El Magazín Cultural

Rubem Fonseca en tinta negra (Fora do jogo)

Gustavo Flavio, uno de los personajes en los que Rubem Fonseca resguarda sus vivencias y sus visiones del ser humano, afirmó que “el peor de todos los premios es la consagración en vida”.

Andrés Osorio Guillott
24 de junio de 2019 - 01:00 a. m.
Rubem Fonseca nació el 25 de mayo de 1925 en Juiz de Fora. / AP
Rubem Fonseca nació el 25 de mayo de 1925 en Juiz de Fora. / AP

Una máxima que el mismo escritor ha defendido con sus actos, con su testimonio lejos de las primeras páginas de la prensa y de los grandes segmentos en televisión, con su capacidad de hacerse inmune a los reconocimientos que premios como el Camoes o el Juan Rulfo (obtenidos en el 2003) o cualquier otro certamen realizado por los círculos del establecimiento constituyen para hacer de la literatura una nueva mercancía. 

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Los cuentos de Fonseca funcionan como reflejos, como apologías del rechazo y de los actos malévolos del ser humano. Sus cuentos y novelas son híbridos de cavilaciones, de invenciones, de reflexiones de los días en los que trabajó como abogado penalista, en los que hizo parte del cuerpo de Policía de Río de Janeiro y en ese tiempo en el que cada crimen vaticinaba sigilosamente un destino atravesado por la escritura, por la posibilidad de trasladar, transformar y reinventar una ética transgresora por un mal acérrimo que se instauró en la cotidianidad, que dejó de ser un tema metafísico y se convirtió en un elemento que no solo es inherente sino que se vuelve un patrón de comportamiento en cualquier andén, bar, parque, casa, oficina, aula o parlamento. 

Arthur Conan Doyle tuvo a Sherlock Holmes; Charles Bukowski, a Chinaski; Dostoyevski, a Raskólnikov. Rubem Fonseca tuvo a Mandrake, a Gustavo Flavio: dos alter ego que relataron las memorias que se desdibujaron como memorias y se ilustraron como ficción, como relatos de los marginales con los que convivió y como sucesos noticiosos que reflejaban y reafirmaban la decadencia de una sociedad obsesionada con la opulencia e indolente con un sistema apabullante que condiciona la ética a un ideal supremo del éxito a costa de la competencia y la ley del más vivo, del más fuerte y del más afortunado. Los submundos y los crímenes atroces surgen como nuevos universos narrativos en los que sus palabras eran la voz de los que caminan a un costado de lo normativo, de lo rutinario, de lo correcto. Sus personajes, todos pertenecientes a textos como "Los prisioneros", "Diario de un libertino", "Grandes emociones y pensamientos imperfectos", "Mandrake: la biblia y el bastón", "El gran arte", "Secreciones, excreciones y desatinos" y "El seminarista", entre otros, se hicieron discurso, bandera y también moral; se erigieron como símbolos transversales y transgresores de sociedades fragmentadas; fueron jueces, verdugos, pecadores y agentes del desorden, de ese caos que muchos ven como algo subterráneo o superficial, pero que en realidad está ahí derrumbando los palacios de la ética, de las leyes establecidas y de las buenas costumbres.

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A la narrativa del escritor brasileño la han intentado encasillar en el género negro, en la literatura noir. Su lenguaje policíaco y sus escenas caracterizadas por crímenes, sospechas e investigaciones de abogados y detectives se señalan como elementos pertenecientes a un género al que Fonseca no pertenece del todo, a una casilla que solo es una convención más de la teoría y que no necesariamente sea la única verdad. Las letras en tinta negra, las letras ensangrentadas y las historias que desgarran por lo impensado de los acontecimientos son el resultado de algo más allá de un estilo o de un tipo de literatura. Cada atrocidad o palabra expresada son espejos de mundos tangibles, de realidades alternas o incrustadas en territorios olvidados, subyugados por hombres y mujeres que se han rebelado contra las figuras de autoridad y que por un mal inherente a su condición decidieron mantenerse al margen de los mandatos y las imposiciones. 

Rubem Fonseca, de 94 años, es aliado de los señalados, el portavoz de los marginados, de los que viven en las calles destapadas, atiborradas de basura, haciendo parte de un paisaje lleno de ignominia, de los trueques entre ladrones; de las ofertas de las prostitutas que reciben a los desesperados, a los rechazados, a los lujuriosos; de los drogadictos que eligen habitar los mundos de la alucinación y no los terrenos donde las esperanzas son solo mitos y la justicia, una quimera que nadie jamás ha visto a los ojos.
 

Por Andrés Osorio Guillott

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