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Rubén López Rodrigué: “Escribir implica haber vivido lo que se escribe”

En diálogo con Ruben López Rodrigué, el escritor habla sobre la transversalidad que la obra de los clásicos, como Sófocles, Cervantes, Chéjov, Tolstoi, Maupassant, Flaubert, García Márquez y Borges, tienen en su producción literaria, pues estos autores enseñan el uso adecuado del lenguaje. El escritor admite que sus textos se alimentan de sus experiencias propias.

Óscar Jairo González Hernández
10 de septiembre de 2020 - 10:13 p. m.
Rubén López Rodrigué, escritor colombiano, es autor de los libros “Contra el viento del olvido” , "La estola púrpura”, “Las heridas narcisistas de la humanidad”, entre otros más.
Rubén López Rodrigué, escritor colombiano, es autor de los libros “Contra el viento del olvido” , "La estola púrpura”, “Las heridas narcisistas de la humanidad”, entre otros más.
Foto: Archivo Particular

¿Podría decirnos cómo se da en usted la inicial vocación o decisión de hacerse escritor? ¿Qué circunstancias en su sensibilidad o formación le llevaron a ello?

Un hecho que me impulsó a escribir el primer libro fue que alguna vez mi padre me dijo que siempre había querido escribir un libro de filosofía, pero como no pudo, esperaba que yo lo hiciera. No escribí un libro de filosofía (materia que tanto me gustaba en el bachillerato), pero sí de psicoanálisis, aunque considero que no está tan lejos la una de la otra. Con frecuencia los escritores se descubren como tales a través de lecturas precisas de otros escritores. A mis veinte años quedé deslumbrado con la lectura de La risa de los dioses, de Blanchot, y quise hacerme ensayista.

Después de muchos años de estar dedicado a estudiar de forma autodidáctica el psicoanálisis (advierto: nunca hice clínica) y otros campos, a la par que escribía diarios, memorias y ensayos, participé varios años en el taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto, dirigido por Manuel Mejía Vallejo, que me animó a volverme escritor. En mi caso, la literatura fue una vocación tardía. Respecto a la sensibilidad, soy como cierto tipo de nevado: frío por fuera, pero un volcán por dentro.

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¿Cómo hace para relacionar o combinar la prosa de sus relatos con la del ensayo? ¿En qué contribuyen una y otra al constructo de su obra?

Yo no combino la prosa narrativa con el ensayo. Cuando escribo narrativa, sea cuento, crónica o novela, me olvido de la racionalidad, no mezclo con la teoría psicoanalítica como creen algunos. Y cuando escribo ensayo, ahí sí me vuelvo racional. Sobre todo, me surgen las ideas cuando camino o escribo, porque de resto no sé pensar.

La luciérnaga psicoanalítica, un libro donde intercalo crónicas con ensayos teóricos de psicoanálisis, marcó mi transición hacia la literatura. Antes del psicoanálisis acudía a la literatura por referencias que Freud o Lacan hacían sobre obras de Sófocles, Flaubert, Dostoievski, Gide, Duras… De unos años hacia acá, también voy desde la literatura a leer temas de psicoanálisis, cosas muy puntuales que me sirven para caracterizar mejor un personaje. En este sentido, psicoanálisis y literatura se complementan, se aprovechan mutuamente.

¿Cuáles son las técnicas para realizar su escritura del relato y la ensayística? ¿Cómo las pone en funcionamiento?

En la edificación de una casa hay que levantar todas las paredes y poner todas las ventanas antes que pueda uno ocuparse de la decoración del interior y el exterior. Esto es válido para el ensayo y la narrativa: primero escribo las ideas, luego corrijo y pulo bastante. En otras palabras, primero trabajo el contenido y después la forma. Existen técnicas que se aprenden, por ejemplo juntar bien los ladrillos, como decía Faulkner. Escribo y reescribo un párrafo muchas veces y hasta que no sienta que quedó muy perfeccionado no paso al siguiente. Un método de conocimiento de la realidad consiste en hacer comparaciones entre los hechos y entre las personas, estableciendo diferencias y parecidos, contrastes, efectos de luz y contraluz como lo hace el pintor.

Cuando escribo ensayos sobre literatura y psicoanálisis, ante una enunciación que por momentos se convierte en un texto-enigma (lo que no quiere decir incoherencia), procuro hilar muy fino entre lo literario y lo psicoanalítico. Es decir, aplicar la literatura al psicoanálisis y no el psicoanálisis a la literatura como queriendo hacer un psicoanálisis de los muertos. El fenómeno literario es introducido en el psicoanálisis mediante la analogía. La Gradiva de Freud es un modelo en el género.

Antes de avanzar en un cuento o en una novela no he decidido el final, no lo voy estructurando en la memoria. Sé cómo comienza pero no sé cómo termina. Dejo que los personajes me lleven de la mano y no a la inversa. Permito que maduren, que adquieran su carácter. Lo mismo con la trama.

¿Tiene usted una orientación o una tendencia en sus relatos a mostrar la relación en su experiencia de un trayecto realizado desde sí mismo y por qué?

La mayoría de los personajes de La estola púrpura se inspiran en personas reales de Santa Rosa de Cabal, mi pueblo natal, donde estudié la primaria. Los enriquecí partiendo de las historias que desde niño, hasta la adultez, me contaba mi madre, de los comentarios de mis amigos, de los recuerdos de la infancia que allí viví y de las lecturas que hice sobre este municipio en pos de nutrir las historias que conforman la saga de la familia Morales. Mi narrativa no es un calco de personajes de la realidad. Por ejemplo, el bobo Alipio es un nombre ficticio en el que condenso cinco bobos que conocí en el pueblo; a ese compuesto inventado le mezclo el ingrediente de la imaginación que traduce mi relación con la vida cotidiana. Prefiero no caer en la superficialidad del naturalismo. El tema de un escrito radica, reviviendo el pasado, en mis experiencias personales de una realidad que para mí con frecuencia ha sido insatisfactoria. No escribo para reconstruir la realidad sino para criticarla con entera libertad.

La verdad está dentro de cada cual, no hay que buscarla afuera, ni siquiera en la literatura, porque es una mentira bien contada. Entonces, transformo mi experiencia en modelo de escritura. Esto implica abandonarse a la experiencia y dejarse modelar por ella para que se registre en el papel en blanco de nuestra conciencia. Escribir implica pasar por una fase previa: la subjetivación, haber vivido lo que se escribe. Hay que ser un escritor, no dominguero, que escriba con sangre.

En su deseo de formación literaria, ¿qué tanto incidió, o no, el nadaísmo y qué observación hace sobre este?

Tal vez algo de Gonzalo Arango, Amilkar U. y Eduardo Escobar (si es que incidieron). Pero creo que a este mal llamado movimiento (hay tantos nadaísmos como nadaístas) se la ha dado más trascendencia de la que en realidad tuvo, cuando lo que hizo fue descubrir el agua tibia de la contracultura. Víctor Bustamante escribió una tragicómica biografía de Darío Lemus, que como buen nadaísta no tenía nada para decir. En mi concepto, este fue el único y auténtico nadaísta, un ejemplo palpable de que el nadaísmo era más un estilo de vida que una literatura. Lo dijo Gonzalo Arango: el nadaísmo no filó a nadie porque no era una escuela literaria.

¿Podría hablarnos, en el mismo sentido, de su formación psicoanalítica y en qué medida se transparenta o no en sus proyectos y desarrollos literarios? Recuerdo a Pontalis.

Recién salido del bachillerato, me vinculé a un grupo de estudio en Medellín, llamado Proasis, dirigido por un ex cura que insistía mucho en que escribiéramos sobre las experiencias que allí se realizaban. Aparentemente era un grupo de psicoanálisis y mucha gente así lo identificaba, pero no lo era, pues también se trabajaban otros ámbitos como el trabajo social, la teología y la lingüística. Freud era idolatrado, Lacan satanizado. Pero ni Freud ni Lacan son dios o diablo. Era un grupo antilacaniano (que es otra forma de ser lacaniano) y decidí abandonarlo por estar esclerotizado en su dogmatismo. También me sometí a un análisis durante varios años con un psicoanalista. Renuncié a la posibilidad de hacerme analista, como sí lo fueron varios de mis compañeros que se iniciaron en el grupo, por cuanto me volví un escéptico de los alcances de la clínica, de acuerdo a lo que supe en el largo proceso de elaboración y escritura de un libro sobre el psicoanálisis en Colombia.

En cuanto a si esa formación ha incidido en mi producción literaria, diría que muy poco, excepto cuando hago ensayos de investigación sobre literatura y psicoanálisis como los de Hacia una estética psicoanalítica, o como los que trabajé con tres psicoanalistas para el libro sobre Feminidades. Pero la mayoría de mis ensayos no están bajo la lupa del psicoanálisis, sino que me pongo penseroso en un asunto, enfocándolo desde distintos puntos de vista en el campo del saber.

¿De dónde provienen los nombres que da a sus libros, por decir: El templo del jaguar o La estola púrpura? ¿Cómo los encuentra? ¿Qué sentido, qué necesidad, tienen para usted y por qué?

Los títulos los suelo sacar del texto literario mismo, pero no siempre. El templo del jaguar es un nombre que tomé de un templo que existe en la cultura maya-quiché, al que se describe, creo que en el Popol Vuh, como un lugar de sacrificios. El cuento trata de eso, de un sacrificio. En cuanto a La estola púrpura, se sabe que la estola es un ornamento que usan los sacerdotes, y hace parte del nombre de uno de los cuentos que componen la saga. Este título lo elegí por estético y por su valor simbólico para un pueblo religioso como el nuestro.

Para mí el título es muy, muy importante. Es el significante que envuelve o comprende todo el escrito. Es decir, la estructura de ese escrito se refleja en el título completo del texto o de la obra. Es lo primero que le llega al lector. Hay títulos de obras publicadas por otros escritores que me ponen a pensar: ¿quién leerá ese libro con semejante título?

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En cuanto a los temas que trata en sus obras literarias. ¿estos obedecen a una postura existencial, irónica, nihilista o estoica?

De todo un poco. Existencial, por cuanto me planteo el problema del ser hombre derivado de la existencia actuante (primero ser hombre y luego escritor, decía Mejía Vallejo). Irónica, porque intento servirme de la ironía como un medio más de captar la vida. Nihilista, porque creo que en el fondo somos ‘nada’, no hay una realidad sustancial y sólo conocemos fenómenos. Estoica, porque tenemos que ser fuertes ante nuestra sensibilidad y sobreponernos a las desgracias que nos asaltan y a veces nos ponen a pender de un hilo.

Hay en sus relatos una búsqueda muy lúcida y crítica por mostrar una relación entre una literatura rural y la urbana, ¿cómo se da y por qué esa simbiosis o sincretismo, si lo hay?

La infancia la viví en un pueblo, Santa Rosa de Cabal, y en todas las vacaciones me iba a temperar a la finca de unos familiares que vivían en el Valle. La juventud y la adultez en la ciudad de Medellín y en los últimos años en Envigado, que está como en un lugar intermedio entre el pueblo y la ciudad.

La estola púrpura es una saga conformada por relatos que abarcan las vicisitudes de cuatro generaciones de la familia Morales. Sucede en La Felicia, un pueblo ficticio que tiene por fuente de inspiración a Santa Rosa, cuyos personajes reaparecen en distintos relatos, aunque por supuesto cada uno tiene un protagonista bien definido. En el libro hay relatos que se ambientan en el campo. Uno de ellos es Cuando no cantan las guacharacas, donde el general Adán Morales inicia la saga. Para escribirlo tuve que investigar durante meses sobre la Guerra de los Mil Días, especialmente en un libro de Max Grillo. De niño le oía hablar mucho de esta guerra a mi abuelo Porfirio (que provenía del campo como mi madre), quien decía que había participado en ella. Eso no era posible pues cuando la contienda terminó creo que él ni siquiera había nacido.

Debo este libro sobre todo a la tradición oral, a las historias que me contaba don Arturo Sáenz, un anciano y extraordinario narrador de historias como nunca he conocido. Un hijo suyo tampoco lo hacía mal. Prefiero las narraciones de la gente vieja. En un trabajo de campo sobre folclor que hice en Heliconia, acerca de las minas de sal y de carbón, había notado que en la medida en que la edad de los informantes era menor, la tradición oral tendía a desaparecer.

Por otra parte, en mis cuentos y novelas ya aparece una ciudad imaginaria donde predomina la mirada, en especial la mirada inquisidora, que enfoco como un lugar de mucha desgracia y contradice el cuento de que somos el segundo país más alegre del mundo. Si bien tiene como fuente de inspiración a Medellín, también podría ser cualquier ciudad del mundo. Esta ciudad ficticia seguramente se convertirá en un lugar común en mis obras por venir.

Pero, ¿qué significa literatura rural o urbana? Aunque se diga que el panorama latinoamericano estuvo dominado, hace muchos años, por una literatura «del campo», hablo de novelas como Huasipungo, El mundo es ancho y ajeno o Doña Bárbara, y que la literatura urbana –como era el caso de las novelas de Onetti– estaba destinada a sacarlo del anquilosamiento, en una época en la que varios países latinoamericanos se fortalecían sobre una población más que todo urbana, debido al éxodo campesino que aumentaba la mano de obra en las granes ciudades, lo rural o lo urbano es solo uno entre muchos elementos, pues el entorno es accidental en las obras. Por ejemplo, se afirma que Frutos de mi tierra, de Tomás Carrasquilla, tiene como entorno Medellín, pero que las relaciones y conflictos son propios de una aldea.

Opino que no es conveniente caer en el esquematismo de hablar de una literatura rural y una literatura urbana.

Cada poeta y escritor busca un lector, desea tener un lector. ¿Usted escribe para un lector determinado?

Trato de escribir para que un lector me entienda aunque tenga una mínima cultura. Si tengo que renunciar a muchos lectores es pensando en la coherencia estética, en la idea de que no hay que darles todo mascado como si se tratara de unos idiotas, a la manera de un ave alimentando sus polluelos. No escribir tonterías es el mayor respeto que se le debe tener al lector. No es necesario decir lo que suponemos que ya sabe. Pienso que la obligación del escritor con el lector es hacer su obra lo mejor que pueda, es decir, según le permitan sus capacidades.

Uno siempre espera tener muchos lectores y que no le pase lo de Borges: ser mencionado por muchos, pero conocido solo por pequeñas capillas de devotos. El fenómeno literario es esencialmente colectivo, el hecho estético del escritor solo se cumple cuando tiene un lector. Pero al mismo tiempo uno espera que el lector sea tan exigente que pida coherencia estética, la construcción de un mensaje válido para otros. El lector debe ser conmovido, debe ser cambiado, así sea un poco. Un texto, sin importar el género, nunca se termina, no cesa de escribirse sencillamente porque no tiene fin, y el lector al interpretarlo lo sigue escribiendo, elaborando así su propia versión.

Lo difícil, y que a veces puede complicar mucho la tarea, es crear un destinatario ideal. Además de los destinatarios reales, o sea los contemporáneos que van a comprar y a leer el libro, es necesario construir un lector ideal que siempre está virtual en el estilo, que debe ser lo suficiente permisivo como para tolerarle al escritor la emergencia de sus conflictos, de sus formas de identificación. Tampoco se trata de que le permita desembuchar cuanto delirio se le ocurra. Si quiero hacer literatura, una de las condiciones es construir un lector ideal que me permita ser coherente estéticamente, producir un mensaje con rigor y, al mismo tiempo, desplegarme como ser y expresar mis pulsiones.

¿Qué escritor ha sido decisivo en la formación de su escritura, por qué? ¿Qué ha extraído y cómo se ha liberado de él o de ella?

García Márquez siempre ha sido mi escritor favorito. Entre el psicoanálisis y la literatura, me decidí por la segunda. En este oficio difícil como ninguno mi corazón no da tregua, incluso habiendo tomado por maestro a un escritor como él, sobre todo por su estilo clásico, nada intelectualizado, de una gran musicalidad y visión poética de la realidad. Un tanto decepcionado del psicoanálisis, porque no cura, me ocupé a ultranza de la literatura, consciente de que para no sucumbir al suicidio literario hay que cuidarse de los extremismos e hipérboles del realismo mágico, que no ha de entenderse como lluvia de mariposas amarillas, sino como los sucesos absurdos que pasan en el trópico y hacen parte de la realidad.

Hay influencia del realismo mágico garciamarquiano en mi libro de relatos La estola púrpura, es verdad. Pero con mi primera novela, que está inédita, ya me siento liberado. ¿De qué manera? Entendiendo que las influencias son inevitables, que es válido imitar en comienzo a un maestro, pero no quedándose estacionado ahí, con el fin de encontrar un estilo, una voz propia. «Matar» al padre es necesario para madurar.

¿Qué trascendencia y proyección le concede usted a los talleres literarios en la formación de un escritor?

Primero que todo, en un taller no le enseñan a escribir a nadie. Raymond Carver decía que tomar clases de escritura creativa, de cerámica o medicina, no hacen que nadie se convierta en un gran escritor, ceramista o médico. Es más, ni siquiera obtiene el logro de que el tallerista sea bueno en esas actividades. Lo que no quiere decir que los talleres literarios sean dañinos, pues estos alientan la lectura y motivan a conocer nuevos escritores. Uno tiene que aprender por medio de sus propios errores. Todos alguna vez escribimos barrabasadas. El talento es algo natural, ningún taller lo proporciona.

En el Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, en el que participé varios años, a los que escribían chambonadas Mejía Vallejo los mandaba a sembrar papas, yucas o arracachas; pero a quienes les reconocía sus cualidades los animaba a seguir escribiendo y a publicar, incluso les escribía el prólogo de sus libros. Uno tenía que pescar los pequeños detalles en el aire, como sucedía cuando él nos calificaba y comentaba los textos que le pasábamos. Pero sin esos detalles (como evitar la prosa rimada o, en lo posible, el adjetivo que puede matar al sustantivo) también se puede escribir, como lo han hecho tantos que nunca participaron en talleres. Manuel relataba muchas anécdotas que podrían servir de materia prima para la creación literaria; además de responder a preguntas manifestando sus profundos conocimientos sobre literatura universal en torno a los surrealistas, los parnasianos, los románticos, los realistas…

Ahora toman para mí más fuerza que nunca dos principios de Mejía Vallejo en el taller de escritores. Primero: no hay que tomarse muy en serio. Segundo: siempre hay que dudar de lo que uno escribe.

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¿Para qué escribe? ¿Exorcismo, liberación o condenación?

Es difícil saber para qué se escribe. Yo podría decir que escribo para atacar el tedio, para combatir la monotonía, sobre todo para llenar con letras un vacío; pero eso no sería más que una racionalización. La escritura es una producción del inconsciente como los sueños o las pesadillas. Sé que hay una pulsión que me empuja a hacerlo. Es una forma de exorcizar los fantasmas, de liberarlos. Como nos ronda el fantasma de García Márquez por todos lados, a ese también hay que exorcizarlo, de igual modo que Borges y Cortázar son los grandes fantasmas que tiene que matar todo escritor argentino para no cavar su propia tumba, para no ser eclipsado por ellos. A través de la creación se llega a la libertad del espíritu, a liberarse de la dominación ejercida por los prejuicios. Los prejuicios nos mantienen locos a todos. Pero no hay que confundir libertad con facundia, con la habladuría fácil, la verborrea que no dice nada, la inclinación a escribir cualquier cosa.

La ficción es un medio para llenar los vacíos que las personas descubren a su alrededor y tratan de poblar con los fantasmas que ellas mismos producen. Es esencial llegar al fondo de este vacío, de la sensación de que a nadie le importa si uno existe o deja de existir. Entonces el escritor tiene que multiplicarse. ¿De qué manera? Dejando que surjan sus fantasmas o sus agresiones. A raíz de la publicación de un libro, quedamos con la sensación de un vacío existencial, pues los libros publicados son como hijos que se van y nos queda la ilusión de intentar llenar de nuevo ese vacío con la escritura de otro.

Escribir debe ser ante todo un acto de creación y demolición. Por eso se habla del «milagro» de la creación en el narrador nato que es capaz de convertir la piedra más rústica en una joya.

¿Qué papel e importancia le concede al análisis y a la crítica literaria en su formación?

A través del análisis y el pensamiento se llega a decir más y hablar menos. Hay que pensar, deconstruir un tema, incluso analizar, como hizo Freud, aquello que en el hombre no es lo más humano. En el ensayo hay que procesar de manera consciente, no de forma automática, los materiales para pensar. Es escribir para saber y no saber para escribir.

Respecto a la crítica, aunque yo piense que lo que dice el crítico literario no tiene nada que ver con mi obra, hay que aceptar que toda producción artística es básicamente irracional, un producto del inconsciente, y por lo tanto otro puede advertir lo que uno como autor no ve. Asimismo, las falencias en mi escritura. Tengo que admitir que el crítico interpreta lo oculto del autor. La crítica literaria es necesaria pues le sirve de faro al lector en el mar sin fondo de las publicaciones. Pero en nuestro país prácticamente no existe la crítica, quizás porque la confundimos con el ataque personal y entonces el crítico literario se granjea muchos enemigos.

Pero hay algo más. Existen muchas críticas afectivas más que cognitivas. Y un escritor no puede amedrentarse por la tempestad de críticas que su obra pueda suscitar. Hay que tener en cuenta que la crítica mezcla argumentos objetivos e ideológicos, nunca es totalmente objetiva. No existe en Colombia una cultura de la crítica, ni mucho menos de la autocrítica. Muchas cosas cambiarían si nos criticáramos a sí mismos en lugar de vivir criticando a los demás.

Ya se ha dicho que un escritor debe leer para tener unos elementos que le permitan desarrollar su formación. ¿Qué lee? ¿Para qué lee usted?

Uno se forma escribiendo, emborronando miles de páginas. En promedio, escribo un párrafo en toda la mañana y me va bien si logro escribir una página. También uno se hace leyendo a otros escritores, detallando bien cómo escriben, tratando de encontrar las costuras de sus escritos. Como muchas reglas gramaticales se conocen sin que nos demos cuenta, podemos escribir sin conocer apenas las normas. Pero también es verdad que el uso adecuado del lenguaje se aprende, sin uno saberlo, leyendo a los buenos escritores, en especial a los clásicos: Sófocles, Cervantes, Chéjov, Tolstoi, Maupassant, Flaubert, García Márquez, Borges, etcétera. Prefiero leer a los clásicos, por cuanto sus obras son inagotables. Estas enseñan a pensar y a vivir siempre de una forma nueva. Son los grandes maestros de la literatura los que nos ayudan con eficacia en la dura tarea de escribir. Sin embargo, no descuido (como lo hice un tiempo) la lectura de los contemporáneos para saber hacia dónde se dirige la literatura. Asimismo leo sobre temas que quiero tratar en la escritura. Y de vez en cuando leo basura para hacerme una idea de cómo no se debe escribir.

Uno nota se escribe mejor a medida que se va conociendo las reglas de la gramática. Tampoco se trata de volverse academicista, pero si quiero erosionar o transgredir las normas gramaticales, si quiero romperle el espinazo a la sintaxis, primero tengo que conocerlas.

Como narrador, para mí es muy importante leer a los poetas a fin de adquirir presencia de la poesía en mi prosa. La poesía me parece primordial en la formación del estilo. En resumen, en la medida en que uno lee más, menos imita. El escritor se forma también leyendo, aprendiendo de qué manera otros escritores, antes que él, han solucionado los mismos problemas a los que él se enfrenta ahora. Creo en el dicho que dice: «Dime qué lees y te diré qué escribes».

¿Cómo observa o no su obra literaria y ensayística en relación con el panorama colombiano, desde el que conoce y ha leído?

En el mapa de la literatura colombiana soy un perfecto desconocido, pues llegué relativamente tarde. Mi obra literaria todavía está prácticamente inédita. Tampoco me he preocupado lo suficiente por darla a conocer. Mis textos literarios han sido publicados más en revistas del exterior. En cuanto a una parte de mi obra ensayística, los primeros libros fueron de psicoanálisis y solo le interesan a un público que trabaja ese tema o se interesa en él.

La literatura colombiana se me antoja muy variada y difícil de aprehender. Antes solo se conocía en el exterior por la María, La vorágine y las obras de García Márquez, así como de Germán Arciniegas. Ahora la realidad es otra, son muchos los escritores que se conocen en otros países. Aunque todavía no termino de conocer la historia literaria del país, tengo la impresión que los literatos se preocupan más por las formas de la expresión literaria que de su contenido filosófico. Por mi parte, libro una lucha sin cuartel tanto en la forma como en el contenido aunque se diga que son indisolubles, aunque se diga que la forma es el contenido y el contenido es la forma.

No me identifico con aquellos escritores que escriben buscando solo el dinero o la fama y con tal fin acuden a temas como la sicaresca. Los escritores ansiosos por publicar, y que desprecian la perfección en la escritura, no llegan a ningún pereira, como tampoco los que escriben para ganar concursos literarios. Hay críticos o reseñistas que caen en las trampas del mercadeo elogiando lo que no debe ser, sobredimensionando globitos que luego se desinflan por el olvido. Me identifico con los escritores que, además de escribir muy bien, tienen una obra sincera que por su originalidad le abre nuevos ojos al lector y no hacen concesiones estéticas con lo que el público quiere escuchar.

¿Qué fascinación tienen para usted, y cómo intervienen o no en su escritura, otras estéticas? ¿En qué sentido lo hacen?

Otras estéticas que me atraen son el cine, la pintura y la música. Estos son temas sobre todo para mis ensayos. Desde niño he sido un cinéfilo. El cine nos ayuda a recordar y a revivir el asombro. Lo poético de las imágenes y diálogos, si despiertan el temor y la piedad, nos puede ocasionar una catarsis o descarga emocional, nos permite entrar en contacto con los deseos más reprimidos y las pulsiones más prohibidas. La pintura analiza y muestra la realidad, no como una reflexión sobre lo que ven los ojos, sino como una exploración de lo que sabe nuestra memoria. Esa huella que deja el pintor por su experiencia de la realidad nos enfrenta con los contenidos de la propia conciencia. Y la música compensa las frustraciones y decepciones de la realidad. Siempre he pensado que la música nos salva de la locura; pero no solo ella, el arte en general.

¿En qué orden, o caos, le da poder a sus sentidos para percibir la realidad y extraer de ella los elementos que necesita para sus relatos?

Estimo que entre más sentidos entren en la escritura, mayores serán sus alcances. Trato que todas las formas de la percepción expresen con naturalidad el color, el sabor y la música de lo que desean. Uno debe tener en cuenta que el ser humano tiene cinco sentidos.

Sin embargo, para mí hay un sentido que prima sobre todos los demás: la visión. “El órgano con que yo he comprendido el mundo es el ojo”, decía Goethe. Es con los ojos muy abiertos, y el ánimo suspenso, que me convenzo de la realidad de una cosa. Solo cuando mi mirada tropieza con un fenómeno es que me doy cuenta de la realidad. Hay que abrir los ojos y ver el mundo exterior tal como es y no como uno quisiera que fuera. Lo ideal es mirarlo con ojos nuevos y asombrados, como los de un niño que descubre su mundo.

Sin embargo, un libro de Werner Heisenberg, titulado La imagen de la naturaleza en la física actual, nos enseña que la realidad es, tal vez, muy distinta de la que perciben nuestros sentidos. La noción de «cuerpo independiente» fue refutada por la física cuántica, que se ocupa del mundo subatómico, de las partículas elementales. Si entro a un teatro puedo ver cien personas sentadas, las sillas, las cortinas, el telón. Pero si me pongo unas gafas especiales que me permitan ver la realidad subatómica del lugar, solo percibo electrones, protones y neutrones girando o danzando. Esto quiere decir que no existen límites entre los cuerpos y los objetos.

Pero, ¡atención!, no basta con abrir los ojos como si la percepción dependiera solo de un sentido orgánico, como si percibir fuera suficiente para revelar la naturaleza de un fenómeno. Se requiere de un lenguaje para ver desde él. Aquí hablo de los ojos del alma.

¿Cómo y desde dónde involucra en su obra las dimensiones de la naturaleza, las sensaciones del inconsciente y el carácter o inclinación hacia un erotismo velado o no?

En el fondo me siento como un adorador de la belleza: en la naturaleza, en ciertas mujeres, en la arquitectura, en escritos literarios, en obras de arte, especialmente en la pintura: un Rembrandt, un Van Gogh, un Renoir. Admiro esa belleza que brota, espontánea y plena, en poetas y escritores como Flaubert, que siempre la persiguió con ferocidad, por ejemplo en una obra como Madame Bovary. La finalidad del arte es, ante todo, producir lo bello; por eso lo amo.

En cuanto al inconsciente, más que decir que la persona actúa, diría que es actuada por el inconsciente. Como el mundo inconsciente es impronunciable al lenguaje y la comprensión, entonces hay que simbolizarlo. Parto de que Freud se propuso demostrar que el hombre es un ser irracional gobernado por su propio inconsciente. En esta esfera psíquica le otorga un lugar privilegiado a Tánatos, la pulsión de muerte, que se mezcla con el Eros o la pulsión de vida. En este sentido el erotismo aparece velado en mi obra, no me gusta expresarlo abiertamente.

Kafka decía que “Escribir es una actividad funesta, es abandonarse a las fuerzas sombrías, descender hacia las regiones subterráneas”. Con lo de fuerzas sombrías y regiones subterráneas seguramente se refería al inconsciente; aunque para mí el escribir no es una actividad funesta, al contrario, es placentera. En “Borges y yo”, el escritor argentino dijo que él era dos Borges. El otro yo del que habla es el inconsciente y este poema corrobora que uno es vivido por el inconsciente, por ese otro yo bárbaro, salvaje, que está reprimido en lo más recóndito de nuestro ser.

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¿Podría decirnos cómo transcurre una noche en su vida y cómo realiza este trayecto hacia su obra? ¿Cómo la mueve y la llena, la expande o cierra?

Durante muchos años sentía cierta fobia por la noche, puesto que la asociaba con la soledad. En buena medida he superado esa fobia, sin tener que acudir a la bohemia como antes. ¿Cómo? Antes que todo reconciliándome con la soledad como condición para la creación. Además, mirando y respondiendo correos por internet, leyendo literatura y en ocasiones viendo películas de cine arte. Casi nunca veo televisión y aunque me gusta bastante la música no la disfruto en la noche. Además porque comprendí por el budismo zen que la noche es inseparable del día, que hay que superar esa clase de dualismos al estilo del ser y no ser. La realidad es que somos y no somos a la vez. Algunas veces estas actividades nocturnas arrojan luz sobre alguna idea de un texto que tengo en mente o en proceso, entonces la escribo de inmediato.

Para el poeta Gottfried Benn, las palabras son el falo del espíritu. ¿Para usted, qué son las palabras, qué halla o no en ellas, y cómo se comunica entre ellas?

Las historias están hechas de las palabras que las cuentan. Se escribe a la luz de las palabras. Las palabras son las herramientas con que trabaja el escritor, por eso debe conocerlas muy bien, mantener su DRAE a la mano; es algo parecido al caso del pintor, que antes de lanzarse a la gran aventura de la creación debe conocer el dibujo, la perspectiva, el manejo de los colores y otras técnicas.

Para mí no es nada fácil mostrarme inventivo con las palabras. Me agarro a puño con ellas, como decía García Márquez. Trato de evitar los términos descoloridos y estáticos, el demasiado florilegio para expresar algo, la mera palabrería. Para hacerse entender mejor hay que expresarse con mayor claridad y precisión. No uso palabras superfluas y tacho todo lo que no está relacionado con la idea fundamental de una frase o un período.

La literatura se hace con palabras y no con ideas, pero al tiempo sabemos que las palabras están muertas en el diccionario. De manera que hay que sacarlas del mausoleo del diccionario, darles vida y echarlas a andar. Pienso que hay que usar la palabra precisa, pero sin estar cargada en exceso de emociones, sin un lenguaje seudopoético, buscando así comprometer el sentido artístico del lector. Tengo muy en cuenta la ley de economía del lenguaje para decir exactamente, con palabras apropiadas, lo que quiero que digan. En síntesis, me gusta el lenguaje accesible, sencillo, sin presunción, pero que trasmita con gracia verbal mis propias vivencias.

En todo lector, o en la mayoría de los lectores, se va haciendo consciente o inconscientemente una biblioteca. ¿Cómo es su biblioteca, o considera que ya no le es necesaria en su vida?

A diferencia de escritores que evocan que sus padres tenían en la casa una inmensa biblioteca que casi los rodeaba, en mi hogar paterno no había un solo libro, excepto los que pedían en la escuela y fue en ellos donde hice mis primeras lecturas. Por fortuna tuve en el tío Neftalí una figura de identificación. Él era buen lector, un inventor de narraciones orales que parecían ciencia-ficción, como viajes al espacio y al interior del cuerpo humano.

En esta época del internet para mí sigue siendo vital, fundamental, la biblioteca. Es un sistema viviente comparable con un río o un bosque, donde incluso uno puede hablar con autores que ya murieron. Siento mucha lástima de aquellos que, por necesidad o por alguna otra razón, comienzan a vender sus libros, pues casi siempre terminan arrepintiéndose. Para mí los libros son sagrados. No salgo de ellos por muchas necesidades que tenga. Incluso, conservo libros de estudio de la época del bachillerato. Mi biblioteca se compone de unos tres mil volúmenes, soy consciente que todavía no es la ideal. Además, nada ganamos con tener una biblioteca si no la leemos y, sobre todo, si no la asimilamos.

No voy a venir con el cuento, ya muy trillado, de lo que decía Borges de la biblioteca. Pero sí puedo decir que fuera de nuestros cuerpos aprendimos a acumular grandes cantidades de información, inventando una memoria comunal, el almacén de una memoria que no está almacenada en nuestra mente ni en nuestros genes. Hay un dato interesante: en el antiguo Egipto a las bibliotecas se les denominaba “el tesoro de los remedios del alma”, porque en ellas la gente se curaba de la más peligrosa de todas las enfermedades y el origen de todas las demás: la ignorancia. Sin embargo, eso no impidió que incendiaran la biblioteca de Alejandría.

¿Qué papel debe cumplir y en qué ha de comprometerse el escritor en la sociedad? ¿Cuál es o cuáles son sus posturas frente a ella?

Opino que la única ética del escritor es escribir bien. Dudo mucho de la supuesta coherencia entre el escritor y su obra de la que tanto se habla. Lo que tengo que hacer es medir lo que digo, poner las palabras en la balanza, plantear una forma estética insobornable.

Obviamente escribir es comprometerse, pero no en el sentido de una militancia política, sino en el sentido de que no se escribe por escribir. Yo recuso mi inclusión en la izquierda o en la derecha. En el tiempo de la literatura comprometida, en la época de la guerra fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, se llegó a extremos inauditos de que en la evaluación de los escritores predominaba el criterio político (de qué lado estaba el autor), como ahora en las editoriales prevalece el criterio comercial (si el libro vende o no vende) sobre el literario. Esto tiene consecuencias negativas para el destino de la literatura, que ahora espera ser salvada por pequeñas editoriales independientes que no se rigen netamente por el negocio. Desde sus más remotos orígenes, la literatura cumplía una función pública. De ahí que los escritores griegos no eran inferiores en importancia a los guerreros o a los políticos.

En cuanto a la sociedad, yo me asumo como un nudo en el cual se entrelazan procesos sociales de su tiempo y del conjunto de la humanidad hasta el presente. No me ha interesado la vida institucional y muy poco el papel social del escritor. No acostumbro ir a cócteles ni a premiaciones ni a veladas literarias, salvo a la tertulia de los Octámbulos, de la cual fui uno de los fundadores. No he sido jurado de concursos, ni crítico literario y no acostumbro pasar por los periódicos para que divulguen mi nueva obra. Antepongo la responsabilidad de mi vocación a los compromisos sociales con la familia, el trabajo, el partido y la revolución. Mi vocación no la pongo al servicio de ellos, sino que a tales compromisos los pongo al servicio de mi vocación.

Una palabra para terminar. Esa es la duplicidad irremediable del escritor: desde el punto de vista social, con toda razón, es un sujeto anormal. Desde el punto de vista político, es un individuo sospechoso.

Por Óscar Jairo González Hernández

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