El Magazín Cultural

Tatiana Duplat: "Soy de la tierra, tengo un vínculo con la montaña"

Nuestra invitada de hoy en Historias de Vida, creada y ejecutada por Isabel López Giraldo, es Tatiana Duplat, una historiadora que se ha ido transformando a lo largo de la vida porque además, es música, gestora social, académica, empresaria, esposa y madre.

Isabel López Giraldo
05 de mayo de 2019 - 10:28 p. m.
Tatiana Duplat, quien considera que las bibliotecas "representan el mundo de la razón y son la luz frente a la oscuridad de los radicales, que van actuando sin pensar y van hablando sin sentir". / Carmen Teresa Saldarriaga García
Tatiana Duplat, quien considera que las bibliotecas "representan el mundo de la razón y son la luz frente a la oscuridad de los radicales, que van actuando sin pensar y van hablando sin sentir". / Carmen Teresa Saldarriaga García

Me gusta tanto la gente que nunca pude sentirme bien en el archivo, cuna del historiador y lugar donde ejerce su disciplina, y salí siempre a buscar a las personas. Lo mío es la historia oral del siglo XX enfocada en la cultura, la radio, la televisión y el trabajo comunitario. Pero también lo es la música, un legado maravilloso de mi familia paterna.

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Nací en 1971 en Bogotá en el barrio La Esmeralda, curiosamente donde están ubicadas las instituciones en las que hemos trabajado mis papás y yo. Mi mamá, Esperanza Ayala Torres, perteneció a la generación fundadora del ICBF gracias a su diploma de la Universidad Nacional como primera nutricionista en el país, cuando hizo parte de un programa del gobierno del Presidente Lleras vinculado al fortalecimiento del Instituto Nacional de Nutrición y la formulación de una política pública de nutrición. Estuvo encargada también de un programa de televisión en Inravisión,  en el que hablaba de temas de su especialidad. Como el canal quedaba tan cerca de la casa, por lo general ella me llevaba allí, al mismo edificio donde muchos años después trabajaría yo como directora de Señal Memoria.

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Mi mamá es hija de un hacendado boyacense, productor de tabaco y notario en Soatá, Norte de Boyacá. Mi abuela, Teresa Torres, pertenecía a una familia muy ilustrada, siempre interesada en la formación. En esa familia había poetas y pensadores y, aunque mi abuela no fue a la escuela, fue educada por buenos maestros que iban a la casa. Le gustaba mucho la geografía y la historia, y cuando le dije que quería ser historiadora, se sintió muy orgullosa de mi y de ella. Mi mamá es la menor de siete hermanos, uno murió bebé y otro fue víctima del coletazo de la violencia que se vivió entre liberales y conservadores en los años cincuenta. Pese al origen conservador de su padre, fue educada de manera muy liberal para convertirse en la primera mujer de su familia en asistir a la universidad.

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El primo de mi abuela materna, Calixto Torres Umaña (papá de Camilo Torres), fue un médico especializado en puericultura (ciencia que cuida la nutrición y la salud de los niños y de sus madres), es probable que eso inspirara a mi mamá a estudiar nutrición. Cuando mi mamá dijo que quería ir a estudiar filosofía a Tunja, pues consideraba que el país necesitaba un cambio, seguramente influenciada por los suyos: humanistas y escritores, el Gobernador de Boyacá, que era amigo de la familia, le dijo manera enfática: “Si usted quiere realmente participar en la revolución de este país, estudie nutrición y dietética”.

Para ese momento estaban implementando, con el Presidente Lleras, un plan dirigido a diseñar la política pública de salud y bienestar, financiado por la Alianza para el Progreso como una manera de responder a las tensiones sociales y evitar la confrontación. Convocaron a una beca en todo el territorio nacional y quienes se graduaran con honores quedarían vinculadas al proceso. Ya se cuentan más de cincuenta años y hace poco rindieron un homenaje a aquella primera promoción de la que hizo parte mi mamá.

Ella recorrió el país rural con un metro en una mano y una balanza en la otra, tallando y pesando niños. Fue así como recogieron manualmente la información, vereda a vereda, departamento por departamento, obedeciendo a toda una metodología. Tan pronto se graduó, el doctor Rueda la llevó a Bienestar Familiar. Mientras estudiaba y rotaba por los hospitales de Bogotá conoció a mi papá que estudiaba medicina. Cuentan que fue amor a primera vista. Trabajaron siempre en el mismo hospital y en el mismo consultorio, y compartieron por cincuenta años hasta la muerte de él.

Alfredo Duplat Villamizar, mi papá, nació en Cúcuta. Sus ancestros tienen origen francés y cuentan que a principios del siglo XX, estuvieron vinculados a la construcción del Canal de Panamá, aunque la fiebre amarilla acabó con ese proyecto. Mi abuelo, que era de Maracaibo, se estableció en Cúcuta y se vinculó al proyecto de su familia que operaba el servicio de energía eléctrica. La Luz Duplat fue la primera empresa que prestó el servicio de energía en esa ciudad a principios del siglo XX bajo la modalidad de concesión. Mi papá creció en la finca Los Colorados donde estaba la generadora de energía, lo que hizo que aprendiera en detalle sobre mecánica y física, y este gusto lo hizo decidir ser ortopedista (rama de la medicina estrechamente relacionada con la mecánica). Fue pionero de la ortopedia en Colombia, hizo parte de la primera generación de ortopedistas con título y vivió el cambio que formalizó la profesión y en el que las ciencias de la salud se volvían más complejas, más especializadas.

Mi abuelo murió cuando mi papá tenía trece años por lo que le tocó a mi abuela criar sola a cinco muchachos. Contaba mi papá que durante un tiempo se dedicó a vender música clásica por catálogo. Al ser descendiente de alemanes se le facilitó vender los discos de la Deutsche Grammophon, la casa disquera que ofrecía por catálogo música clásica, modalidad utilizada también por el Círculo de Lectores. Los discos llegaban a la casa de mi papá y él contaba que los oían antes de venderlos con el argumento de verificarlos y así evitar entregarlos en mal estado. Como claramente Cúcuta no iba a ser el mercado para la música clásica, mi abuela vino a vivir a Bogotá y se vinculó como asistente a la Corte Suprema de Justicia. Contaba mi papá que parte de su tarea consistía en levantar actas a mano, con una caligrafía preciosa, y luego archivaba y custodiaba estos documentos. Mi papá, por su parte, consiguió una beca en el Colegio Mayor de San Bartolomé donde tuvo acceso a grandes maestros y aseguró su entrada a la Universidad Nacional.

Crecí como testigo del amor incondicional de mis padres pero también de los bemoles de compartir tantos años y tanto tiempo al día con la misma persona. Tengo un hermano tres años mayor, Leonardo, es cirujano de columna y es mi versión en rubio, dicen que somos el positivo y el negativo de la misma foto. Cuando cumplí dos años nombraron a mi papá profesor de la Universidad del Cauca y fue en Popayán donde nació mi hermano menor, Alfredo, aunque yo le sigo diciendo Dito, cinco años menor. Tenemos muchas afinidades con Dito, nos parecemos físicamente, pero además estudiamos en la misma universidad, él literatura y yo historia, y profesionalmente nos hemos desempeñado en campos cercanos; así que además de mi hermano, es mi colega. Estando en Popayán se encontraron con las complejidades y tensiones de un territorio siempre conflictivo, la situación se vislumbraba muy compleja y mis papás no querían que creciéramos en ese ambiente tan convulsionado, así que en el año 1976 salimos del país.

Como teníamos familia en Venezuela mis papás decidieron ese destino. Llegamos a Caracas, ciudad donde mi papá validó su carrera de medicina y la especialización en ortopedia. Adaptarse a ese país tropical y caribeño no fue fácil, especialmente para mi mamá que es muy rola, del altilpano. Cuando ya nos estábamos acomodando en Caracas, mi papá tuvo que hacer su rural en un pueblo escondido y lejano de los Llanos, Calabozo, en el Estado Guárico, donde Bolívar arrancó la campaña libertadora. Era un lugar polvoriento, alejado del mundo y sin acueducto, lo que nos obligaba a extraer el agua de un pozo. Como tampoco contaba con un sistema de telecomunicaciones, mi papá se fue al pueblo a ponerle un telegrama a mi abuelo que decía:

— Motivos ejercicio profesión envíanos a Calabozo un año.

Y mi abuelo le respondió:

— Contraten abogado yo pago.

Vivimos en la Quinta Félix y Pancho, que tenía una arquitectura básica pero muy bonita y un lote gigantesco y enmontado, lo que para mis papás era una desgracia y para nosotros una maravilla pues vivíamos en una aventura permanente. Íbamos a explorar pese al susto que le daba a mi mamá el riesgo que corríamos de caer al pozo. Nos sorprendíamos y encantábamos con sus animales y recuerdo que la primera vez que vimos iguanas le pregunté a mi hermano Leo:

— ¿Qué es eso?

— Un ser prehistórico (me contestó).

Había lagartijas y toda clase de fauna silvestre, ratones y cucarachas, que uno de niño suma a la aventura.

Recuerdo ver a mi mamá roja y agitada por el calor preguntándose qué estábamos haciendo ahí, pero seguía adelante. Ella se dedicó a transformar la casa en un sitio precioso, cultivó rosas en el lote que era gigantesco e impactó a todo el que iba a visitarla. Era como un oasis en medio de esa realidad tan dura y árida. Mi mamá actualmente cultiva rosas, les habla, las cuida, las consciente.

Era el año 77, uno divertidísimo, lleno de aventura y exploración, en el que los hermanos compartimos no solo una habitación inmensa al lado del estudio, sino también un curso de bomberos al que nos inscribió mi mamá en un plan de promoción para niños. Como bomberitos hicimos mucho ejercicio y aprendimos a apagar el fuego, y realmente fue muy útil pues nos sirvió en una ocasión en la que casi se incendia la casa con las llamas que llegaban del monte. Un vecino italiano nos ayudó haciendo una zanja alrededor pues ya era imposible detenerlo.

El hospital era muy moderno gracias a la bonanza petrolera del país y a una donación internacional que recibió, pues con los recursos se hizo una réplica de un modelo europeo (al grado de tener hasta máquina para palear nieve). Mi mamá dirigió el servicio de nutrición y mi papá el de ortopedia. Terminado el rural mi papá consiguió trabajo en una multinacional francesa al oriente de Venezuela, en Puerto Ordaz, en la región de Ciudad Guayana justo antes de la desembocadura del Orinoco en el Atlántico y donde queda El Salto Ángel (la catarata más alta del mundo con una caída de un kilómetro). En avioneta se llega al Parque Natural Canaima desde Puerto Ordaz y de allí al Salto. Vivimos en una ciudad rodeada de raudales y cataratas, era una ciudad bellísima, el arquitecto urbanista Le Corbusier participó en su planeación y diseño. Con el tiempo, mis papás montaron allí un centro médico en el que participaron colegas inmigrantes de diferentes partes del mundo. Además teníamos amigos argentinos, uruguayos, peruanos, libaneses, portugueses, holandeses y alemanes con los que tejimos fuertes lazos de amistad. En esa ciudad pasamos los años más increíbles que un niño pueda tener y viajamos una vez cada año a Colombia a visitar a los abuelos. El mundo entero estaba en Puerto Ordaz al alcance de la mano.

Estudié en un colegio internacional donde me encontré con cincuenta y dos nacionalidades distintas. No era un colegio bilingüe sino Inglés, pues muchos empresarios de multinacionales iban a Puerto Ordaz de paso, y el colegio estaba pensado para recibir a esta población internacional. Resulta que yo hablo tanto que con las amigas latinas solo lo hacíamos en español y no aprendíamos inglés, entonces me cambiaron de puesto en el salón y me sentaron al lado de un hindú, un libanés y un japonés, en primera fila. A los seis meses todos habían aprendido a hablar español y ninguno de nosotros hablaba inglés.

Allí, en Puerto Ordaz, conocimos a un maestro de música que se llamaba Antoine Dudamel, era francés y tenía el mismo apellido que el famoso director de orquesta, pero también al maestro Abreu que estaba creando el Sistema Nacional de Orquestas. Conformaron conjuntos corales y de flauta dulce de los que hicimos parte con Dito, mi hermano. Mi formación musical había comenzado muy temprano en el Conservatorio de la Universidad del Cauca en Popayán y luego mi papás siempre contrataron maestros particulares de piano, sin importar donde viviéramos.

Poco después me pasaron a un colegio femenino de religiosas, porque no aprendía ni dejaba aprender. Pero también para que ganara independencia pues en el Colegio Internacional mi hermano mayor me resolvía siempre todos los problemas. Él siempre ha sido increíblemente simpático y de personalidad magnética, lo que me dejaba a mí como su hermanita chiquita sin identidad propia y muy dependiente. Y resulta que yo me escapaba sola de mi nuevo colegio a hacer excursiones por los barrios. Tenía doce años y me gustaba sentarme a hablar con la gente. Hice amigos en las tiendas, en los talleres, en los almacenes, así que no fue extraño terminar ese año con doce materias perdidas.

Viviendo en Puerto Ordaz mi papá decidió incursionar en el mundo de la navegación cuando nunca antes había tenido ningún contacto con el agua. Compró una lancha con dos motores fuera de borda que nos permitieron navegar, por años, por el gran río Caroní. Los domingos nos despertaban a las cinco de la mañana, nos embetunaban de protector solar y cremas y salíamos. En la lancha teníamos para remar y para esquiar, y con los dos motores podíamos meternos por los brazos chiquitos o anchos del río. Volvíamos tarde, tipo seis o siete de la noche, hechos un desastre y con mucho sueño. Mi papá cargaba una neverita con bebidas y de resto comíamos lo que encontráramos. Nos acompañaban otros amigos colombianos y algunos alemanes y holandeses.

En la primera salida sufrimos un accidente. La lancha se volteó cuando llegábamos a un remolino, nos pasó precisamente por inexpertos. Y es que navegar implica conocer el río específico pues, según la orografía del terreno, el río se comporta de una determinada manera y no es como el mar que se comporta parecido en cualquier parte. Fue absolutamente dramático. Iban con nosotros Raúl y Luz María, una pareja joven de colombianos, ella embarazada. El río los arrastró y no volvimos a saber de ellos en horas, mientras que nosotros quedamos en el mismo punto atrapados por el remolino.

Un alemán se dio cuenta de que estábamos en problemas. Llegó a rescatarnos y a mi hermano Leo, el mayor, a mi mamá y a mí, nos subieron a la lancha sin problema. Pero a Dito, como era tan livianito y chiquito, la corriente se lo llevaba y mi papá nadaba detrás de él, así una y otra vez, hasta que finalmente logró subirlo a la lancha de rescate.

Con esta exigencia mi papá tragó mucha agua y se puso muy mal, y como además era grande y muy pesado, no era una opción subirlo porque nos podíamos volcar. Mi hermano mayor, como pudo, se amarró una cuerda y se lanzó a traerlo pues el río se lo estaba llevando. Lo sostuvo tanto como le fue posible hasta que llegó la lancha de la Defensa Civil. Lo llevaron a la clínica, en compañía de mi mamá, donde llegó sin signos vitales, pero por fortuna lo reanimaron. Nosotros esperamos durante horas por noticias, junto a Raúl y Luz María, hasta que al día siguiente nos confirmaron que estaba vivo. Casi no lo creíamos.

Luego nos reímos mucho. Mi papá nos contaba de su angustia cuando el hombre que lo llevaba en la camioneta intentaba reanimarlo porque él, sin poder decir palabra, pensaba:

— ¡Este hombre me va a matar, me va a romper las costillas!

Esta experiencia me marcó profundamente. Ese día supe que la muerte está ahí y que en cualquier momento nos sorprende. Pero también quedé con la sensación de que mi hermano Leo, que tenía once años en ese momento, resolvería cualquier cosa grave que me ocurriera en la vida y desde ese mismo instante decidí declararlo héroe absoluto para el resto de los días. Yo sé que a él le parece un poco exagerado ese lugar que le asigné desde tan temprano, pero realmente hoy creo lo mismo.

La situación económica en Venezuela comenzó a cambiar. En el año 84 sufrió una muy fuerte devaluación en la que hubo gente que se acostó rica y amaneció pobre. De repente el consultorio de mis papás se empezó a quedar vacío, la gente iba a reclamar su historia clínica solamente. Cerraron las industrias y la gente se fue, como lo hicimos nosotros. Llegamos a Bogotá y nos instalamos en La Floresta, pero encontramos un país convulsionado, acababan de matar a Rodrigo Lara Bonilla. La política, la guerrilla y la violencia, eran los temas de cada día.

Como mi papá era un hombre de ideas socialistas, no nos había bautizado. Esto fue algo que aceptó mi mamá pese a ser conservadora y creyente, y a haber sido educada por las monjas de La Presentación. Mi papá decía que la religión era una decisión de los mayores y mi mamá que quería que sus hijos estudiaran en colegio religioso. Así fue como entré a La Enseñanza, el primer colegio femenino que hubo en Colombia. Tenía trece años y me faltaban dos para graduarme. Llegué con las doce materias perdidas de Venezuela, así que mi mamá solicitó que me devolvieran dos años para quedar en un grupo con niñas de mi misma edad y poder nivelarme académicamente. Fue así como conocí a mis amigas de la vida. Hemos sido compañeras y amigas por más de treinta años y aún me divierto como si fuera una niña cada vez que nos encontramos, y realmente, nos reunimos a cada rato.

La Madre Nora Tascón, rectora del colegio, puso como condición para recibirme mi preparación para el bautizo que comenzaría en el mes de la Virgen. Era mayo de 1985. El sacerdote, Marino Troncoso, un jesuita maravilloso, celebró la misa de la que participé desde el coro. Una vez finalizada nos reunimos y me preguntó:

— ¿Qué es lo que estamos haciendo aquí?

— Padre, es que usted me tiene que convencer para bautizarme.

— ¿Por qué no estás bautizada?

Le expuse la situación y me dijo:

— Yo creo que tu papá tiene razón, esa es una decisión que se debe tomar siendo adulto, pero como no vamos a convencer a la monjita, entonces aprovechemos este espacio para reflexionar sobre el ser, sobre lo que somos.

Tuve clases privadas de filosofía con él por cuatro años. Este privilegio determinó lo que soy y lo que he hecho de mi vida. Comencé a leer en forma, lo primero fue El Lobo Estepario de Herman Hesse y a todos los existencialistas; en segundo año leí sobre teología de la liberación y, en tercero ya estaba leyendo las Venas Abiertas de América Latina.

El padre Marino había participado en la fundación del Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana, además era un gran cinéfilo que hacía cine foros a los que asistí cuando estaba en el colegio. Nos volvimos grandes amigos y lo seguí a la universidad. Cuando me preguntó qué quería hacer con mi vida, le dije que me gustaban la historia y las humanidades y que me gustaría escribir, porque en algún momento quise estudiar literatura, aunque nunca abandoné la música.

Durante el colegio, si bien fui una estudiante promedio, jamás dejé de ir al conservatorio. Estudié el violonchelo desde el año 85 hasta el 92 e hice parte de la Orquesta Sinfónica de la Universidad Nacional. Es que fui música toda la vida y estaba preparada para serlo, además, era el plan de vida que me tenía mi papá.

Me gradué en el año 88 y no me bauticé. Pero inmediatamente entré en una disyuntiva porque a mí las humanidades me han encantado siempre pero también tenía claro que ya había adelantado mi carrera musical. Me inscribí en la carrera de Historia y el día que lo estaba haciendo me dijeron que había sido seleccionada como alumna por el gran maestro de violonchelo, Svetoslav Manolov, ícono que formó a varias generaciones de chelistas, profesor de la Universidad Nacional, de la Javeriana y Primer Chelo de la Orquesta Sinfónica de Colombia. Dejé en pausa la historia y me dediqué por entero al conservatorio desde el 89 hasta el 92.

El maestro Manolov fue otro sabio y fue una fortuna haberme cruzado en el camino con él. Yo seguía dudando sobre qué quería hacer con mi vida y le manifesté mis inquietudes. Nunca pensé en ser concertista, era claro que había comenzado el estudio del chelo tarde y que esto requiere una personalidad que yo no tengo. No soy individualista, me gustan más los grupos, nunca me visualicé dando conciertos, no tuve esa ilusión de interpretar sola frente a un gran público y en un muy reputado teatro. Mi duda tenía que ver con volverme músico de orquesta, pues nunca me acomodé del todo al trabajo allí. Ser chelista de una orquesta sinfónica impone unas rutinas que me parecieron muy rígidas para mi, y yo no soy alguien que las soporte.

Para darte un ejemplo de cómo es la vida de un estudiante de conservatorio, hay un tiempo para ir a las clases teóricas, las tardes se dedican a la música grupal y luego cada quien debe estudiar su instrumento de manera individual. En la orquesta no podía decidir qué tocar, cómo tocar, ni cuándo tocar. Además noté otra dificultad, soy de las personas que requieren estudiar con calma las partituras. No soy hábil leyendo a primera vista y los buenos músicos de orquesta deben contar con esa habilidad muy desarrollada. Tampoco tenía el nivel, ni la convicción, para salir del país a estudiar música, pues es un mundo muy competido y competitivo y sabía que me iba a aburrir.

Mi maestro me dijo que estuviera tranquila, que si algo tenía en la vida eran opciones y que cualquier decisión que tomara sería perfecta para mi. Yo entendí que quería hacer música, que eso era una necesidad vital, pero también supe que no quería ser músico, no quería que fuera mi profesión y mi trabajo. Yo creo que eso fue definitivo para que siga disfrutando al máximo de hacer música. A mi papá le dio muy duro cuando decidí renunciar a este proyecto de vida porque su sueño se diluyó. Mi mamá, en cambió, se mantuvo siempre firme a su principio de dejar que cada quién fuera lo que quisiera ser.

En el año 90 conocí como estudiante de la Universidad Nacional a Oscar, quien es mi esposo y padre de mis dos hijas. Llevamos juntos casi tres décadas. Él era estudiante de Ingeniería Eléctrica, comenzó su carrera a los quince años de edad y nunca más dejó la Universidad. Fue su estudiante y ha sido su profesor todos estos años, allá hizo el pregrado, la maestría y el doctorado en comisión de estudios. También ha sido vice decano y ha ocupado varios cargos directivos. Desde el instante en que nos conocimos nos hicimos novios y no fue fácil decirle a mis papás, a mis diecinueve años, que me iba a casar. Pero decidimos, Oscar y yo, aplazar el matrimonio un par de años mientras lográbamos una mínima independencia económica.

Así comencé a trabajar como profesora de música en el preescolar de mi colegio cuando estudiaba en las tardes en la Javeriana. Trabajaba sin parar en “chisgas”, como decían mis compañeros. Tocaba donde fuera, montamos la BBC: Bodas, Bautizos y Comuniones y me dediqué a cantar y a tocar el violonchelo en cuanto evento había, pero también otros instrumentos.

Yo me había inscrito en Derecho nocturno en la Universidad Militar durante el último año en que estudié música y en el momento en que se adelantaba la reforma a la Constitución. Fui voluntaria en la época de la Asamblea Nacional Constituyente repartiendo volantes de la Séptima Papeleta, en la carrera séptima. Después de recibir clases en La Nacional, de la que salía muy hippie, corría a mi casa a ponerme el pantalón de paño que la Militar exigía. Me fue tan bien que me ofrecieron una beca y todo. Estando allí conocí al profesor Bustillos, muy amigo de Juan Gosaín con quien tenía un programa en RCN Radio en las mañanas. Él se volvió todo un personaje y fue mi profesor en Historia del Derecho Constitucional. Ahí supe que yo era historiadora.

Mi intuición era cierta así que en el año 92 comencé a estudiar Historia en La Javeriana. No deja de ser curioso que haya estudiado derecho el año en que se reformó la Constitución y que empezara a estudiar historia al cumplirse los 500 años de la llegada de los europeos. Entré a la Javeriana que tiene una gran vocación de servicio, es muy social y trabaja con las comunidades. Y el padre Marino había hecho lo suyo llevándome por los caminos de la educación popular y la teología de la liberación así que mi carrera tuvo ese norte y ese faro. Al estudiar Historia, entendí qué somos y comprendí mucho de la realidad colombiana.

Recuerdo que alguna vez el alcalde dijo que, como se estaban presentando atentados, debíamos poner cintas en las ventanas para evitar la caída de vidrios. Y lo hicimos, y yo entendí lo trágico que era vivir acorralados por la violencia. Cuando menos pensé, mi mamá había decidido que no se podía vivir con miedo y nos puso a todos a arrancar las cintas de los ventanales. Fue liberador. Unos años después enfrentaría una situación que me hizo sobreviviente de los atentados de Pablo Escobar.

Cuando Oscar y yo estábamos preparando nuestra boda, visité el Centro 93 para cotizar dólares en las casas de cambio. Como el precio que me dieron no coincidía con el de referencia que llevaba, salí a buscar un teléfono para llamarlo y verificar. Cuando caminaba, sentí un empujón muy fuerte por mi espalda que me mandó al piso. Pensé que me habían robado pero al levantarme, me encontré una nube de polvo y gente gritando y llorando. Pasó un buen rato hasta entender que se trataba de una bomba. Me quedó un pito en el oído y es extraño porque no recuerdo el sonido sino el golpe. Y en vez de haber salido corriendo hacia otro lado, me devolví al sitio sin tener en cuenta que Oscar y mi familia podían pensar lo peor. Estos hechos ocurrieron el 15 de abril de 1993.

Ese mismo año decidí participar en una convocatoria de la universidad para participar en un proyecto de la Presidencia de la República y Colciencias. Aquí debo contarte que, así como fui muy mala estudiante en el colegio fui muy buena en la universidad, nunca pagué un peso por mi educación universitaria porque siempre me gané alguna beca y además mis papás me daban a mi lo que correspondía a la matrícula. Ser buena estudiante me animó a presentarme pese a que no tenía ninguna experiencia en investigación.

En la entrevista que me hizo el padre jesuita Carlos Eduardo Vasco, me explicó que se trataba de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo encargada por el Gobierno Gaviria a un equipo de once comisionados de altísimo nivel. Conformarían un grupo de investigadores y otro de asistentes. Me recibió los papeles y quedó de llamarme. Pasaron los días y no ocurría nada hasta que me informaron que había sido seleccionada. Debía presentarme en una sede de Colciencias en la Universidad Nacional el día siguiente a las cuatro de la tarde. Llegué feliz con toda la disposición y consciente de que no tenía ninguna experiencia en materia de investigación. Esperé al coordinador en el salón que me indicaron y, cuando menos pensé, entró por la puerta, cargando una bandeja de arepas y tintos, Gabriel García Márquez. Qué sorpresa, sería nuestro comisionado coordinador.

Gabo nos contó que su tarea era hacer un ensayo sobre la visión artística en Colombia. Se trató de ese ensayo y de la proclama para lograr un país al alcance de los niños, en el que la educación fue presentada por él como la oportunidad última sobre la tierra para las generaciones descendientes de Aureliano Buendía. Si bien su papel era simbólico, el discurso se volvió emblemático y su reflexión respondía al interrogante del porqué los grandes artistas no habían sido educados en una escuela formal. Se preguntaba el por qué cada uno había desarrollado su disciplina como había podido, en cambio, los que sí la tenían no se destacaban mayormente. Gabo entrevistó a grandes artistas y maestros de música y diferentes disciplinas artísticas en busca de respuestas.

La conclusión fue que la escuela normativiza y vuelve estándar una vocación que requiere espacio de mayor libertad. Gabo nos contó que desde niño jugaba a contar historias y escribía palitos antes que letras y de esta manera convirtió su juego en oficio. Terminada la primera reunión, me llevó hasta la casa de mis papás en Metrópolis. Como él había escrito muchas de sus obras escuchando las Suites para Violonchelo Solo de Bach, durante todo el trayecto conversamos de música y, muy en particular, de ese instrumento. La misión se entregó el 20 de julio para despedir al Gobierno Gaviria. Pero luego vino toda una polémica porque no se divulgó, ni se continuó, ni se implementó.

Después de vivir esta experiencia se me abrieron todas las puertas, fue como una lámpara mágica. Inmediatamente terminé mi carrera fui contratada por el Instituto Colombiano de Cultura en el año 95. Jeanine El’Gazi, quien dirigía la Unidad de Radio, me seleccionó como asistente de investigación y producción radial para unas series de historia regional y de historia de la cultura en el siglo XX. Como mi papá había instalado en la casa un estudio de grabación, yo entendía muy bien de qué se trataba la producción radial, en general lo músicos entienden bien esos aspectos técnicos. Así acompañé al antropólogo Pablo Mora a hacer muchas entrevistas. Yo manejaba la grabadora, llevaba un script de lo que registrábamos y luego ayudaba con la transcripción de los testimonios. El mundo de la radio resultó todo un descubrimiento para mí. Me convertí en la mano derecha de Jeanine y la acompañé a cumplir una misión que le daría un giro completo a mi vida.

El Estado iba a otorgar, por primera vez, licencias de funcionamiento a la radio comunitaria, lo que implicaba que se abrieran seiscientas emisoras por todo el territorio colombiano. Estas emisoras estaban concebidas como instrumento de participación ciudadana. Este es un tema ligado a la Constitución que en el artículo 20 dice que todos los ciudadanos tienen derecho a recibir información y a fundar medios para acabar con los monopolios. Así fue como se crearon medios que se pusieron en manos de las comunidades y a Colcultura, luego Ministerio de Cultura, le correspondió hacer los procesos de formación para que la gente fuera consciente del poder, de la importancia, de la incidencia y de la responsabilidad inmensa que eso significaba para las regiones y para el país entero.

Nos dedicamos a recorrer todo el país haciendo talleres semilla, así les llamó Jeanine porque sembrábamos semillas de democracia en los territorios, y hacíamos mesas regionales de comunicación, trayendo a los líderes interesados o a los que ya tenían algo adelantado, y ayudándolos a organizarse y a estructurarse.

Para mí no fue difícil hacer estos viajes dada mi experiencia de vida. El primero fue a Inírida que resultó muy emocionante, es el lugar donde nace el río Orinoco el que conozco en su nacimiento y en su desembocadura, allí quedan las formaciones rocosas más antiguas de la tierra con dos mil millones de años. Acompañamos el montaje de la emisora del colegio donde nos encontramos a un líder como Guillermo Pérez, todo un maestro, trabajando para salvar niños del narcotráfico, de la prostitución y de la guerrilla, y con su única arma que era la filosofía, la literatura y la radio. Teníamos una metodología que implicaba relacionar la vida de la comunidad con la razón de ser de la emisora y que respondiera a problemas concretos de la comunidad, pues el riesgo era que la usaran como “caja de música” y no que confrontaran opciones de vida, visiones sobre la realidad local; que fuera un sitio de debate o que quedara en manos de un gamonal, esa era la disyuntiva muchas veces. Orientábamos a la gente para que conformaran juntas plurales de programación y sometieran a discusión: qué, cómo y cuando emitir las programaciones.

Para esta época mi hermano Leo sufrió un accidente terrible en el que perdió una pierna. Él siempre quiso ser ortopedista, como mi papá, para eso había estudiado medicina y se encontraba cursando la especialidad y rotando en el Hospital Simón Bolívar. Un lunes 7 de agosto del año 95 llovía durísimo, eran las siete de la noche y la calle estaba vacía, como también lo estaba el hospital. Él se encontraba de turno en calidad de médico residente de ortopedia pero repentinamente salió del hospital sin avisarle a nadie. Fue donde su novia que vivía muy cerca, manejó muy rápido y al regreso perdió el control del carro al caer en un hueco. Giró como un trompo y empezó a chocar contra todo. Derribó una caseta de dulces y un poste que cayó sobre la carrera séptima, la fuerza del giro lo sacó del carro por el vidrio del frente, su cuerpo rompió el panorámico, pero su pierna quedó atrapada entre los pedales del carro.

No sabemos cuánto tiempo pasó hasta que un señor se decidió a ayudarlo, lo destrabó del carro y quería llevarlo en su camioneta a la Fundación Santa Fe pero mi hermano insistía en que lo llevara al Hospital Simón Bolívar, y el hombre no entendía por qué tanta insistencia si era más fácil ir a la Fundación. Finalmente lo llevó al hospital, llegó a urgencias mal, golpeado, sangrando, hecho un desastre. Inmediatamente pidieron que llamaran al residente de ortopedia, cuando se dieron cuenta que el residente era el mismo paciente que había ingresado accidentado, aun con su piyama de médico. Qué desconcierto para todos.

Entre los meses de agosto, a diciembre, le hicieron quince cirugías en la Clínica Reina Sofía. Mi papá era compañero de los ortopedistas de la Universidad del Bosque, así que eran sus amigos y colegas intentando salvarle la pierna y, más de una vez, la vida misma. Alguna vez le dije que por lo menos no se había matado y él me respondió que, a veces, era mejor morirse.

El psiquiatra que nos brindó acompañamiento para superar todo este episodio, había perdido su pierna en Armero, y nos dijo que de situaciones como esta surgen tres tipos de personalidades. Está el que se vuelve tirano y le cobra al mundo entero lo que le pasó, el que se vuelve héroe como los que escalan montañas, ganan maratones y hacen esfuerzos sobre humanos que compensen (lo que la gente admira pero no es tan bueno para la tranquilidad del paciente) y, muy pocos que siguen siendo los mismos, como fue el caso de mi hermano.

A Leo lo habían sancionado en la universidad por abandonar el turno en el hospital, pero él apeló ante un comité y dijo que había aprendido la lección, que había pagado la falta con su propia pierna, que no lo volvería hacer nunca en su vida y que les pedía que lo reintegraran en el programa. Hoy es un gran cirujano de columna y se casó con su novia Veruschka, una mujer bellísima, en todo sentido, que yo he querido desde ese momento de manera incondicional y para siempre. Recibí una lección de esta experiencia y es que los problemas se afrontan y que el camino siempre, invariablemente, continúa.

Mi vida sigue acompañando a Colcultura a convertirse en el Ministerio de Cultura, pero también, con el Premio Nacional a mejores trabajos de grado. Hice la tesis sobre la Historia de la Salsa y, sin que yo lo supiera, la Javeriana presentó mi tesis al concurso Otto de Greiff y gané.

El premio consistía en una beca de posgrado al exterior. Me presenté a un doctorado y pasé y Oscar ganó una beca y, cómo no, si él fue el mejor bachiller de Colombia de su promoción, condecoración Andrés Bello y de los mejores estudiantes de la Universidad Nacional. Así pues que juntos decidimos estudiar en la Universidad de Granada, en España, porque cuenta con un departamento de matemáticas muy famoso en el mundo, lo que favorecía a Oscar, y porque el idioma no sería inconveniente para mí. Allí existe también un programa referido a temas de paz, el Instituto de la Paz y los Conflictos, y como yo ya había recorrido el país trabajando con víctimas, viajé con la convicción de buscar herramientas para entender cómo construir paz en mi país y cómo hacer visibles a los personajes de la paz, por encima de la violencia.

Vivimos desde 1997 al 2000 en una ciudad de ensueño. Fue maravilloso aunque tuvimos un percance financiero porque, estando allá, se dio una crisis económica en el gobierno Samper que hizo que me quitaran la beca y aunque a cambio me ofrecieron participar en el programa: Joven Investigador en el país, que era tentador, ya estábamos instalados en España y no la pude formalizar. Además también tuvimos problemas con la beca de Oscar, un buen día dejó de recibir el giro y a cambio le enviaron una carta explicándole que Colciencias tenía dificultades con el flujo de caja, pero que luego llegaría el dinero atrasado en un solo pago.

La universidad nos ayudó permitiéndonos estar en la residencia, nos otorgó los vales de los almuerzos de la cafetería, yo trabajé en una orquesta como chelista y Oscar integró un grupo de investigación, todo esto para poder compensar la falta de las becas. Fuimos muy organizados, nos transportábamos en bicicleta y la familia desde Colombia nos ayudó como pudo. Yo como buena hija de nutricionista hice mercados que organizábamos y congelábamos, hacíamos porciones, garantizando así nuestra alimentación, más allá de la crisis. Pero un día entró Calita, nuestra gata recién adoptada, abrió la nevera y se comió toda la carne que habíamos reservado para subsistir el resto del mes. Oscar dijo:

— ¡Nos va a tocar comernos a la gata!

Meses después Colciencias, como había prometido, envió el cheque de los nueve meses de atraso que cubría los costos del arrendamiento en la residencia universitaria. Entusiasmados fuimos a pagar pero ocurrió que el administrador no lo pudo recibir por razones contables. El protocolo administrativo no permitía que pagáramos meses anteriores. Así que el administrador nos condonó la deuda y nos dijo: más bien vayan a disfrutar con esa plata, que llevan muchos meses pasándola muy mal. Conocimos Europa y nos cambiamos de casa, nos fuimos al histórico barrio Albaicín, y allí, junto a nuestros amigos y vecinos, pasamos unos de los años más felices de nuestras vidas. Oscar presentó su tesis y yo esperé a volver a Colombia para hacer el estudio, pues no había lugar distinto en el que pudiera adelantarlo.

Al regresar volví a trabajar al Ministerio de Cultura en un cargo de mayor responsabilidad. Jeanine continuaba allí, había consolidado los lazos con el movimiento de comunicación ciudadana y comunitaria, había fortalecido los proyectos para que desde este movimiento se apoyaran la democracia, la convivencia y la paz. Los medios ciudadanos se estaban reconfigurando en un movimiento cultural que cada vez más exigía a los alzados en armas que dejaran tranquilo al país.

Mi tesis de doctorado la hice en un tema de conflicto que no tenía relación directa con mi trabajo. Viajé al Alto Ariari en el Meta, en el piedemonte de la cordillera oriental, pero como en este momento estaba embarazada de Laura, evité ir al corazón del conflicto, entonces busqué maneras para hacer las entrevistas y la investigación y encontré y aprendí formas de reconocer la paz en medio de la guerra. Muchas personas me ayudaron, empezando por Jeanine que siempre apoyó este empeño y el profesor Fabricio Cabrera, su esposo, que accedió a orientarme durante todo el proceso. Amparo Díaz que dirigía la oficina de comunicaciones del PNUD me ayudó muchísimo también.

A la tesis le fue muy bien academicamente, me gradué con un Sobresaliente CumLaude. Cuando quise publicar un artículo de difusión, mataron a uno de los protagonistas de la historia, como parte de la dinámica misma de la confrontación armada, lo que me dejó paralizada. No iba a poner en riesgo a mi familia ni a ninguno de los personajes de la investigación, así que decidí guardarla en mi biblioteca y olvidarla.

Me aburrí de ser funcionaria pública, así que me retiré del Ministerio de Cultura para crear Caracola Consultores, una firma especializada en comunicaciones y derechos humanos. Esto coincide con el embarazo de mi hija menor que acaba de cumplir trece años.

Invité a mi jefe Jeanine a hacer parte, como socia, y ella con su buen nombre, su prestigio y respaldo garantizó el éxito de mi proyecto y se convirtió en mi compañera de vida. Nosotras decimos que la empresa es como un hotel boutique: muy lujosa, pequeña, especializada y atendida directamente por sus propietarias. Para manejarla hice varios cursos de emprendimiento y de repente esta historiadora, comunicadora e investigadora de la paz, se volvió gerente.

Empezamos a trabajar con las víctimas del conflicto cuando venía preparándose el terreno para un acuerdo de paz. Esto es algo que se gestaba desde hacía varias décadas, desde muchas organizaciones en todas las regiones del país. No es el invento de una persona, de un partido o de un gobierno. En ese proceso nosotros también veníamos aportando, primero desde el Ministerio de Cultura con el Alto Comisionado para la Paz, cuando diseñamos el Plan de Cultura y Convivencia que trabajaba en la desmovilización de los paramilitares.

Los primeros contratos importantes de Caracola los firmamos con la oficina de la Alta Consejería para la Reintegración, después con la Misión Americana de los Estados Unidos, con ellos hicimos cursos dirigidos a los directores de emisoras del ejército, de la policía y de la armada.

Las emisoras del ejército están en zonas de combate donde no hay otro tipo de medio de comunicación y, la coronel Sandra, su directora, tenía muy claro que su función era persuadir a los guerrilleros para que se desmovilizaran. Yo recuerdo que en el 2008 se desmovilizaban 20 de ellos cada mes.

Por quince años, junto a Jeanine, hemos tenido la oportunidad de trabajar con víctimas, con desmovilizados de las FARC, de las AUC y con militares, lo que da una perspectiva muy amplia de la paz, del país y de lo que es importante en la vida.

En el 2015 Paula Arenas me propuso ser la directora de Señal Memoria de RTVC. Un proyecto bellísimo que busca rescatar y digitalizar y poner a disposición del público las cintas y soportes donde quedaron grabaciones de la historia de la radio y la TV desde mediados del siglo XX. Cuando Paula me contó de qué se trataba yo inmediatamente pensé como historiadora, esto es un archivo, pensé, y no es cualquier archivo, es un archivo patrimonial. En ese cargo orienté la creación del archivo histórico de la radio y de la televisión pública, una gran plataforma donde la gente puede acceder a las imágenes y los sonidos de la historia de la radio y la TV pública colombiana. Fue una experiencia increíble, allí, junto a Alexandra Falla de la Fundación Patrimonio Fílmico, nos dimos a la tarea de volver populares los archivos. Nos divertimos mucho y además nos hicimos grandes amigas.

En mayo del año pasado me presenté junto a Fundalectura a la convocatoria para gerenciar y operar la Red de Bibliotecas Públicas de Bogotá, BibloRed, programa de la secretaría distrital de cultura, recreación y deporte que garantiza el acceso público y gratuito a la lectura, al conocimiento, a la imaginación.

En estos últimos meses me he concentrado por entero en las bibliotecas que representan el mundo de la razón, son la luz frente a la oscuridad de los radicales que van actuando sin pensar y van hablando sin sentir. Son 114 puntos de lectura por toda la ciudad, hay bibliotecas en 91 parques, en 10 estaciones de Transmilenio, en barrios y zonas rurales como Sumapaz y Ciudad Bolívar.

Decidí convertir mi ejercicio del Blog en algo más serio porque me quiero volver escritora. La tesis la volví libro cuando Gloria Gallego, profesora de la Universidad Eafit, haciendo su propia investigación, se encontró con la mía y como no estaba publicada, me contactó y animó a hacerlo. Presentó el proyecto a la editorial Siglo del Hombre, fue aceptado y ya está publicado, después de dos años de trabajo ininterrumpido. Selma Marken fue la editora, una maestra en todo sentido. Mi hermano Alfredo, Dito, que es doctor en literatura y profesor de la Universidad Estatal de Minnesota, participó muy de cerca en este proyecto y eso también fue muy especial para mí. Durante semanas me ayudó con la lectura y corrección del primer borrador del texto, y pasamos noches enteras discutiendo por celular la estructura gramatical de una frase. Toda una experiencia, muy formativa para mí.

Vamos a lanzarlo en unos días en la Feria del Libro en Abril del 2019 y es de lo más emocionante que me ha ocurrido en la vida. Cuando recibí las fotos del libro exhibido en las librerías, lloré de la emoción, yo realmente nunca había planeado algo así, fue como un regalo de la vida.

Quiero hacer crónica que es el género más cercano al oficio del historiador, y además he venido haciendo ejercicios preparatorios en mi Blog. Cuando uno no sabe escribir, la forma más fácil de hacerlo es en primera persona pues se conoce al personaje. Este es casi un pretexto para presentar la realidad de un tercero. En ese trasegar por los caminos de las letras, he empezado a presentarme a distintas convocatorias de talleres para aprender ese oficio y justo ahora asisto al Taller Distrital de Crónica con Sergio Ocampo Madrid, un gran maestro.

Laura, mi hija mayor, fue criada prácticamente por Oscar durante su primer año de vida, mientras yo investigaba y escribía mi tesis de doctorado, incluso él le daba la leche que yo dejaba en la nevera y fue a él a quien le dijo mamá cuando aprendió a hablar, porque a mí me decía Tata. Cuando vivimos cerca de la Quinta Camacho, Oscar se la llevaba a hacer el mercado y la gente se detenía a contemplar ese hermoso cuadro. Asumió las tareas de la crianza pero al salir a la calle no era nada fácil para él, cuando salía con ella se encontraba con el problema de no tener cómo cambiarla en los baños, por ejemplo, por fortuna esas cosas ya son un poco distintas.

Lucía, mi hija menor, cumplió trece años y a ella le tocó la época de Caracola. La niña y la firma nacieron al tiempo, así que ella creció teniéndome cerca siempre, pues en esa etapa trabajé siempre desde la casa. Cuando era pequeñita le preguntaron por mi trabajo y dijo: ella habla por teléfono todo el día. Luego cuando trabajé en el canal de TV dijo: su trabajo consiste en ver televisión todo el día, prácticamente.

Creo que la enseñanza más grande que he dejado en mis hijas tiene que ver con la libertad. Sin decirlo, sin hacer mayores discursos, ellas dos han crecido viendo como yo realizo mis sueños junto a Oscar, mi compañero de vida. Creo que allí hay, implícita una lección de amor y de vida, para toda la vida.

Cuénteme cuál ha sido una de las mayores dificultades que haya tenido que afrontar.

Un evento trágico está relacionado con mi papá. Después de haber sido un hombre tan inteligente, reconocido y respetado, murió con un Alzhéimer terrible. Fue muy doloroso para todos, solo reconocía a mi mamá. Murió sin memoria y para una historiadora es algo muy trágico que esto pase.

¿De qué se siente plena y satisfecha?

De mi capacidad para reinventarme.

¿Qué color es?

Azul.

¿Qué animal?

La tortuga porque siempre voy lento, soy tranquila, no me enojo. Son seres viejos que no cazan peleas innecesarias.

¿A qué lugar pertenece?

Dependiendo del momento de mi vida.

¿Qué elemento de la naturaleza eres?

Soy de la tierra, tengo un vínculo con la montaña.

¿A qué época pertenece?

A esta pero tengo una afinidad increíble con personas mayores, en mis excursiones de niña me hacía amiga de los viejos, la música que se estudia por etapas invita a una valoración del pasado. Todo en mi formación invita, de alguna manera, a conocer y valorar a quienes nos antecedieron.

¿Qué es el tiempo en su vida?

Algo que produce angustia porque pasa más rápido de lo que yo naturalmente quisiera.

¿Cuál es su sentido real de la existencia?

Hacer cosas para los otros.

 

Por Isabel López Giraldo

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