El Magazín Cultural

Roberto Fernández Retamar: con los pobres del mundo metidos en los huesos

Una semblanza del poeta cubano fallecido esta semana en La Habana, en clave de identidad americana.

José Arreola Jiménez / especial para El Espectador
25 de julio de 2019 - 09:32 p. m.
Robert Fernández Retamar, autor de "Calibán". / AFP
Robert Fernández Retamar, autor de "Calibán". / AFP

El pasado sábado 20 de julio, Roberto Fernández Retamar murió en La Habana. Su cuerpo dijo no más a los 89 años, pero su poesía inmarcesible seguirá siempre combativa.

“Que Roberto Fernández Retamar nos siga escribiendo a todos así”, rogó imperativamente  el poeta salvadoreño Roque Dalton, refiriéndose a la poesía del cubano al que tanto quiso y con el que tanto, a veces hasta la más elevada acritud, discutió. La petición era sencilla, pero no menor. Ojalá que hoy, todavía, Fernández Retamar nos siguiera escribiendo a todos así, de esa manera arrojada y sinceramente tierna, convirtiendo lo cotidiano en poesía siempre desafiante.

Cuando la que parecía la más loca de todas las locuras bajó victoriosa de la Sierra Maestra hacia La Habana, en enero de 1959, Roberto Fernández Retamar ya era un poeta conocido al que personalidades de la talla de Emilio Ballagas, Mirta Aguirre, Fina García Marruz y Cintio Vitier habían dedicado especial atención. No por nada colaboró en más de una ocasión en la legendaria revista Orígenes. Sin embargo, el Fernández Retamar que Nuestra América conoce nació, como Silvio Rodríguez y una pléyade de humanidad irredenta, el primero de enero de 1959 “cuando la imaginación empezó a quedar boquiabierta”; ese día escribió un poema breve y trepidante que ya anunciaba no sólo una toma de postura, sino también una nueva concepción sobre la vida, la historia y el carácter de la Revolución:

Nosotros, los sobrevivientes,

¿A quiénes debemos la sobrevida?

¿Quién se murió por mí en la ergástula?

¿Quién recibió la bala mía,

La para mí en su corazón?

¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,

Sus huesos quedando en los míos,

Los ojos que le arrancaron, viendo

Por la mirada de mi cara,

Y la mano que no es su mano,

Que no es ya tampoco la mía,

Escribiendo palabras rotas

Dónde él no está, en la sobrevida?

***

Roberto Fernández Retamar nació en el barrio de La Víbora ––luego conocido como municipio 10 de octubre––, al que siempre consideró su destino y su más profunda raíz; a sus 24 años se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana; fue estudiante en Columbia y Yale donde también fungió como académico. Realizó estancias de estudio en La Sorbona y El Colegio de México, así como viajes por España, Italia, Bélgica, Holanda y Grecia. Todo ello antes del triunfo revolucionario encabezado por Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara. No por casualidad, Rafael Rojas lo ha caracterizado como el escritor “más propiamente letrado de la generación del 50 en Cuba”.

Su exquisita formación académica, tan clásica como moderna, no le impidió hacerse parte de la Cuba más osada en la historia de la historia. Fernández Retamar asumió, sin cortapisas, la defensa de la Revolución como parte de su quehacer ensayístico, docente y poético. Fue, desde aquellos primeros días convulsos, el intelectual orgánico del proceso de construcción socialista.

(Puede complementar con: El Fidel que yo conocí)

Retamar, como se le decía y será siempre recordado en la Isla, fue un ensayista agudo y un fervoroso martiano. Caracterizó a José Martí como un dirigente político cuyo pensamiento era siempre “subversivo” y fue el primero de los intelectuales cubanos que lo pensó dentro de la nueva era revolucionaria. Fernández Retamar fue también quien tempranamente vio en el Che Guevara no solo al dirigente y al guerrillero, sino además al intelectual con el que se podía charlar y discutir acerca de literatura como con pocos. Y a través de Martí y del Che pensó la lucha antiimperialista y anticolonialista. Su sueño, como le confesó a Pedro de la Hoz, era ver “un mundo en paz, un mundo con más justicia, con más respeto para los pueblos pobres, un mundo con más amor”. Para ese sueño escribió, luchó y pensó.

La Casa de Nuestra América

El valor de Casa de las Américas es inmenso. A través de ella, el mundo cultural latinoamericano de los años 60 y 70 del siglo XX encontró un bastión y un nuevo impulso. Los premios literarios de Casa, tanto de ensayo como poesía, cuento y novela, y más tarde el de testimonio, pronto dieron a conocer el valor artístico de la época en estas latitudes. Casa se fundó con la Revolución a iniciativa de Haydée Santamaría. Por muchos años, Roberto Fernández Retamar fue su director, entregado en alma, cuerpo y tiempo a una labor de promoción cultural e intelectual que significó, en sí misma, una revolución duradera y sin parangón en América Latina.

Fernández Retamar perteneció a muchas generaciones, a muchas épocas. Fue coetáneo de Fidel, de Camilo, del Che, de Raúl, pero también de Cortázar, de García Márquez, de Ángel Rama, de Mario Benedetti, de Eduardo Galeano, de Alicia Alonso, de Cristina Peri Rossi y Rosario Castellanos. Fue el más amigo y hermano de “Yeyé” Santamaría, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y Ambrosio Fornet. Su camada poética fue la de Haroldo Conti, Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Efraín Huerta, Francisco Urondo, por mencionar algunos.

Con todos, de diversas maneras, discutía porque Retamar era, entre sus muchas facetas, un polemista nato. Quizá no haya mejor muestra al respecto que la encarnizada batalla ideológica que encabezó frente a los escritores de Mundo Nuevo primero, y de Libre después. Algunos de esos textos duros y apasionados se encuentran en el volumen que lleva por nombre Cuba defendida.

Retamar estudió lo mismo a Jorge Luis Borges que a Ezequiel Martínez Estrada, además de analizar la literatura de Rubén Darío y la figura de Alfonso Reyes. Sin embargo, no hay duda de que cruzó la puerta grande del ensayo a través de Calibán. Dicho texto es, por méritos propios, ya un clásico de Nuestra América. Como señala Grínor Rojo, en Calibán Fernández Retamar “retoma la lección identitaria y anticolonialista martiana y la pone en el centro de una interpretación totalizadora y profunda de la historia cultural de América Latina”.

El ensayo fue escrito en medio del ciclón político e intelectual que el “caso Padilla” significó en la ciudad letrada latinoamericana. Momento de endurecimiento ideológico y de condiciones internas que no fue desaprovechado por los enemigos de Cuba para lanzar un arsenal de difamaciones y mellar lo más posible la simpatía hacia el proceso revolucionario. “Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán” porque en esa metáfora personaje, como el propio Fernández Retamar la caracterizó con posterioridad, encontraba la imagen perfecta de Latinoamérica, “nuestra cultura, nuestra existencia” que se negaba a vivir bajo la condición colonial. Por eso la inscripción de Nuestra América y nuestra cultura solo podía ser, y solo puede ser, “hija de la revolución, de nuestro multisecular rechazo a todos los colonialismos; nuestra cultura, al igual que toda cultura, requiere como primera condición nuestra propia existencia”.

En una entrevista que Julio César Guanche le realizó en 2007, Fernández Retamar apuntó que, pese a los múltiples errores y tropiezos, “Cuba demuestra que es viable una alternativa no capitalista, socialista, a 90 millas del imperio más prepotente de la historia. Esa es su gloria y su riesgo”. Y dijo también que, como nunca, Cuba tenía “el derecho y el deber de alimentar la esperanza”. Por la gloria y por el riesgo de existir con la dignidad como égida, Retamar alimentaba la esperanza a través de una labor cultural tan vasta como impagable e imperecedera. Atilio Borón tiene razón, “Roberto deja un hueco en la cultura emancipatoria imposible de llenar”.

Nuestra América pierde a un poeta de lo imposible, porque como dice Silvio Rodríguez –con quien compartió dolores, certezas, canciones y esperanzas– “de lo posible se sabe demasiado”. Queda el legado de un gigante intelectual que militó, desde el pensamiento y por el pensamiento, en la aurora de lo irredento. América Latina, sus pueblos y sus luchas, son dignos y merecedores lectores de su obra. Al morir Julio Cortázar, Fernández Retamar le escribió una última carta en la que decía que el cronopio se iba “Con América y los pobres del mundo metidos en los huesos”. Así se va él, pero así se queda para siempre entre nosotros, “con las mismas manos” con las que tanto escribió.

Por José Arreola Jiménez / especial para El Espectador

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