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Rubén Darío, un alma divina

En el centenario de la muerte de Rubén Darío, y pensando escribir algo distinto a los lugares comunes que saldrían (saldrán) a relucir, recurrí a los dos densos volúmenes de sus poesías completas, en la edición especial que publicó Aguilar el año 1967, con motivo del centenario de su nacimiento.

Ricardo Bada
06 de febrero de 2016 - 04:08 a. m.
En 1902, Rubén Darío conoció en París al poeta español Antonio Machado, admirador de su obra.
En 1902, Rubén Darío conoció en París al poeta español Antonio Machado, admirador de su obra.

Don Antonio Machado: “Si era toda en tu verso la armonía del mundo, / ¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar? [...] Que en esta lengua madre tu clara historia quede. / Corazones de todas las Españas, llorad. // Rubén Darío ha muerto en Castilla del Oro; / esta nueva nos vino atravesando el mar. // Pongamos, españoles, en un severo mármol / su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más: / Nadie esta lira taña si no es el mismo Apolo; / nadie esta flauta suene si no es el mismo Pan”.

Del argentino Baldomero Fernández Moreno me conmueve profundamente el homenaje que le rinde en su casa, haciendo que su retrato presida el comedor: “Aquí nos tienes, Darío, / reunidos a todos; mira: / ésta es mi mujer, Dalmira, / morena como un estío. / Este, el hijo en quien confío / que dilate mi memoria, / y ésta, mi niña y mi gloria, / tan pequeña y delicada, / que de ella no digo nada... / Cuatro meses es su historia. // El momento de yantar / desde hoy has de presidir / y hasta el llorar y el reír / y la hora de trabajar. / Desde ahí contempla el hogar / que no gozaste en el mundo, / mientras yo, meditabundo, / cuando mire tu retrato, / te envidiaré largo rato, / triste, genial y errabundo”.

Juan Ramón profesaba una gran admiración hacia Darío: “Siempre que se me ha hablado de una antolojía de la poesía española contemporánea, he dicho lo mismo: que es imprescindible empezar por Miguel de Unamuno y Rubén Darío, fuentes de toda ella (y de lo que falta). En Miguel de Unamuno empieza nuestra preocupación metafísica ‘conciente’, y en Rubén Darío nuestra creciente preocupación estilística, y de la fusión de esas dos grandes calidades, esas dos grandes diferencias, salta la verdadera poesía nueva”.

A Juan Ramón Jiménez le llega la noticia de la muerte de Darío el 8 de febrero de 1916, poco antes de su boda con Zenobia, que será el 2 de marzo, en la iglesia neoyorquina de St. Stephen. El día de la víspera, el 1.º de marzo, escribe un poema que lleva un epígrafe del propio Darío (“Peregrinó mi corazón y trajo / de la sagrada selva la armonía”) y que luego recogerá en una de sus obras maestras, Diario de un poeta recién casado: “No hay que decirlo más. Todos lo saben / sin decirlo más ya. / ¡Silencio! [...] // Sí. Se le ha entrado / a América su ruiseñor errante / en el corazón plácido. ¡Silencio! / Sí. Se le ha entrado / a América en el pecho / su propio corazón. Ahora lo tiene / parado en firme, para siempre, / en el definitivo / cariño de la muerte”. Y casi un cuarto de siglo después de su muerte, en 1940, escribe lo siguiente Juan Ramón: “¡Tanto Rubén Darío en mí; tan vivo siempre, tan igual y tan distinto; siempre tan nuevo!”.

Y cerraré el rosario de citas con unos versos de un poeta singular, de Eduardo Carrasquilla Mallarino, un colombiano nacido en Bogotá y que fue a morir en la provincia argentina .

Lo cierto es que el buen Carrasquilla Mallarino, a quien Rubén Darío llamaba “el Quevedo americano”, al morir Rubén le dedicó un soneto muy característico del espíritu de la época: “Con tu verbo potente y tus ritmos caudales / cruzaste por el mundo hasta escalar la meta. / Fueron maná tus prosas, y tus versos triunfales / agua tan milagrosa como la del poeta. // Inaudito, soberbio, florecido de astrales / maravillas, tu numen penetró la secreta / fuerza de Dios, y fueron tus signos cardinales / la orientación ilustre de una raza, ¡poeta! // Cierto que hincó sus lanzas el odio en tus costados, / que tuviste Iscariotes a tu mesa sentados, / y que en vez de laureles te ciñeron espinas. // Pero, como el Poeta de Nazareth, cumpliste / los designios del Cielo, que envía al mundo triste / —de vez en cuando— una de sus almas divinas”.

Por Ricardo Bada

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