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Catalina no existe. Catalina soy yo (Reseña literaria)

En octubre de 2014, la editorial Malpaso publicó Lo que no aprendí en Barcelona. En 2020, Penguin Random House, en Colombia, reedita la novela junto a otros dos textos de Margarita García Robayo bajo el título de El sonido de las olas. Esta es una crónica que da cuenta de una experiencia de lectura de ese primer libro.

Santiago Díaz Benavides
02 de enero de 2021 - 09:07 p. m.
Imagen de la portada de la novela "Lo que no aprendí", de Margarita García Robayo.
Imagen de la portada de la novela "Lo que no aprendí", de Margarita García Robayo.
Foto: Archivo Particular

Yo le había dicho un día que no me interesaba revivir esos recuerdos, que no quería. N insistía en que era necesario evocar todo aquello para extirpar lo que fuera que estuviera haciéndome daño. “Te mueres por dentro”, dijo. “Siempre”, pensé. Recién había empezado a escribir una novela sobre un momento de mi vida que he anticipado muchas veces, sobre el silencio en el que nos refugiamos cuando el ruido afuera es demasiado alto. Había querido hacerlo desde hacía mucho, pero las palabras no me salían. Bastó que N me dijera lo que era obvio para que me lanzara. Los primeros días de escritura fueron alucinantes. Todo fluía de una manera endiablada. De repente, quedé estancado en un punto. Supuse que necesitaba tomar distancia para que las ideas volvieran a concretarse. Decidí volver a leer, pero esta vez no uno de los muchos libros de mi lista, sino uno que me permitiera encontrar maneras de contar lo que yo quería. Busqué entre la biblioteca y allí encontré aquel libro que había mirado por encima hacía unos años y luego guardé. A Margarita García Robayo la había entrevistado anteriormente y siempre que acudía a sus palabras sentía que era porque había dejado algo perdido en alguna parte. Tomé el libro entre mis manos y leí las primeras líneas. Con los libros de ella uno empieza y ya no quiere parar. Hay algo en su forma de narrar que envuelve, enmudece. Lo que no aprendí, rezaba el título de la novela. Me senté a leer, y luego las horas.

Todo empieza con unas vacaciones en junio de 1991, cuando la protagonista de la historia tiene once años. Catalina, así se llama. Una niña intrépida, delgadita, demasiado refugiada en su mundo y hastiada del mundo de los otros hasta donde su razón le da. Es la hija del medio, la que no logra saber si viene o va, si hace parte de algo o no. Sus dos hermanas mayores son mellizas, se llevan la atención de los adultos porque ya hablan de muchachos y están en edad; el menor es el consentido de la madre. Catalina ha quedado en el limbo. El padre no tiene mucho tiempo para ninguno de los miembros de la familia. Siempre se encierra en su oficina y allí se queda varios días. Trabaja mucho y Catalina no entiende muy bien qué es lo que hace. Un día, víctima del aburrimiento y presa fácil de su propia curiosidad, la niña decide escabullirse en la oficina del padre y esculca entre los cajones y las estanterías. No encuentra gran cosa que pueda llamar su atención, salvo un libro. Lo toma y se lo lleva con ella. Lo lee y, pese a que no comprende buena parte del contenido, cree tener la respuesta de lo que su padre hace. Su papá es un brujo, piensa, recordando lo que han comentado en ocasiones anteriores las personas que lo visitan. Su papá es un brujo, pero de los buenos, vuelve a pensar. “Hay cosas que la gente no entiende”, es lo que él dice.

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El padre de Catalina trabaja como mentalista. Gana fama en toda la ciudad con sus tratamientos y su reputación llega a oídos de los altos mandos. En Cartagena lo conocen, en Barranquilla también; toda la costa atlántica y una buena parte de la pacífica tienen presente su labor y sin importar las distancias, ni la turbulencia de los días, las personas viajan a verlo, primero para apartar una cita, después para finalmente ser atendidos. Hasta Álvaro Gómez lo conoce y un día, incluso, va a su casa. El político, asombrado con las habilidades místicas de don Gabriel, y adorador, como bien se sabe, de los ritos masones, lo invita a formar parte de su comitiva, con la que trabaja para lograr hacerse presidente un día. Todos se sienten orgullosos de conocer a don Gabriel, ese hombre tan estudiado y respetado. Catalina observa atenta todo esto y a duras penas si logra conectar los hechos. Es solo una niña.

Mientras intenta descifrar el enigma de su padre y sobrevivir a las vacaciones en presencia de su madre, que la reprende cada que puede, pasea en bicicleta y recorre las calles aledañas a su vecindario. Se encuentra con los niños punks y los hippies, los ve a los vendedores en las calles y también a los drogadictos. Un día se encuentra con Aníbal, el hijo del señor Ortega, a quien nadie veía desde hacía un tiempo porque había huido de casa. El joven anda con una chica que huele a rancio. Viven de vender manillas y fumarse los porros que arman con sus propias manos. Duermen en donde les place, pero últimamente han decidido quedarse en la casa abandonada en la que Catalina pensaba ir a jugar, a estar sola, a pensar. Los dos van de pelo largo y enredado. Pero Aníbal tiene algo que cautiva, la muchacha no. Catalina empieza a sentirse atraída por él. En realidad, no sabe qué es lo que le llama la atención de aquel muchacho, pero va a verlo cada que puede y hasta se queda pensando en él cuando regresa a su casa. Aníbal, Aníbal, Aníbal… antes solo pensaba en Ricky, y en su bigote, cuya imagen yacía en un poster que colgaba de la pared de su cuarto y ella besaba, como queriendo sentir en sus labios un poco de aquel hombre que le fascinaba. Después ya no. Tomó un marcador y le trazó líneas a lado y lado del rostro. Entonces, ya solo era Aníbal, que no era suyo y ella tampoco quería que lo fuera, pero le hacía sentir cosas que no entendía. Puto Aníbal, marihuanero, hippie. Ojalá nunca se lo hubiese encontrado.

Catalina empieza a hablar con su padre. Le cuenta que ha estado leyendo el libro y que quiere hacer lo que él hace, que quiere aprender. Él la adopta, un poco de verdad y otro poco de mentiras, como su aprendiz. Catalina está orgullosa porque al fin va a poder saber qué es eso que hace su padre y ahora ella también lo hará. Pero todo empieza a derrumbarse de un momento a otro. La perrita que tenían en casa se muere (¿o era un perro?), y a Gabito, que es el hermano menor, se lo llevan a casa de la abuela. Allá se aburre porque le prometen que lo traerán de vuelta un día y después le dicen que ya no, que luego. Una de las mellas, las mellizas, se consigue un novio y no para de hablar con él a través del teléfono. La cuenta llega carísima. La otra hermana se siente desplazada y cada que puede le lanza palabrotas. La madre se oculta como una cobarde porque no quiere saber nada de amiguismos y mucho menos darle la cara a los Piñeres, que son la familia que siempre tiene algo nuevo para contar, que viajan a Miami o a Nueva York y traen ropa o utensilios caros para el comedor. Son unos tarados, los Piñeres. Un día desaparecen por completo, y con ellos, se esfuma también un pedazo de las vidas de todos. Aníbal vuelve a perderse. La hippie lo deja por otro. Catalina solo piensa si lo mataron, si es uno de esos muchachos de los que hablan en el noticiero. El muchacho aparece después y dice que volverá a vivir con su padre. Catalina no sabe si estar feliz o preocupada. Ahora lo va a tener de vecino. La cosa no dura mucho.

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Una niña aparece muerta (¿o es un niño?) y toda la ciudad se conmociona. La policía va de casa en casa pidiendo testimonio. Un hombre confiesa ser el asesino, pero es un borracho y nadie lo toma en serio, hasta que la policía encuentra unos costales con pelo que parece ser humano y rastros de sangre. El hombre robaba perros y se los comía después. Le gustaba cómo sabía su carne. Él no había matado a la niña. En medio de eso, y de tanto pensamiento suelto, el señor Ortega se dispara accidentalmente con la escopeta mientras la limpia. Se mata. Aníbal queda solo (o no). Catalina lo odia por haber vuelto a su casa. A lo mejor, si no volvía, hasta de pronto el señor Ortega seguía con vida. Pero Catalina no odia sólo a Aníbal, puto Aníbal, también a su padre. Lo odia por no haberle prestado más libros, por haberle mentido con lo de enseñarle sobre mentalismo; lo odia por no haber aceptado el trabajo en Bogotá, de pronto así no se hubiese encontrado nunca con Aníbal y la hippie, y tampoco habría tenido que huirle al hijo menor de los Piñeres con sus coqueteos, o hacerse la loca cuando su mamá la regañaba. Lo odia por no haber hecho nada cuando lo del señor Ortega. Después de eso, él simplemente se encerró y, si antes había un silencio inmenso entre ellos, tras lo ocurrido se hizo aún más grande. Y Catalina lo odio, incluso después de que apareciera Aníbal otra vez, pasado mucho tiempo. Y se culpo a sí misma, en alguna ocasión, pero luego entendió que a los once años solo se puede sentir culpa por tener esa edad. Lo culpó a su padre por todo, y lo siguió haciendo mucho después, ya sin tener muy claro por qué.

Luego aparece una voz, otra que, por momentos, parece ser la misma. Es la voz de la escritora, que habla de Bruno, de X y de su padre muerto. Está en Buenos Aires. Allí recibe la llamada que la trae de regreso a Colombia. Todo es igual y distinto a la vez. Todavía no sabe si va o viene. Pasan los días y ella reflexiona sobre lo que fue y lo que ahora es, se hace preguntas, les hace preguntas a los otros, habla con Bruno y con su madre; Bruno le cuenta historias, le habla de sueños; su madre comenta recuerdos, y la reprende aún. Ella entiende que no ha aprendido, después de tanto tiempo, que no ha podido desprenderse del dolor que ha traído consigo el silencio; no ha sabido aprender cómo reemplazar sus recuerdos con otros nuevos, como lo hace su madre, para verlo una vez más a su padre y, en lugar de callarse, hablarle, por lo menos un poco más que antes. “Un día se lo dije a mi madre. Le dije: quizá eso significa morirse”. Entonces, llora, como una niña, como Catalina, que se ha quedado tumbada en el suelo pensando en Ricky, en Aníbal, en Gabito, en su abuela y en su padre, esperando que los días pasen y se lleven consigo todo eso que nunca aprendió.

Tal vez, Catalina no existe, le escribí a Margarita García Robayo. Tal vez, Catalina soy yo… Me levanté de la silla y le dije a T que estaba llorando. Ella me dijo que lo entendía, claro. Había terminado el libro y me sentía golpeado. Qué libro, qué puto libro. No le escribí a N. Me quedé viendo a la ventana, mientras pasaban las horas, pensando en mi padre, y en eso que estaba escribiendo sobre él, pero que no era para él. Y volví a llorar. Abrí el libro una vez más y leí: “Ojalá estemos muertos, ojalá esto sea la eternidad”.

@santiescritor

Por Santiago Díaz Benavides

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