El Magazín Cultural

Sísifo criollo (Opinión)

Desde esa tarde viene circulando en redes sociales el video de un niño gritando agónico junto al cadáver de su madre recién asesinada.

Miguel Hernández Franco
07 de julio de 2019 - 11:03 p. m.
Archivo
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Se trata del más reciente asesinato de la masacre sistemática que, desde que se firmara el Acuerdo de Paz, ha cobrado la vida de 591 líderes sociales, excombatientes y reclamantes de tierra, que son, más o menos, las tres categorías de gente a la que vienen matando, y que en ocasiones coinciden las tres o sólo dos, y en ocasiones no, y que por eso es bueno tener separadas las categorías con rigor y precisión, porque... no sé. La verdad es que nunca he entendido qué sentido tiene esta obsesión nuestra con la exactitud, como si el rigor académico pudiese detener la matanza. En fin. 

Vi el video, y me estremecí, y se me rompió un poco el alma, pero la verdad es que nada de esto importa. Ese niño no es el primer niño que grita ante el cadáver de su madre. Esa madre no es la primera que muere, o que amenazan, o que violan, o lo que sea. A esa gente (a los líderes sociales, excombatientes y/o reclamantes de tierra) no es la primera vez que la matan (exterminan, para ser exactos); y esto que vemos, en realidad, no debería ser nuevo ni sorpresa para nadie, porque esto es lo que pasa siempre, desde siempre y, al paso que vamos, para siempre. Nada hay que descubrir en ese video. Todo en él es cotidiano. Éste es un país en guerra. ¿Qué diablos esperaban ver?

Y sin embargo, ahí está el país conmovido, desgarrado y/o impresionado por el niño que grita agónico junto al cadáver de su madre. Y decimos que no podemos permitirlo; que hay que salir a marchar; que tenemos que exigir acciones del gobierno; que no se puede permitir que la violencia deje más huérfanos, y las bobadas de siempre. Luego (y esta es la peor parte) nos las creemos, y confiamos en que éste será el video que hará recapacitar a la sociedad; creemos que ese grito será el que nos hará escuchar (por fin) el grito antiguo de los campos. Y, por supuesto, saldrán álvaro, ernesto, martha lucía e iván (en orden jerárquico) a pronunciarse magnánimos sobre los hechos, y dirán que de inmediato el gobierno convocará a una comisión de expertos, a un consejo de sabios o a una mesa técnica que continuará evaluando los hechos y buscará solucionarlos. Y, como siempre, la mayoría de los indignados se dará por bien servida, y la indignación pasará, amainará unos días la masacre, y luego todo retomará su curso, hasta que otro video nos haga sentir el deber fugaz de hacer algo.

Y así desde siempre. Ese video no muestra nada que nadie sepa ya. Todos, absolutamente todos, sabemos que están matando (exterminando) a los que ya mataron hace treinta años, por las mismas razones por las que los mataron hace treinta años. Y también sabemos quiénes los están matando, porque son los mismos que los mataron hace treinta años. Y sabemos, también, que no hay nada que podamos hacer para que no los maten, que los van a volver a matar, y que en treinta años, cuando sea el turno de la generación siguiente, probablemente los vuelvan a matar. Y quien no lo sepa es simplemente porque se niega a saberlo, porque no hay que ser un académico estudioso del conflicto para ver lo que ocurre, para atar los cabos. Quien no lo sepa es por indolencia, egoísmo o complicidad (o las tres, o sólo dos, habría que precisar).

Y para colmo, la ironía fina y cruel de que la madre asesinada se llame como la criminal prófuga. Víctima y victimario (de situaciones distintas, valga aclarar) se llaman igual: nombre y apellido. Una especie de castigo poético que hace que cuando tratemos de elevar una palabra por María del Pilar Hurtado sea inevitable pensar en la criminal, la que vive (en todo el sentido de la palabra) por fuera del país, sin pagar por sus crímenes, con unas comodidades que María del Pilar Hurtado (la que ya no vive) nunca tuvo. Parece una burla enorme, un recordatorio de nuestra impotencia y de nuestras culpas. Es como si se llamaran igual para recordarnos hasta qué punto estamos hundidos (y anestesiados) en esta vorágine de miseria.

Por Miguel Hernández Franco

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