libros, como un intento de heredar partes de cuanto se compiló en Babel o en Alejandría.

Cecilia Schmucker*
08 de agosto de 2020 - 07:16 p. m.
"Brota el escritor real que escribe por la irritación y la impotencia, enfrentado a la tragedia social… ¿e individual? Sí".
"Brota el escritor real que escribe por la irritación y la impotencia, enfrentado a la tragedia social… ¿e individual? Sí".
Foto: Archivo Particular

Apenas un pensamiento sobre esto, porque intuí un escrito gestado por muchas plumas universales, además de trucos para confundir a los lectores. Juegos repetidos del gato cazando al ratón a lo largo de la novela, buscando inventar un real narrador que se encuentra confundido entre muchas voces.

Hay un vértigo de pensamientos desde los comienzos, porque son muchos los temas que pretende abarcar el libro, dirigiéndose a eruditos; una labor de incrustar, de taracear en un paquete literario armado con palabras bellas o terribles, una imputación.

En cada espacio embute, engasta, encaja láminas de oro, marfil, ópalo, ónix, nácar traducidas en giros literarios para embellecer la obra. También en las 284 páginas la puntuación me impacta. Vi como una lluvia de meteoritos cayendo sobre la escritura en forma de puntos y más puntos. Sólo punto, y al final, una abrupta “y”, suspendida en el vacío de la novela inconclusa, quedando el libro abierto abismalmente.

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¿Autores y protagonistas? Varios podrían ser los autores/protagonistas, entre otros un tal Lutte Lutin, pero “Lutte Lutin no existe”: hasta el mismo nombre significa “duende” en francés, segunda lengua, ¿o primera?, de Lutin. Sin embargo hay datos biográficos de este personaje: se dice que es un loco, un enajenado autista que tiene “achicharrado el cerebro”, un paciente psiquiátrico del hospital mental en el barrio Los Andes (Barranquilla), donde el otro posible autor de la novela, León, es llevado por un periodista para intentar “que la siquiatría le devuelva un interés por la vida ya perdido para siempre”; en ese encuentro formidable de los dos posibles autores se revuelven recuerdos de cuando León lo salva de morir a Lutin, que se ahoga en un arroyo y lo apoda desde ese momento Monsieur Trempé (el señor Empapado); este tarado clochard hace el amor con su propia hermana, la puta rubia Joséphine; sin embargo este duende le adjudica el incesto al otro narrador; de esta manera, complica y presenta en forma ambigua los hechos que se van sucediendo en el libro “de maravillas anónimas de pura demencia”.

(¿León?) asegura que solamente escribió el prólogo y los pies de página del endiablado y peligroso libro, (¿él?), “un prófugo de toda causa, de todo destino, de todo credo”. Sin afectos, sin pareja, “ya sin lugar en este mundo. Apátrida. Un nadie de las aceras”. Y empieza el chantaje por la autoría hasta el final, manejando una narración entre realidad y sueños, buscando nuevos caminos, intentando presentar algo diferente a lo ya escrito. León es un descendiente de gitanos, es sólido y leve al tiempo, ágil e inamovible, indestructible. Se define: “Soy una criatura de raíz solitaria. Como corresponde al que se cría en yermos. Carezco de instintos de conservación tanto como de reproducción”: podría pensarse en un inclasificable, que tiene horror a “las voces que enturbian el silencio y lo corrompen”.

Veo un trabajo organizado en capas horizontales, unas y otras verticales que se desdoblan y, al ir hurgando, un laberinto de espejos enfrentados, calidoscopios, multicolores que retratan infinitos personajes que se definen viviendo en “un mundo oscuro” donde todos son desechables, todo dentro de una matrioska rusa; encuentro recursos retóricos innovadores que llegan a ser terribles y me dejan perpleja y  asombrada: puedo sentir repugnancia en ciertos momentos, pero ya estaba advertida: “abandona pues toda esperanza de pundonor tú que me lees.”

Aparecen mujeres que en algún momento habrán tenido una madre tierna, fueron niñas quizá lindas que jugaron con muñecas inocentes: hoy han llegado al fondo de abismos sociales lamentables, donde los maridos “las aporrean cumplidamente”. Allí todo escasea, hasta la solidaridad. Abunda la droga, la lujuria, la infidelidad, el sexo desaforado e insaciable de maricas, lesbianas; se muestra un erotismo obsceno, grosero, ausente de ese sentido del amor casto que tiene por resultado el nacimiento tierno de los hijos. Entonces ese “hacerse de hombre mujer por amor. Qué puede haber de reprochable en esto”. Se describe un sexo cínico, un sexo barato y de alto riesgo.  

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Hay en el libro un telón de fondo que describe la gran miseria humana en muchos rincones de ciudades caribeñas, una visión nefasta de la existencia entre claros y oscuros intermitentes: Barranquilla, Cartagena. Mostrando la cruda realidad social con palabras lacerantes como latigazos, antes no vistas ni oídas en su palpable crueldad. El mundo de la cocaína, de la marihuana, del basuco hace escupir sobre lo bello y lo moral y lo que no produzca ningún placer, porque la vida está en manos de verdugos, y muchos hombres son manipulados como simples marionetas. Un mundo infectado de ruinas, hombres, mujeres y niños, seres todos “descosidos de la historia”, son los protagonistas en general de este tremendo trabajo literario.

Hay un personaje, un drogadicto no delincuente “de ojos desorbitados por el basuco y el trasnocho” que me interesa entre los muchos otros, que se junta y revuelve con hampones, que “no gasta el dinero de su droga en alimentos”, que es capaz de hacer cualquier cosa, capaz de vender su sangre para drogarse, “salvo robar o recibir por el culo”. Un día se hundió en un cenote y descendió al inframundo del miedo y la alucinación de lo no presentido, y vivió allí para dar luego el testimonio de su horrenda experiencia a una sociedad pacata; eso cuando ya le pareció la droga una práctica “también aburrida”. 

El hombre sin nombre, “con un alma carcomida por la polilla del vicio” parece inaprehensible como una gota de azogue, pero certifica: “No deseo ser yo. Ni nadie. Escribo por el sentimiento de culpa de no querer existir socialmente. No escribo por dinero. Ni menos por afán de protagonismo” y “A nadie amo. De nadie soy amado”. Es un “monstruo acorralado” que da a cambio sólo inquietudes y sus entrañas están resecas como las de una momia. Tiene, sin embargo, un gran interés en las ideas, no en las palabras. Intenta mostrar en algunas páginas el “rutilante colorido y vitalidad del poderoso carnaval de Barranquilla”, una villa que “te mata de desconocimiento” y prohíbe tanto pensar como expresarse.

Me regreso a la mirada que hago del texto, donde se manejan conceptos capitales como la muerte y el mal “que no está al alcance de los simples”; el dolor, el tiempo; el silencio invisible, inaudible, e impensable, “eternidad intranscurrida”, eso es el silencio que va siempre al lado de la muerte como la más profunda y oscura paz congelada y “la vida que no es nada distinto que el tiempo que corre. Lo fugaz de la existencia donde todo es nada”. ¿Y la luz?, “la luz es lo que es”. Y el miedo junto a la soledad absoluta que reina en un mundo de orfandad. Es el olvido, donde “nadie oye”.

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En medio de “una sociedad de fieras hay espacio para admirar el resplandor de la luna entre la copa de los árboles y escudriñar el trazo nocturno de los cocuyos”; hay la posibilidad de percibir la exquisitez de ciertos objetos: “Una lamparita de Aladino de alabastro. Un cenicero de jade. Una estatuilla representando la Venus de Boticelli. Una taza de cuarzo rosado. Un candado negro con una llave de cobre. Una mesita de ébano. Un atado de sobres blancos”. “La ultima luz de un crepúsculo con inverosímiles zonas malva y magenta”; paisajes y mínimos objetos portadores de una cierta belleza, todo taraceado con espejos, disfraces y luces y palabras. 

Se entremezclan dualismos de conceptos por todas partes: algún personaje se expresa sobre religiones o sectas de manera irreverente, otras veces pareciera ser creyente. Con relación a los dogmas y rituales: “de masones está empedrado el camino del infierno”; Jesucristo, bajo sospecha o señalado de homosexual. Los judíos, “una piara elegida condenada a la espera impenitente de su Mesías”: “En iglesias, mezquitas, sinagogas solo se refugian los débiles que temen el infierno”, y aconseja: “No permitas que mil dogmas fatuos te indiquen lo distinto que es el cuerpo del alma, el cielo del infierno”.

Pero siguen las preguntas: ¿Y el origen del mundo? La materia primigenia, parakriti, de la cual se forma el mundo según la escuela Vedanta; todos esos misterios fascinan, y le dan un encanto al libro que urge al lector, en su libre albedrío, a investigar múltiples temas que apenas aparecen planteados. El Purusha “es todo lo que es y lo que habrá”; “los mamos de la Sierra Nevada saben cómo se manifiesta el sol y la luna”. Krishna. ¿Y Dios? “De qué está hecho. Cuál es su forma”: “Yo Soy el que soy. Dios es la materia de todo”, una posible e incompleta definición que no cabe en nuestra limitada inteligencia. 

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El hombre que puede crear semidioses, nereidas, ninfas, faunos, sátiros. Acepta que el pecado existe y que por lo tanto es necesario usarlo.  Denuncia el arrepentirse, el dejar entrar en la vida a Cristo… Para ser sanados de males que ningún psiquiatra puede sanar y como fórmula cómoda de reivindicación total: se puede pecar y empatar, así que es urgente “nacer de nuevo”: “Basta con exclamar Señor haz que vea y tus ojos se abren a la verdad”; “el día del Señor está cerca. Viene como ladrón en la noche y nos sorprende distraídos en pecado”: así predican las múltiples sectas modernas. 

Sus páginas están llenas de belleza, de palabras negras, de horrores, de notas aterradoras y otras fascinantes que al final equilibran el contenido del mensaje cargado de esperanza: “Su bella labor consiste en ofrecer a su pueblo toda joya intelectual, toda flor de sentimiento”, como reza el epígrafe.

En conclusión, el hombre y su tragedia. “Nace moribundo. Intoxicado. Sepultado luego como desperdicio de la tribu”. “Nuestro hombre está solo y amputado”; entonces aparece el meollo de un asunto que se ha escamoteado de múltiples maneras por lo penoso y tenebroso, afirmando que “en Colombia y el exterior todos sabemos que los pobres son en todas partes y siempre una especie amenazada”. 

Aparecen asesinos seriales legitimados y redimidos por el mismo credo judeocristiano; se cometen crímenes; hay desapariciones de víctimas impotentes; surgen redes de proveedores de cadáveres y tráfico de órganos. Se presume que hay mucho dinero de por medio en un mundo infernal donde “los hombres se hallan divididos en diablos atormentadores y atormentados”.

Y en la ruleta donde giran trágicamente el dinero, el placer y el poder, se mezclan desapariciones en serie de indigentes. Se compromete a recintos que se presume creados para conservar la vida, en una facultad de medicina se contradicen los preceptos, el juramento hipocrático contra seres que solo tienen el pecado de ser pobres en una sociedad donde la justicia es un parapeto, un cascarón sin contenido. Las infames acciones son ejecutadas por autoridades institucionalizadas, con argumentos como que “limpiar de inmundicia la ciudad no es ningún crimen”.

En este contexto brota entonces el escritor real que “no escribe por deseo ni por necesidad”; escribe por la irritación y la impotencia, enfrentado a la tragedia social… ¿e individual? Sí. 

Labor de taracea es el libro universal y escrito para recapacitar desde el Caribe. No es tierno, más bien es muy real, crudo y terrible, intenta tocar el alma de los lectores para que puedan reaccionar ante una sociedad aletargada que esconde duros problemas humanos.

*Cecilia Schmucker. Socioantropóloga de la Universidad de Montreal y Magíster en Estudios Humanísticos de La Sorbonne Nouvelle -Paris 3; novelista autora de El judío que escribió el primer Papillon.

Por Cecilia Schmucker*

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