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Sobre “Pequeña historia de mi país”

Pequeña historia de mi país es un mapa humano que recorre esas intrincadas geografías del espíritu de los hombres y de las mujeres, es una etnografía del alma que detalla con sutileza y hermosura las escarpadas montañas de los desolados, los inhóspitos desiertos de los desterrados, los mares secos de quienes tanto han llorado. Y su autor, el poeta Omar Ortiz, en cada uno de los poemas ha cincelado con una pluma la vastedad y la dureza de nuestra historia de la violencia y con ella ha hecho música del llanto y sendero del despojo.

Daniel Ángel
21 de abril de 2021 - 04:38 p. m.
Los paisajes del poemario “Pequeña historia de mi país” están mutilados, porque a pesar de la belleza del lenguaje con el que Omar Ortiz nos sumerge en las atmósferas de sus poemas, a los territorios les faltan los hombres y las mujeres que sucumbieron a la violencia.
Los paisajes del poemario “Pequeña historia de mi país” están mutilados, porque a pesar de la belleza del lenguaje con el que Omar Ortiz nos sumerge en las atmósferas de sus poemas, a los territorios les faltan los hombres y las mujeres que sucumbieron a la violencia.
Foto: Archivo Particular

¿Quién ha dicho

que una gota de lluvia

no es el cielo?

Omar Ortiz

*

¿Con cuántas palabras podríamos acercarnos al origen de lo que somos? ¿En cuántas páginas cabe la historia de un país, la del nuestro? ¿De qué forma acomodarlas sobre la página para que den cuenta del abandono, de la miseria, de la ignominia a la que hemos sido condenados? ¿Cómo formar con la caída de los versos los ríos de sangre sobre los que navega nuestra historia? ¿Cómo sembrar las palabras para que crezcan hasta alcanzar el grito de las madres que buscan desconsoladas a sus hijos? ¿Cómo la poesía es también un abismo sin fondo y horada una capa tras otra en busca de la palabra adecuada o de los cuerpos de los desaparecidos, o por lo menos de sus osamentas?

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Posiblemente la ficción lo logre, en tanto exhuma lo imposible hasta hacerlo parecer verdadero. Quizás el lenguaje poético no sea sino una impostura, una pátina con la que queremos soliviantar todo el dolor y el terror de vivir en Colombia, dotando a las cosas de tranquilidad y belleza, de ritmo y parsimonia, como si contempláramos en un cuadro el vuelo de un ave inexistente. Sin embargo, la palabra, aquel animal indómito que rehúye al bosque nocturno dejándonos solo su sensación de hastío, su presencia demarcada en un sendero de ojos que brillan y se bifurcan hasta el fondo de la madrugada, es la única herramienta, el único camino que nos acerca al dolor del otro, a conocer, así sea solo la superficie de ese barrizal en el que naufragan tantos colombianos.

No sé hasta dónde cure o mengüe la tristeza. No sé hasta qué punto la poesía pueda decir el sufrimiento, como si al nombrarlo o escribirlo este pueda ser borrado. Hasta dónde es un simple artilugio para restar pesadez a las horas, a la muerte que castañea sus dientes, a la violencia y a la pobreza que lanza zancadas pretendiendo alcanzarnos. Quizás nos haga livianos, seres alados que emprenden vuelo en soledad, intentando escapar de nosotros mismos, de la muerte de nuestros hermanos. O quizás nos haga pesados, Atlas cargando a nuestras espaldas los padecimientos del mundo entero. Pero de lo que sí estoy seguro es que el libro Pequeña historia de mi país es un mapa humano que recorre esas intrincadas geografías del espíritu de los hombres y de las mujeres, es una etnografía del alma que detalla con sutileza y hermosura las escarpadas montañas de los desolados, los inhóspitos desiertos de los desterrados, los mares secos de quienes tanto han llorado. Y su autor, el poeta Omar Ortiz, en cada uno de los poemas ha cincelado con una pluma la vastedad y la dureza de nuestra historia de la violencia y con ella ha hecho música del llanto y sendero del despojo.

Ahora bien, Pequeña historia de mi país trashuma con paciencia por los campos donde han muerto tantos colombianos y ha recogido sus despojos: su voz, el olor herrumbroso de su sangre que demarca en el aire la bala enemiga, el rastro del mar de los exiliados y en el aire el reflejo del machete que laceró la carne. Con la maestría del poeta consumado, de aquel que ha dirigido sus horas a tender con sus palabras un puente que nos una con la miseria del otro, Omar le canta a la muerte pasada, la que ha dejado un rastro pestilente que se diluye cuando merodea la palabra poética, porque a la vez sus versos celebran la vida, nos arroban en la sencillez del amor, de la hermandad, de la esperanza. De este modo, el poeta se convierte en el espectador del naufragio que puja y grita desde el puerto para que los náufragos sobrevivan.

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Por otro lado, los paisajes del poemario están mutilados, porque a pesar de la belleza del lenguaje con el que Omar nos sumerge en las atmósferas de sus poemas, a los territorios, a los ríos, a las montañas, a los resguardos indígenas, a todos los espacios les faltan los hombres y las mujeres que sucumbieron a la violencia, que fueron asesinados por las fuerzas del Estado o que fueron enterrados en los sepulcros de la indiferencia, y ¿qué es el territorio sin sus hombres y mujeres?, ¿qué somos los seres humanos sin nuestra tierra? Silencio, el silencio que el poeta irrumpe para hacer nacer de él el canto.

Otro de los temas fundamentales que se abre paso en los versos del libro, como si se tratara de una yunta de bueyes demarcando una troncha, es el retorno a lo ancestral como epicentro de las cosmogonías olvidadas, de aquellos pueblos que nos anteceden, pero que con el tiempo solo han recibido de nosotros paladas de tierra para terminar de apagar sus voces. El reencuentro con la naturaleza, con las manos que aran la tierra, con el diletante ayer abigarrado de melancolía, pero también repleto de luz y conocimiento.

Y aunque ya sabemos en qué país vivimos, aunque estemos hartos de las noticias de los crímenes cometidos por un bando y otro, agobiados por la información que confirma la persecución a los excombatientes, del asesinato sistemático a los líderes sociales, de la corrupción que campea señorial por la Casa de Nariño, las gobernaciones y demás instituciones estatales, hemos naturalizado a tal punto nuestros problemas, hemos adherido a lo que somos la catástrofe del otro, que todo nos parece posible. Estamos en la época en que la ficción debe tener cuidado con la realidad porque puede resultar inverosímil. Sin embargo, la poesía de Omar es una disección hermosa a la realidad y nos presenta, como si se tratara de una serie de cuadros, los hechos que se nos clavan en los ojos hasta sentirlos adentro, hasta que pierden ese atavío de sucesos normales.

En definitiva, hay maestría en la composición de Pequeña historia de mi país, belleza, nos llena de desencanto, pero también de esperanza, de experiencia narrable, poética que se debe encarnar en las generaciones futuras para que se acerquen al sufrimiento de los suyos, de aquellos con las que se erigió también su sangre y su porvenir. Entonces, tras leer el libro otra vez y otra vez descubro que somos un solo dolor, un solo corazón adentrándose en los precipicios de la memoria.

*

Borbones en el Cauca

No somos nada. Ni despojos somos.

Roban nuestras pertenencias.

Hacen trizas las cosechas.

Queman los ranchos que quemaron los taitas.

Abusan de nuestras mujeres,

Y nos dicen que en las ciudades hablan con rencor

de nuestros mayores,

que recuperaron los surcos de maíz

y el canto del agua sagrada,

antes de que regresaran ellos,

los señores de antes,

de ochocientos años hace,

que, como reyes,

se decían dueños de esta sagrada tierra,

amos nuestros,

padrecitos nuestros, se nombraban,

llegan a cobrar venganza.

Omar Ortiz

Por Daniel Ángel

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María(12563)22 de abril de 2021 - 01:02 p. m.
Gracias. Muy enriquecedor y motivador texto para adquirir, leer y estudiar el libro. Felicitaciones para el autor y para el reseñista y ensayista. / Sobre el libro, el autor y sus presentaciones se sugiere acceder y navegar: http://ntcpoesia.blogspot.com/2021_02_21_archive.html
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