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Tras el rastro de Gabo en Roma

Todo esto empezó el domingo pasado, muy temprano, cuando el señor Molotov descendió del avión y agitó su sombrero alegremente al pasar frente a la tribuna de los periodistas.

Mary Villalobos * / Especial para El Espectador
20 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
García Márquez en Roma,  a comienzos de los años 90, donde había ido a estudiar cine en los 50.   / AFP
García Márquez en Roma, a comienzos de los años 90, donde había ido a estudiar cine en los 50. / AFP
Foto: leemage - MARCELLO MENCARINI

 Fue el primer relámpago en esta tempestad de sonrisas que se ha desatado en Ginebra. Pocas horas después llegó el señor Edén sonriendo a la inglesa: muy discretamente, por debajo de su pequeño bigote color de plomo. Al descender del avión, también el señor Eisenhower sonreía. Su sonrisa —todo el mundo lo sabe— parece más la de un beisbolista saludando a la multitud después de un cuadrangular de fondo, que la de un presidente”.

Así empieza la primera crónica enviada por García Márquez desde el Viejo Mundo, publicada en El Espectador, con el título “Los cuatro alegres compadres”, el 20 de julio de 1955. El joven reportero había sido enviado a Ginebra a cubrir la conferencia de los “Cuatro Grandes”, un evento crucial en la política mundial. Los presidentes de la ex Unión Soviética, el Reino Unido, los Estados Unidos y Francia, países protagonistas de la Guerra Fría, se habían dado cita en la capital Suiza. De la coexistencia pacífica entre ellos dependería la paz mundial en los años venideros. “La hierba de Ginebra es igual a la que se ve desde la ventana de Aracataca”. “La gente se viste igual que en Barranquilla”, escribió después en los dos cables y seis reportajes enviados sobre la reunión —cubierta en pleno verano— con la participación de más de 500 periodistas de todo el mundo.


Tuvo varias limitaciones en la cobertura de su primer evento internacional. No conocía el idioma, enviaba sus artículos por vía aérea, lo que significaba que serían publicados cuando la noticia era historia patria. Como él, ninguno de los corresponsales tuvo acceso a los “argumentos explosivos”, al tejemaneje político de las superpotencias de la época.

Por lo tanto, desarrolló el otro aspecto de la noticia, los detalles marginales y humanos, técnica en la cual había demostrado ya su talento durante los 18 meses en El Espectador.

Todos los caminos conducen a Roma

Según el plan acordado con El Espectador, G. M. se trasladó de Suiza a Italia para seguir de cerca el estado de salud del papa Pío XII. Años después declararía que Su Santidad había tenido una crisis de hipo y que el diario le había mandado un cable con instrucciones de viajar a Roma para seguir de cerca la salud del Pontífice. El papa murió tres años más tarde. Pero según el escritor José Luis Díaz Granados, el motivo de su viaje a Europa era otro: El Espectador lo envió a Italia porque a raíz de la publicación de su reportaje “Relato de un náufrago”, donde además de la minuciosa descripción de la odisea en el mar denunciaba que la tragedia donde habían muerto ocho jóvenes de la Marina colombiana había sido provocada no sólo por la furia del mar, sino por el peso de los electrodomésticos que, de contrabando, los marineros de la Armada Nacional habían embarcado. La denuncia del diario, según Granados, provocó la ira del dictador Rojas Pinilla (quien meses después clausuraría El Espectador) y para proteger al joven reportero, Guillermo Cano, director del periódico, lo enviaría a Europa.

Escenario neorrealista

El 30 de julio de 1955 desembarcó en Roma, una de sus metas más anheladas: allí estaba Cinecittá, la “fábrica de sueños de los años 50”, y allí podría conocer a sus admirados Vittorio de Sica y Cesare Zavattini. Se instaló en un hotel de la Vía Nazionale, que recordaría de la siguiente manera: “Sus ventanas estaban tan cerca de las ruinas del Coliseo, que no sólo se veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso de orines fermentados”. Italia era un país en transición, de una sociedad eminentemente rural a una urbana, donde se palpaban todavía los estragos de la guerra.

El futuro nobel llegó cuando estaban por cumplirse 10 años del final de la Segunda Guerra Mundial. Encontró una nación que estaba “exorcizando” las secuelas del fascismo de preguerra, para dar paso a la hegemonía de la Democracia Cristiana (partido político de centro derecha, nacido como respuesta católica al socialismo). Frente a él tenía la Italia en blanco y negro, pobre y provincial que había conocido a través de las películas del neorrealismo: “Como en un filme de Zavattini, los pobres salieron perdiendo, pero de manera particular y alegre. El modo italiano que tienen los pobres de perder se llama realismo del cine”, escribió en agosto de 1955. Ahora, él mismo caminaba por ese set realista que era la Italia de los 50: una escenografía de héroes cotidianos de carne y hueso que luchaban por sepultar los estragos de la guerra, acompañados de santos, milagros y rituales.

El papa sin hipo

El primer ritual que cubrió fue la audiencia del papa Pío XII en Castelgandolfo, pueblo a 28 km al sur de Roma, donde se encuentra el castillo veraniego de los Papas. Desde el año 1600 es el refugio de los pontífices. Durante los veranos viven allí dos meses para escapar del calor de Roma. Desde Castelgandolfo continúan todas las actividades vaticanas, incluyendo las audiencias públicas y privadas. Viajó hasta Castelgandolfo a realizar la serie “Su Santidad va de vacaciones”. Al papa le dedicaría cinco reportajes en cinco meses mostrando ya su fascinación por la criaturas de poder supremo.

Envió un retrato humano de Pío XII, al que había encontrado sin hipo, en perfecto estado de salud: “Hace un año tenía dificultad para mover el brazo derecho que es el brazo de las bendiciones”. Lo describió como un hombre de baja estatura, delgado, de piel olivácea: “Durante toda la audiencia no sé por qué asociación de ideas tuve la neta impresión de que exhalase perfume de lavanda”. Asistió dos veces a la audiencia para comprobar la inmutabilidad milenaria de la ceremonia. Comparó la gente y las ventas de Castelgaldonfo con el Espinal en el Tolima, el día de San Pedro.

No ocultó el deseo de entrevistar a la madre Pascualina, “una criatura vaga y misteriosa”, la monja alemana administradora de la vida privada de Su Santidad, para descubrir los secretos del hombre sentado en el trono de San Pedro. Hubiera querido preguntarle, entre otras cosas, ¿qué numero de zapatos calzaba el papa?, ¿cuántos pares tenía?, y otros aspectos íntimos, ocultados en forma férrea por el Vaticano. No supo nunca cuál era el número de los zapatos, pero reveló otros detalles: “Su dieta: caldo, un pedazo de carne con verdura cocida, una manzana cocida y un vaso de vino, un almuerzo insípido porque su médico le ha prohibido la sal”. Un hecho de crónica negra no pasó inadvertido al joven reportero: el cuerpo decapitado de una mujer fue encontrado cerca del castillo del papa. La policía buscaba desesperadamente la cabeza que se presumía había sido tirada al lago que rodea la residencia papal.

“Tal vez será la única persona en grado de ver —de una ventana que domina la entera superficie del lago— lo que todos los romanos están ansiosos por conocer: la cabeza que la policía recuperará de las aguas de Castelgandolfo. Esta imagen aparecerá después en el cuento Los funerales de la Mamá Grande. Señaló también el interés del papa por el cine: “Una diversión que tiene 15 años menos que el papa” (Pío XII en la época del reportaje tenía 79 años). Sobre la audiencia privada concedida a Sofía Loren, escribió: “Hace un mes el papa conoció personalmente a una mujer que ha hecho pensar en el diablo a media humanidad”: Sofía Loren.
Sofía Loren ordenó para la ocasión un vestido negro sin un milímetro de escote y se presentó a la audiencia sin maquillaje en medio de un bombardeo impresionante de flashes”.

Concluyó así el reportaje: “Sería el diablo a inspirarme un pensamiento: si por voluntad de Dios el papa hubiera perdido el equilibrio, mi artículo sería triste e indeseable, pero un artículo en exclusiva mundial”.

Tenor a domicilio

Del hotel de la vía Nazionale se trasladó a una pensión en el barrio Parioli. Vivió en una habitación contigua a la del tenor colombiano Rafael Ribero Silva, quien había llegado a Roma hacía 6 años. El tenor y el periodista se volvieron cómplices. La amistad con Ribero Silva le permitiría conocer otros encantos de la milenaria Roma, que relataría después en el cuento La Santa: “El tenor y yo no hacíamos la siesta. íbamos en su Vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de Villa Borghese, en busca de turistas desvelados, a pleno sol. Eran bellas, pobres y cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente”.

Al tenor, un joven de su misma edad, hecho a pulso con paciencia y disciplina, le dedicaría el reportaje Triunfo lírico en Ginebra. “A las siete en punto, Rafael se levanta a hacer sus ejercicios de canto. Las notas se rompen como piedras contra los cristales de las ventanas y los vecinos saben entonces que es hora de levantarse. En otra parte se habría constituido una asociación de vecinos para tirar el tenor por la ventana. Pero en eso se diferencia Roma de las otras ciudades del mundo. Más que un teléfono blanco o un auto último modelo, para los romanos es un lujo tener un tenor en carne y hueso como un servicio a domicilio”.

En los primeros meses el tenor le sirvió de traductor espontáneo en un momento en el que desconocía el italiano y su trabajo le exigía consultar diversas fuentes, como le ocurrió con el extenso y pormenorizado reportaje sobre el asesinato de Wilma Montesi, en el que trabajó parte del mes de agosto y algunos días de septiembre. Montesi tenía 21 años y era la hija de un carpintero romano; su asesinato, dos años antes, había sido encubierto por razones aún turbias en el momento en que G. M. escribió sobre el caso. En el hecho se evidenciaba la decadencia de las clases altas, la corrupción policial y la manipulación política. Se cree que el caso sirvió de inspiración para la película La dolce vita, de Federico Fellini, en 1959. El Espectador declaraba: “Durante un mes, visitando los sitios en que se desarrolló el drama, Gabriel García Márquez se ha enterado de los más mínimos detalles de la muerte de Wilma Montesi y del proceso que la ha seguido”. Lo tituló “El escándalo del siglo”: fue un éxito periodístico publicado en 14 entregas. En este reportaje, considerado una pieza de orfebrería, exploró de manera profunda la sociedad italiana.

Venecia: indigestión cinematográfica

A mitad de septiembre Gabriel García Márquez desembarcó en Venecia: tenía que cubrir la XVI edición de la Muestra del Cine en la ciudad de las góndolas, por lo que le tocaría ver cine día y noche. En 10 reportajes cubrió en detalle todo el evento: la primera “gran indigestión de cine de su vida”, según cuenta. Entre el desayuno y el almuerzo había visto ya tres películas. El filme ganador del León de Oro, el máximo galardón, fue Ordet, del director danés Carl Theodor Dreyer, un premio muy merecido, según García Márquez: “Bastaba Ordet, ‘la Palabra’, para que este no fuera un año en blanco en la historia del cine”.

Estuvo de acuerdo con el León de Plata otorgado al filme La cigarra, del director ruso Samson Samsonov, basado en un cuento del también escritor ruso Antón Chéjov. Pero las películas que más lo entusiasmaron fueron Amici per la Pelle, del italiano Francesco Rossi (quien 35 años después dirigiría, sin éxito, Crónica de una muerte anunciada) y Las amigas, de Michelangelo Antonioni. Era un reportero en salsa cinematográfica. Con ojo crítico e irónico informó sobre las dos semanas del Festival de Cine, bautizado por él La democracia del smoking, “prenda exigida todavía hoy para las presentaciones oficiales. Su alquiler costaba mil liras, el salario que ganaba un obrero en una semana.

“La guerra de las medidas”: así llamó la rivalidad entre Sofía Loren y Gina Lollobrigida, actrices de moda en Italia que, según él, con metro en mano, se disputaban la popularidad y el protagonismo cinematográfico. Pero no se quedó solamente en las proyecciones y en todo el circo mediático que rodea el festival. Salió de las salas cinematográficas para contar el otro cine, el de las calles: “Para entender el neorrealismo italiano, para darse cuenta de que Cesare Zavattini es uno de los grandes hombres de este siglo, es necesario ver un almuerzo de pobres en Venecia”.

“Los pobres llevan dos libras de macarrones al Lido y se comen dos libras de macarrones.

Pero no son los mismos que llevaron: son dos libras hechas con las dos libras de macarrones de cada uno de los vecinos. Cuando abre su paquete, la madre de aquí le da un poco de macarrones a la madre de allá. Y aquella le da a esta otro poco de sus macarrones. Así, mientras se abren los paquetes, hay un intercambio general de pedazos de pan y macarrones. Al final, todos comieron bien. Pero ninguno se comió sus propios macarrones, sino los del vecino. Es una característica del pueblo italiano: en los trenes, pero sólo en los vagones de tercera, tiene uno que atragantarse el poco de comida que le dan todos los vecinos”.

Comentando siempre la vida de los italianos los domingos en Venecia: “Todos vienen vestidos de pobres: con la ropa remendada y los zapatos rotos, hablando ese dialecto veneciano, intrincado y excesivo, que acaso inventaron ellos mismos para poder burlarse de los ricos sin que los ricos lo sepan. Cada caseta en la playa, urbanizada por los ricos, cuesta mil liras. Eso es lo que gana un pobre en un día de trabajo. Y como los pobres no son tan tontos como los ricos, se meten en los estrechos transversales y empiezan a quitarse la ropa”.

La novedad del Festival de Cine era la participación, por primera vez, de los países socialistas del Este, desde la posguerra. En Venecia hizo los contactos que le servirían después del Festival para visitar Viena, atravesar la Cortina de Hierro y llegar hasta Checoslovaquia y Polonia.

Cinecitta: fábrica de sueños

A finales de octubre se matriculó en el curso de dirección en el Centro Experimental de Cinematografía, cuando Cinecittá estaba en su punto más alto. Era la meca del cine europeo, visitada por Charles Chaplin y Alfred Hitchcock, directores de la vanguardia del siglo XX. En Roma encontró un ángel protector: Fernando Birri, cineasta argentino. Birri, que había tenido que escapar del peronismo por sus convicciones de izquierda, llevaba cinco años en Cinecittá, donde había hecho un curso de dirección de dos años, tras un arduo examen sobre El ciudadano Kane, y donde había obtenido ya una pequeña tajada de gloria como asistente de Vittorio de Sica y Cesare Zavattini.

En la carta de recomendación fechada en Bogotá para Birri que le entregó a G. M. el escritor y poeta Alberto Zalamea, le pedía encarecidamente que ayudara al amigo periodista a entrar en el mundo del cine. En Birri, encontró desde el principio a otro de sus amigos y cómplices de toda la vida. En el Café de España bebían y conversaban durante horas sobre el futuro del cine latinoamericano. Soñaron sobre la posibilidad de trabajar juntos en el cine, lo que efectivamente lograrían 30 años después en la escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, fundada por G. M., en la cual Birri sería el director.

Birri dirigió el filme Un señor muy viejo con alas muy grandes, basado en un cuento de G. M. El objetivo de G. M. era claro: estudiar guión. Pero esa materia no existía como curso en el centro, sino que era una de las asignaturas del curso de dirección, por lo tanto, se matriculó en éste. Con su alérgica crónica al academicismo, pronto empezó a bostezar y ausentarse de las clases, lo mismo que había hecho en Bogotá y Cartagena durante sus escasos años de estudiante de derecho. Las clases en el primer semestre eran demasiado teóricas: Estética del cine, Teoría del lenguaje fílmico o Historia socioeconómica del cine: a los dos meses estaba ya desencantado.
Duró otro mes más porque en los sótanos de la escuela podía ver los clásicos del cine y porque se aplicó con la profesora Rosado a aprender las leyes del montaje, la gramática del cine. En el futuro, muchos se sorprenderían al descubrir que tenía conocimientos sólidos de aspectos técnicos de la realización cinematográfica, adquiridos en la escuela de cine.

El maestro

La lección más impactante fue conocer a través de Birri a su admirado Cesare Zavattini. Discutían con él algunos argumentos, pero también lo espiaban mientras trabajaba: “Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas, prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa”.

Zavattini había nacido con el siglo XX, en 1902. Era abogado, periodista, escritor, narrador satírico irónico, crítico, libretista de tiras cómicas, pero su verdadera vocación era el cine. En sus primeras obras, bajo el fascismo (1931-1943), hacía malabares entre la realidad y la fantasía para huir de la censura del dictador Benito Mussolini. Cuando García Márquez lo conoció tenía 53 años y era ya reconocido como padre del neorrealismo: Sciusciá (1946), Ladrón de Bicicletas (1948), Milagro en Milán (1951) son algunos de sus guiones más populares, pero fue autor de más de 60. Cuando murió, a los 87 años, todavía traajaba.

El maestro Zavattini no alcanzó a imaginar el impacto que su criatura artística, el neorrealismo, causaría en el alumno venido del otro mundo. Ver la vida en una sala de cine fue la poética cinematográfica que más influyó en su maduración estética. El escritor reconocía al neorrealismo no solamente como una forma de sensibilidad y expresión narrativa. Tenía otra cualidad: la capacidad de producir películas excelentes a bajos costos. En el reportaje titulado “Porque no había plata De Sica se dedicó a descubrir actores”, narra cómo Zavattini y De Sica iban por las ciudades italianas haciendo pruebas y fotografías, buscando hombres comunes y corrientes para convertirlos en actores.

Cuenta, también, cómo para el protagonista de Ladrones de bicicletas” llamaron a Henry Fonda, quien les cobró el triple del presupuesto del cual disponían para hacer el filme. De Sica lo reemplazó por un albañil que encontró pegando ladrillos en un barrio de Roma: Ladrón de bicicletas obtuvo el Óscar. García Márquez no se interesó por los escritores “comprometidos” de la época, como Alberto Moravia, Elsa Morante, Passolini, quien justo en 1955 publicaba Ragazzi di Vita. Moravia había sido prohibido por el Sant’Uffizio del Vaticano, señalado como uno de los autores que un buen cristiano no debía leer.

Esto demuestra que en aquellos cinco intensos meses pasados en Roma su meta era el cine y no la literatura. En el discurso pronunciado en La Habana, en la inauguración de la Escuela de San Antonio de los Baños, intitulada a Cesare Zavattini, el 4 de diciembre de 1986, resume su experiencia romana: “Entre 1952 y 1955, cuatro de los que hoy estamos a bordo de este barco estudiábamos en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma: Julio García Espinosa, viceministro de Cultura para el Cine; Fernando Birri, gran papá del Nuevo Cine Latinoamericano; Tomás Gutiérrez Alea, uno de sus orfebres más notables, y yo, quien entonces no quería nada más en esta vida que ser el director de Cine que nunca fui. Ya desde entonces hablábamos casi tanto como hoy del cine que había que hacer en América Latina, y de cómo había que hacerlo, y nuestros pensamientos estaban inspirados en el neorrealismo italiano, que es —como tendría que ser el nuestro— el cine con menos recursos y el más humano que se ha hecho jamás. Por aquellos días de Roma viví mi única aventura en un equipo de dirección de cine. Fui escogido en la Escuela como tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla, y esto me causó una gran alegría, no tanto por mi progreso personal, como por la ocasión de conocer a la primera actriz de la película, Sofía Loren.

“Pero nunca la vi, porque mi trabajo consistió, durante más de un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos. Es con este título de buen servicio, y no con los muchos y rimbombantes que tengo por mi oficio de novelista, como ahora me he atrevido a ser tan presidente en esta casa, como nunca lo he sido en la mía, y a hablar en nombre de tantas y tan meritorias gentes de cine”. Afortunadamente lo trataron como un canalla en su primera práctica cinematográfica, porque seguramente hubiéramos ganado un Zavattini latinoamericano, pero perdido un Premio Nobel.

* Periodista independiente radicada en Italia. 

Por Mary Villalobos * / Especial para El Espectador

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