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Samuel Beckett, un músico silencioso

La música es uno de los elementos que menos se han estudiado en la vida del escritor irlandés. Este arte atraviesa toda su experiencia vital e influye en gran medida su obra literaria.

Adriana Marín Urrego*
17 de agosto de 2014 - 03:30 p. m.
Samuel Beckett./ EFE
Samuel Beckett./ EFE

No es por su talento para el piano que conocemos a Samuel Beckett. No lo conocemos por su amor a la música clásica, ni por las eternas horas en las que se sentaba a escuchar a sus pianistas favoritos. No lo imaginamos elevado entre el movimiento de los dedos de Yves Nat y de Cortot, corriendo a detener el gramófono cuando por equivocación sonaba Wagner, o despotricando de la música de Mahler. No lo pensamos volviendo siempre a Haydn y a Brahms, los románticos, sus predilectos. No lo consideramos así porque para nosotros Beckett es algo distinto. Beckett es vacío, es angustia. Es personajes sin motivos, para quienes la existencia no tiene ningún sentido. Es frases que corren sin coherencia, versos asonantes sin su rima. Beckett es el no tiempo, el no lugar y la no estructura. No puede ser música. Y lo es. Con cada uno de sus silencios.

Samuel Beckett dijo siempre que no pensaba que su vida y su obra tuvieran relación. James Knowlson, su biógrafo, fue el único capaz de contradecirlo. “Muchas de las imágenes de su infancia aparecen en sus textos”, le dijo un día. “Un hombre y un niño caminando por una montaña, un árbol que cada año se vuelve verde mucho antes que los otros, el sonido de los canteros recogiendo piedras en la colina detrás de una casa …”. Beckett, viendo que ya no tenía por dónde escapar, no tuvo otro remedio que confesarse. “Son obsesivas”, respondió, y acto seguido empezó a contar más anécdotas infantiles que se habían vuelto imágenes de sus novelas, de sus poemas y de sus obras de teatro. La vida se le había estado metiendo dentro de su literatura sin que él pudiera detenerla. Y ahí estaba la música, constante, indivisible a las dos.

Se escuchaba por toda la casa. Vibraban las escaleras, los pasillos y los muebles de la sala mientras veinte dedos se movían delicados y un pie presionaba, de vez en cuando, un pedal. El tío Gerald no lo aprobaba del todo. Cuando tocaban juntos, Sam siempre escogía tocar las notas bajas y esa era la labor más delicada porque exigía, a su vez, encargarse del pedal. Había que saber cuándo presionarlo y cuándo soltarlo para que no resultara todo en un desastre. Sam no entendía su importancia y tocaba de todos modos. Su tío se ofendía, pero lo dejaba ser. Y tocaban por horas, hasta que la sala, los muebles, los pasillos, las escaleras y la casa entera se aprendieron de memoria las piezas para cuatro manos de Haydn y las sinfonías completas de Mozart y de Beethoven. Si su tío le hubiera dicho algo, si se lo hubiera prohibido, tal vez ese Beckett que fue, no lo hubiera sido nunca. El piano lo acompañó siempre. En Cooldrinagh, en su casa natal; en Dublín, cuando estudió lenguas románticas en el Trinity College; en París y en sus épocas bohemias alrededor de Francia; y en Londres, también, durante los años que vivió allí después de la muerte de su padre. Ese fue un evento devastador para él. Los sudores y los ataques de pánico que serían recurrentes durante toda su vida empezaron a aparecer. Y para el dolor estaba el piano. Ayudándolo a vivir en la soledad de los días fríos.

También era una herramienta eficaz para hacer amigos y para que el escritor se transformara en showman en cualquier lugar al que llegara. Fue un arma infalible para conquistar mujeres. Una de esas fue Peggy Guggenheim, una rica heredera a la que Beckett quiso por un rato. Él tocaba el piano y ella cantaba y, si ambos estaban de humor, tocaban una pieza a cuatro manos mientras que Morris, el hermano de Peggy, intentaba acompañarlos con el violín. La otra conquista fue la de Suzanne Déchevaux-Dumesil. Ella estaba estudiando piano cuando Beckett la conoció y él seguía tocando así, esporádicamente, en soledad y en compañía. No sabemos a ciencia cierta si fue la música la que los unió, pero sí sabemos que ambos perdieron la cabeza el uno por el otro. Suzanne fue el gran amor del escritor y su compañera hasta el final de sus días.

Días en los que, como todos los demás, “escuchar música era esencial para él”. Eso contaba Avigdor Arikhna, pintor israelí y uno de sus amigos más cercanos. “Era nuestro ritual: solía venir a las 8 p.m. En los años posteriores llegaba un poco más temprano. A veces tocaba el piano con Alba, jugaba ajedrez con Noga (las hijas de Arikhna) y después de comer escuchábamos música. Schnabel, Solomon y Serkin eran sus pianistas favoritos y a nivel personal estaban Monique Hass y Mihalovici”, relataba Arikhna.

Ese Mihalovici fue Marcel, el compositor rumano y amigo de Beckett que se obsesionó con escribir una ópera sobre un libreto del dramaturgo irlandés. Y tal vez haya sido por la larga amistad entre el compositor y el escritor o por la inmensa admiración que Suzanne sentía por la esposa de Mihalovici —un prodigio para el piano—, que Beckett aceptó que se hiciera una ópera a partir de La última cinta de Krapp. En catorce meses, una obra de diez páginas se había convertido en una pieza musical de 260 páginas, en la que tanto Beckett como Mihalovici habían intervenido. “Porque Beckett es un músico extraordinario —enfatizaba el compositor—, posee una impresionante intuición musical, una intuición que muchas veces usé en mi composición”. Beckett pedía cambios a Mihalovici, cuando un tono no le cuadraba, por ejemplo, y también modificaba el texto para crear nuevas notas o favorecer el ritmo.

Y es que antes de ser ópera, La última cinta de Krapp ya era música. Aunque ni siquiera el mismo Beckett fuera consciente de ello. La idea, primero, fue escribir una obra para radio, creada especialmente para que el actor Patrick Magee la actuara para una frecuencia radial. Luego decidió que no, que sería una obra para un escenario y que contaría la historia de un viejo que escucha cintas grabadas con su voz en años anteriores y que reacciona frente a ellas. Queriéndolo o no, Beckett creó una partitura de movimientos. Eran tan estrictos que no había otra forma de aproximarse a ellos que la misma con la que un músico se enfrenta a una pieza musical; como si cada movimiento, cada pausa y cada silencio representaran una nota dentro de un pentagrama: “…suspira profundamente, mira su reloj, registra sus bolsillos, saca un sobre, lo vuelve a depositar en su sitio, registra de nuevo, saca un pequeño llavero, lo eleva a la altura de sus ojos, elige una llave, se levanta y va hacia la parte delantera de la mesa”.

La música se cuela de a poquitos en toda la obra de Beckett. Muchos de sus personajes cantan, casi siempre la misma canción, que es la única que recuerdan. Krapp canta en La última cinta, Winnie canta en Días felices, Vladimir canta en Esperando a Godot y Watt, el personaje de la novela con ese mismo nombre, canta también una melodía triste. Y, así, entre el darse cuenta de que era inevitable que sus aptitudes musicales entraran en sus escritos y la insistencia de tantos que, como Mihalovici, pensaban que sus textos podían musicalizarse, Beckett decidió escribir dos obras en las que la música se trata como protagonista: Palabras y Música y Cascando.

En Palabras y Música, Palabras y Música son dos sirvientes de un amo que se llama Croak, quien les pide, a cada uno, una contribución en el tema del amor. De este modo los obliga a ser amigos. Palabras, entonces, intenta cantar sus líneas siguiendo las frases musicales que le propone Música. En Cascando sucede algo similar. Los personajes esta vez son Voz y Música y entran en un juego de discutir, de acompañarse y de hacer silencio. Música se hace presente con sus notas y Voz, con Música de fondo, habla, como en un fluir de consciencia, de querer descansar y esperar a que llegue la noche. Música, entonces, se convierte en un personaje con vida propia pero su existencia, como sucede con otros personajes beckettianos, no tiene ningún sentido. Como Winnie, como Vladimir, como Estragón, Música espera y desespera pero sabe, también, que no puede otra cosa distinta a esperar. No tiene tiempo, ni lugar, ni estructura. Como con todo, Beckett la transforma para que toque a su favor.

amarin@cromos.com.co 

@adrianamarinu

* Periodista revista Cromos.

Por Adriana Marín Urrego*

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