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La última novela de Saramago

La entregó a una editorial en 1953 y se refundió hasta 1989. En vida, el nobel portugués no quiso publicarla y ahora su esposa y traductora la saca a la luz.

Angélica Gallón Salazar
01 de marzo de 2012 - 10:29 p. m.

Fue una humillación. Se sintió pisoteado. Había dedicado muchas horas a esa novela que le resultaba fácil de leer, que, sin embargo, era compleja por la cantidad de personajes que se cruzaban sin refundirse.

José Saramago era joven y había puesto mucha vida ahí, en la escritura de su novela de barrio, Claraboya. Sin embargo, el silencio tajante que recibió de esa editorial a la que en 1953 entregó la que era su segunda novela terminada, ensombreció algo de esa juventud. El castigo del silencio hizo hablar al portugués: “Si lo que tengo que decir no interesa a nadie, me callo”.

“Luego, Saramago maduró y unas décadas después se dijo: ‘Quien ha estado en silencio tanto tiempo no puede morir sin decir todo’. Ahí se puso a escribir como un condenado y lo hizo hasta pocos días antes de morir”, dice su esposa y traductora al español, Pilar del Río, recordando las palabras del difunto escritor.

No sabrían Saramago ni su fiel compañera del destino de esa novela olvidada, refundida, desechada, quién sabe si nunca leída, hasta 1989.

En una mañana, mientras se afeitaba y sostenía con el cachete libre de jabón el teléfono que su esposa le había pasado, Saramago oyó del otro lado que la historia esa que había escrito de joven realmente se había extraviado y sólo hasta ahora, en un trasteo, había sido encontrada. “Gracias, pero ya no”, dijo seguro el escritor ante el ofrecimiento que hizo la editorial de publicarla. “No, ya en vida no”, sentenció sin ceder ante las súplicas de amigos y editores para que le diera un lugar en su literatura a aquella historia desconocida.

“José dejó escrito en múltiples medios que no quería ver esa novela publicada mientras él estuviera vivo. Pero no dijo que no se hiciera. Si no hubiera querido que se conociera, la habría quemado. No quería confrontar el hecho de ver publicada una novela que representaba un dolor, un daño tan grande. Sin embargo, la dejó aquí y es un regalo para perpetuar su existencia”, explica Pilar del Río, quien de manos de la editorial Alfaguara publica en España y Latinoamérica Claraboya, la última novela del nobel lusitano.

Claraboya es una mirada desde el techo de cristal de un edificio en el que viven seis humildes familias cuyos miembros están siempre sobrellevando algún enredo. Es una mirada lúcida, compasiva, no exenta de humor, en donde, a pesar de su juventud, el escritor deja ver sus diálogos con las letras de Diderot, Shakespeare y Fernando Pessoa. Ahí, adentrándose en cada casa, en cada vida llena de frustraciones y nostalgias, el lector descubrirá además una novela en la que la música se vuelve elemento fundamental. “Cuando lean el libro verán que Beethoven atraviesa todas las páginas, sobre todo su pieza La máscara, una obra que Saramago quiso poseer en su juventud pero no pudo comprar. Sólo cuando tuvo setenta y muchos años, Saramago, la compró en la casa natal de Beethoven”, cuenta Del Río.

Esta novela llena de personajes que, según la traductora del libro al español, “celebra un humanismo tan perdido por estos días y recuerda la capacidad de la felicidad dada por una conversación”, propone un conmovedor microcosmos que tiene como telón de fondo la dictadura de Salazar, la más longeva de Europa.

“Saramago no pudo salir de Portugal hasta después del 75. No tenía plata ni pasaporte, pero en esta novela, sobre todo en el último capítulo, Saramago hace una invitación: ‘Levántate y anda’, anda y crea el mundo cada día, porque lo que no creamos nosotros está sin crear”, dice la mejor testigo del portugués.

En Claraboya cada personaje es un álter ego del escritor fallecido en 2010. Hay de él igual en Abel, Emilio, Justina o en la puta; son ellos entonces una cierta supervivencia de lo que Saramago fue. “Sus personajes parecen decir, al igual que él: ‘nos negamos a que nos obliguen a ser casados, fútiles y tributables’”, concluye con añoranza, y no sin cierta paradoja, su esposa.

Por Angélica Gallón Salazar

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