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“Los chicos de la Nickel”, un fotograma de la lucha por la supervivencia

Los chicos de la Nickel (Random House, 2020) es la novela con la que Colson Whitehead consiguió su segundo Premio Pulitzer. El libro ha sido considerado como uno de los mejores de 2020.

Santiago Díaz Benavides
20 de enero de 2021 - 02:00 a. m.
Colson Whitehead, autor de “El ferrocarril subterráneo” y “Los chicos de la Nickel”.
Colson Whitehead, autor de “El ferrocarril subterráneo” y “Los chicos de la Nickel”.
Foto: Getty Images

La vida de Elwood Curtis es una de esas que merecerían tener la opción de reiniciarse. Ojalá a alguien se le ocurriera inventar un botón de reinicio para echar atrás hasta un punto preciso de la historia y evitar que ciertas cosas sucedan como luego suceden. Ojalá alguien tenga la ocurrencia de escribir un libro sobre aquellos personajes de la literatura con los que nos conectamos de inicio a fin hasta el punto de lamentar su destino y disfrutar con ellos, también, los caminos sobre los que andan. Ojalá, nada más para poder sentir de nuevo los momentos intensos junto a ellos y volver a vivir sus vidas, mientras intentamos vivir la nuestra.

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Curtis es el personaje que Whitehead elige para situarnos en la historia de su novela más reciente. Los chicos de la Nickel, publicada originalmente en inglés en 2019, le mereció al escritor norteamericano su segundo Premio Pulitzer. El primero lo había conseguido con su novela El ferrocarril subterráneo (2017), un libro que narra la historia de una joven esclava llamada Cora, una mujer que sobrevive en una plantación de algodón de Georgia y que un día decide, tras un desafortunado episodio, escapar en busca de su libertad, lo que la lleva a vivir escondida durante algún tiempo, mientras es perseguida por un malvado cazarrecompensas. El título de la novela hace referencia, a manera de alegoría, a la compleja red de caminos y refugios secretos que tenían como fin posibilitar la huida de los esclavos de las plantaciones del sur hacia los estados donde podían vivir tranquilamente. Eduardo Lago afirma en una reseña del libro, publicada por El País, que se calcula que en la primera mitad del siglo XIX cerca de 100.000 hombres y mujeres de raza negra lograron escapar por medio del sistema del tren subterráneo, en cuyas operaciones de salvación colaboraron numerosos abolicionistas blancos.

En algunas entrevistas, Whitehead no niega que ha sido influenciado por Gabriel García Márquez y su Cien años de soledad. Antes de sentarse ante el teclado, señaló en alguna ocasión que volvió a leer la novela del colombiano, lo que le permitió después “encontrar el tono entre fantasía y realidad” preciso para lograr envolver al lector con su relato, como termina haciéndolo. Un relato en el que una metáfora como la del ferrocarril subterráneo deja de ser simplemente una figura literaria y toma forma de algo más. Así pues, su talento como escritor de ficción no puede más que celebrarse. La historia que ha decidido contar en esta, su más reciente publicación, es una de esas que a los lectores nos gustaría que no terminaran tan rápido. Es tan intensa la narración y tan arrollador el relato, que cuando uno menos se lo piensa faltan poco más de cinco páginas para terminar y hay que hacer rendir cada palabra.

Desde muy joven, reza la contratapa del libro, Elwood Curtis ha escuchado con devoción, en el viejo tocadiscos de la abuela, los discursos de Martin Luther King. Sus ideas, al igual que las de James Baldwin, han hecho de este adolescente negro un estudiante prometedor que sueña con un futuro digno. Pero de poco sirve esto en la Academia Nickel para chicos, un reformatorio que se vanagloria de convertir a sus internos en hombres hechos y derechos, pero que oculta una realidad inhumana respaldada por muchos y obviada por todos. Elwood intenta sobrevivir a este lugar junto a Turner, su mejor amigo en la Nickel. El idealismo de uno y la astucia de otro los llevará a tomar una decisión que tendrá consecuencias irreparables.

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El libro está dividido en tres partes, que a su vez se dividen en capítulos. Además, hay un prólogo y un epílogo que el autor utiliza como recurso para situar al lector en una dimensión temporal superior que enmarca la historia principal. A lo largo de las páginas será difícil no hacerse una imagen nítida de lo que se está leyendo. La novela casi que está narrada en fotogramas, lo que logra que la atención de quien la lee no se disipe en ningún momento. Los primeros días de Elwood en la cocina del hotel, las tardes de trabajo en el quiosco del señor Marconi y las horas junto al tocadiscos, en casa, escuchando los discursos del doctor King; las jornadas de lectura y las caminatas en las tardes para soñar con un porvenir más ameno, las charlas con la abuela, las horas que se van lento, hasta el episodio en que todo empieza a andar mal y vamos directo a la Nickel, se recrean tan intensamente que, incluso, los sonidos descritos en las escenas se concretan y la comunión con la historia es total. Los sonidos, sí, porque hay música en este libro, además de referencias a la cultura pop de aquellos años y uno que otro guiño a las obras de James Baldwin y Ralph Ellison.

Desde el primer momento en que Elwood llega a la Academia Nickel entiende que deberá aprender a sobrevivir por sus propios medios, pero no lo logrará si no se integra con rapidez al día a día del interior de esos muros. Por esta razón, porque no logra acoplarse con demasiada facilidad, se hace amigo de Turner, un chico que ya ha estado en la Nickel y ahora cumple una segunda estancia. Junto a él, Elwood se dará cuenta de la crueldad que puede tener el mundo y asumirá que, cuando más humanos podemos ser, más vulnerables también.

Dentro de este sitio, el personaje padecerá las más duras experiencias. Será golpeado, ultrajado y obligado a doblegarse ante el poder mal ejercido de sus captores. En la Nickel, a los chicos los castigan como si fueran esclavos que no cumplen con sus labores. Esa es la posición que los guardias quieren hacerles entender a los internos. No son más que siervos, que animales, dispuestos a trabajar por horas y cumplir sin chistar cualquier tipo de mandato o macabro deseo. Además de castigarlos con azotes, los encierran en celdas oscuras o en cajas metálicas sin ningún tipo de ventilación, los aíslan del resto de sus compañeros, no les dan comida, no les permiten limpiarse y les hacen vivir los días más infernales de sus vidas. En ocasiones, cuando alguno de los guardias decide no castigar a cierto muchacho, con la intención de usarlo para su beneficio, todos en el campus saben que es preferible que te desgarren la carne a golpes y que no te hagan quitarte la ropa y someterte a la vergüenza más grande: la del abuso. Aquí no hay sitio seguro para nadie: ni los guardias están tranquilos, pues son conscientes del mal que hacen; mucho menos los internos, que desean fuertemente salir de ese espantoso lugar.

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En algunos pasajes de la novela, erigidos a la luz de los pensamientos de Elwood, la lectura adquiere un matiz mucho más íntimo. Ahí es cuando el lector se vincula de lleno con los anhelos, los temores y los sentimientos del personaje. A este chico no tendría por qué sucederle lo que le sucede, pero así es. Uno sufre con él desde ese instante en el que por estar en el sitio equivocado es apresado injustamente. Luego, cuando lo castigan por primera vez, al intentar ayudar a un niño pequeño, hasta el tramo final de la historia, cuando la vida no puede ser más injusta.

Todo adquiere una dimensión mayor cuando caemos en cuenta de que, a pesar de ser ficción, esto les sucedió a chicos reales. Esto, aún hoy, es vivido por muchos y no solo en Estados Unidos. Para escribir la novela, Whitehead se documentó sobre los casos de chicos negros desaparecidos durante los años sesenta en distintas partes del territorio norteamericano. La mayoría conducían a un mismo sitio: la Escuela Dozier para Chicos, en Marianna, Florida. Fue en 2014 cuando el escritor decidió emprender su investigación, impulsado por los reportajes de Ben Montgomery, en el Tampa Bay Times, con el ánimo de comenzar su recorrido por el interior de esta novela. Al terminar, la envió a Doubleday, su editorial, y tiempo después recibió la atención de todo el mundo. Así como su novela adquirió fama mundial, el testimonio de los sobrevivientes de la Dozier se esparció con gran velocidad entre el público lector. Es de esta manera que una obra literaria logra la redención de cientos de chicos, así como la de sus familias, que tuvieron el infortunio de vivir este infierno.

Por Santiago Díaz Benavides

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