El Magazín Cultural
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Seis artistas y una selva

‘Selva cosmopolítica’ reflexiona sobre la actual relación entre civilización y naturaleza, nuestra cultura y la de los indígenas. Miler Lagos y Abel Rodríguez, entre los artistas.

Sara Malagón Llano
01 de octubre de 2014 - 04:16 a. m.
‘Nómadas’, de Miler  Lagos. Ceibas hechas  de papel periódico.  / Fernando Cruz Flórez
‘Nómadas’, de Miler Lagos. Ceibas hechas de papel periódico. / Fernando Cruz Flórez
Foto: salvador lozano

En tiempos de debates internacionales sobre el fenómeno alarmante del cambio climático, de decretos que apuntan a conceder licencias ambientales exprés en Colombia, de la lucha de comunidades indígenas contra la minería en el Amazonas y, a la vez, de la restitución de más de 50.000 hectáreas al resguardo embera katío del Alto Andágueda, en el Chocó, en pocas palabras, en tiempos de “ambientalismo esquizofrénico”, en términos de César Rodríguez Garavito, llega la exposición Selva cosmopolítica, que estará desde hoy y hasta diciembre en el Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia.

El proyecto surgió del trabajo de una suiza, la artista Ursula Biemann. Comisionada por la Universidad de Michigan, Selva jurídica era la única obra que venía en proceso de producción. Tras trabajar en lugares como la Franja de Gaza y África, expondrá en la Nacional, junto al brasileño Pablo Tavares, un proyecto de videoarte e instalación documental que muestra algunos debates jurídicos entre comunidades indígenas amazónicas y empresas petroleras. Su obra se mueve entre el documento y el arte contemporáneo.

A partir de allí, María Belén Sáez de Ibarra, directora de divulgación cultural de la universidad y curadora de la exposición, le dio rienda suelta al proyecto y conformó un grupo con cinco artistas más, cuyas obras reflexionan sobre la relación conflictiva entre capitalismo y naturaleza: dos indígenas amazónicos (Abel Rodríguez y Fabián Moreno), una indígena del Caribe (Delcy Morelos) y tres artistas consolidados (Ursula Biemann, Miguel Ángel Rojas y Miler Lagos).

Abel Rodríguez, un anciano de Araracuara, ganó hace un par de semanas el Príncipe Claus, uno de los premios para el arte y la cultura más importantes a nivel mundial y el cual se les otorga a individuos y organizaciones que han marcado una huella importante dentro del ámbito cultural, en relación con el desarrollo de sus pueblos. Es botánico, aprendió a dibujar a los setenta años y su obra es una especie de archivo enciclopédico del saber que tiene de lo natural: conocimiento transmitido a través de tintas de colores y papel. A Abel Rodríguez le ha tocado vivir los procesos de transformación de su propia raza y de su tierra. Tuvo que soportar los cultivos de coca en el Caquetá, los laboratorios, las armas, el conflicto, el desplazamiento (del que él mismo fue víctima directa), la minería ilegal. “Sin embargo, su posición es siempre tan positiva, por la vida... Esa es, finalmente, una de las cosas más bellas que tiene esa cultura: el saber que tienen de lo viviente, la idea de que la vida siempre busca su curso”, dice la curadora.

Por otro lado está Morelos, que expondrá No es un río, es la madre, una instalación de gran formato (30 metros de largo) hecha con tierra, fibras naturales y tabaco. La imagen sugerida es ambigua, se mueve entre la fuerza de lo vivo y una posible sequía.

Fabián Moreno también es indígena amazónico y botánico. Trabaja con la fundación Tropenbos en la conservación y transmisión del conocimiento indígena y expondrá un mural de gran formato que retrata el funcionamiento de un “cananguchal” amazónico, el origen del universo y humedal fundamental del ecosistema de este mundo de agua. La pintura muestra también el mito de la boa —animal sagrado, símbolo de agua y sanación en la cosmogonía amazónica—, cuya forma y sinuoso movimiento se hacen visibles también en las raíces de una de las ceibas de Miler Lagos. Y es que hay que anotar que el Museo de Arte de la Universidad Nacional no es sólo una sala de exposiciones, es también un taller de creación colectiva. Las obras cambian por la influencia de los otros artistas y de todos aquellos que participan en el montaje: desde quienes se ofrecieron voluntariamente para montarlas, hasta los chamanes que fueron a la sala a impartir sus conocimientos, y así enriquecer el trabajo de los expositores. Sus cantos de recitación chamánica, grabados en el Amazonas, acompañarán a los espectadores mientras se sumergen en el mundo de una selva hecha arte.

La exposición es excepcional, incluso para la Universidad Nacional, que se esmera cada vez que abre una muestra al público. Ya son seis meses de trabajo en sala, más de setecientas personas involucradas en el montaje y cuarenta toneladas de papel periódico reciclado para darles vida a los árboles de Miler Lagos.

Lagos, egresado de la Universidad Nacional y el más joven de la muestra, expondrá Nómadas, unas ceibas enormes hechas de papel periódico que hablan del retorno de la vida. “La vida es algo muy extraño y su transformación es algo que nosotros no entendemos. La vida es aquella fuerza que persevera en sí misma: la obra de Lagos se volvió papel, dejó de ser árbol y ahora vuelve a ser árbol transformado, ceiba. Es una forma distinta de existencia, y también es una manera de apilar información, es un archivo. Sin embargo, la obra está muy viva, no son piezas muertas, se siente la energía bramar, se sienten rabiosas, y creo que allí se ve muy bien cómo el intercambio cultural enriqueció la obra”, dice Sáez de Ibarra.

La pieza de Miguel Ángel Rojas —una de las figuras más sólidas del arte contemporáneo colombiano, que ha pensado lo indígena desde hace más de cuarenta años— es muy política. El Nuevo Dorado es una instalación de gran formato que expone la tensión entre la belleza de un grupo de victoria regias (la planta acuática más grande del mundo, que crece sólo en la Amazonia) y el abandono decadente de un gigantesco contenedor de minería, que oculta dentro la gran macrocuenca amazónica, tallada en forma de entidad mítica animal y forrada en hojilla de oro de 24 quilates. Allí la vida también sigue su curso: el río se escapa a través del contenedor que se ahoga en el agua, desbordándolo por arriba y por abajo.

“En el montaje hemos aprendido a entender poco a poco cómo los indígenas conciben el ciclo de lo viviente, en el que nosotros no somos el centro —dice Sáez de Ibarra—. Los artistas nos invitan, entonces, a tener un poquito de respeto por lo vivo. Y todo eso es producto del intercambio cultural y de que la sala de exposiciones sea también un taller de creación conjunta. Tiene que haber instituciones que apoyen al artista en esta escala. Es fundamental”.

 

 

saramalagonllano@gmail.com

@saramala17

Por Sara Malagón Llano

 

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