El Magazín Cultural

La revolución estaba en la palabra

A este escritor lo seduce el fracaso. Quizá sea esta la condición que ha sabido afinar, una palabra sosegada pero contundente, que se muestra sin pretensiones en sus letras y conversaciones diarias.

María Camila López Isaza
11 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.
Juan Diego Mejía autor de "Soñamos que vendrían por el mar". / Julián Roldán Alzate
Juan Diego Mejía autor de "Soñamos que vendrían por el mar". / Julián Roldán Alzate

El fenotipo de un individuo tranquilo y añejo abriga el espíritu de un escritor frenético que vive para narrar su historia –ora camuflada, ora exhibida– en las seis novelas y los dos libros de cuentos que tiene en su haber. Este recorrido ha hecho que pierda el temor a equivocarse; prueba de ello es que afirme sin recelo que hay que entrenarse como perdedor para disfrutar los pequeños momentos de luz.

El ímpetu creativo y la conciencia política de este hombre nacido en Medellín –otrora secretario de Cultura y hoy director de los eventos del libro en la misma ciudad– encuentran su origen en los últimos años de bachillerato en el Colegio San José, de los Hermanos Cristianos, donde fundó un periódico para oponerse a la oficialidad de la institución. Una crónica humorística sobre la cotidianidad académica a la que tituló La clase X, le costó incluso la suspensión por varios días. A esa época de formación religiosa y discusiones censuradas le siguió la excitante apertura intelectual que supuso entrar a la Universidad Nacional. Estudió Matemática, ese primer amor que pensó le duraría toda la vida. Sin embargo, los encuentros constantes con personajes decisivos, en los que la conversación discurría desde Galileo y Hegel hasta Marx y Engels, lo involucraron, inevitablemente, en un affaire con la política. Era el tiempo preciso para abrazar el conocimiento; para confirmar, como alguna vez lo dijo Jorge Alberto Naranjo, uno de sus profesores, que la ciencia y la poesía producen el mismo movimiento espiritual en el ser humano.

Juan Diego Mejía dejó todo para hacer la revolución. Su más fiel compañía fueron su mujer y las obras completas de Shakespeare que leían en las noches a la luz de una vela, durante los cinco años que duró su militancia junto a la Sierra Nevada de Santa Marta. Estaba preparado para llevar sus lecturas revolucionarias a la acción. Pero el proyecto fracasó y el cambio quedó estancado en el discurso. Esta historia vivida, junto a otras imaginadas, constituyen su más reciente novela, Soñábamos que vendrían por el mar. Lo que inicialmente fue un cuento titulado La vida a seis goles, creció hasta erigirse como el retrato de esa generación agitada de finales de los setenta, de la que Mejía hizo parte. Confluyen en esta obra la universidad, la política, la ciudad y el arte; una experiencia vital a la que siempre vuelve en su proceso creativo, como queriendo acariciar esa porción de pasado y redefinir su relación con él.

Un grupo de muchachos que parten a la zona bananera para recibir unas armas que nunca llegan; un sueño revolucionario que se queda en “ideología y ganas” (como reza una de las líneas de la novela) y las cuidadosas referencias que van desde Marx a Steinbeck, revelan a un prosista consciente de sus herramientas narrativas. El lanzamiento del libro que, fortuitamente, coincide con un proceso de paz histórico con los revolucionarios de antaño, suscita en el escritor esa inevitable pregunta sobre lo que hubiera sido de sus personajes si las armas efectivamente hubieran llegado a sus manos. Surge, además, un cuestionamiento inverso: ¿qué hubiera pasado si aquellos que hoy negocian la paz nunca hubieran empuñado un fusil?

Tal vez Juan Diego Mejía no fue el líder nacional que aspiró a ser. Haberlo ganado como político hubiera sido perder a un “hacedor de consensos”, como lo describe el director del Festival Internacional de Teatro de Manizales, Octavio Arbeláez. Para él, el proceso cultural de Medellín le debe a quien fuera su secretario de Cultura entre 2004 y 2005 su “visión integradora, construida desde la lógica de un creador y maestro”.

En esa misma línea, la directora del Museo de Antioquia, María del Rosario Escobar, destaca la administración de Mejía como una forma de trabajo y acercamiento a la ciudad que sentó las bases para sus sucesores: un proceso de creación de redes, conversaciones y apoyos.

Por su parte, Sergio Restrepo, director del Teatro Pablo Tobón Uribe, se refiere al ganador del Premio Nacional de Novela de Colcultura en 1996 como un hombre con criterio, alto nivel estético y uno de los principales interlocutores alrededor de la imagen y la palabra en Medellín.

Una ineludible fascinación por la ciudad es la ruta que define el trasegar literario y cultural de Juan Diego Mejía. Ha logrado entenderla como un ser orgánico: de Medellín parte y a Medellín regresa cuando habla y escribe. Se sabe cómplice de la gente y percibe en la cultura el vínculo para crear consensos de identidad que hagan de la ciudad un escenario para todos. Reconoce la egolatría de su oficio: ya no le interesa autodenominarse escritor. Hoy solo quiere escribir. Sin rituales, sin fórmulas. Solo con café y un poco de silencio. Aunque ya no aspira a conquistar multitudes, la revolución continúa desde su entorno próximo. Sigue siendo el mismo viejo marxista de siempre. El soñador a quien Mejía Vallejo vaticinó una vez: “Vos sos escritor, maestrico”.

 

Por María Camila López Isaza

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