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“En últimas, escribimos para Dios”: Gustavo Arango

El escritor nació en 1964 en Medellín, pero pasó muchos años en Cartagena en donde se vinculó al diario El Universal en los 90s. Hoy es novelista, periodista y profesor de literatura latinoamericana de la importante Universidad del Estado de Nueva York (Oneonta).

Juan Carlos Guardela
25 de mayo de 2016 - 09:29 p. m.
Gustavo Arango nació en 1964 en Medellín. /Lidia Corcione.
Gustavo Arango nació en 1964 en Medellín. /Lidia Corcione.

 En El Universal Arango escribió una de las más importantes indagaciones sobre la formación de Gabriel García Márquez al lado del ya famoso jefe de redacción Clemente Manuel Zabala bajo el título Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal.

Héctor Rojas Herazo, Gustavo Ibarra Merlano y otros escritores a quienes marcó la disciplina y el método de Zabala le endilgaron el apelativo de “El hombre lámpara” y es que bajo la figura luminosa de Zabala se inició una nueva constelación de escritores que posteriormente influyeron a la literatura continental. Arango indagó cómo la dinámica de la sala de redacción de El Universal brindó los temas, los procesos y las lecturas que formaron a nuestro Nobel.

Arango es hoy es uno de los más importantes escritores de Colombia en la diáspora. Ganó el Latino Book Award en 2015 a la mejor novela histórica con Santa María del Diablo, el Premio Bicentenario de Novela en México en 2010 con El origen del mundo y el Premio Internacional de Novela Marcio Veloz Maggiolo en Nueva York en 2002 con La risa del muerto. Fue finalista dos veces del Premio Herralde de Novela por El origen del mundo en el 2007 y Morir en Sri Lanka en el 2014.

Hace unos años dijo en un homenaje que se le hizo en Nueva York. “Soy el segundo de los tres hijos de Félix Arango, un vendedor de fantasías a quien mataron por saber demasiado, y de Nubia Toro, una mujer valiente que me enseñó desde niño a jugar con las palabras”, lo cual nos dice cuál ha sido su camino. También diría “escribir es un antídoto contra la insignificancia (…). Cuando esto que soy se haya ido, seguiré dando guerra a través de mis escritos”.

Tendremos Arango por mucho rato y se perfila como un escritor prolífico pues cada año nos sorprende con un nuevo y fascinante libro.

¿Cómo pasaste de la escritura diaria del periodismo (en la que te destacaste hace ya dos décadas) al ejercicio diario de la de novela?

En mi caso, la ficción y el periodismo siempre han sido expresiones simultáneas, que a veces se confunden. Escriba lo que uno escriba, siempre está haciendo la crónica de su vida, de sus obsesiones, de sus fantasías, de sus vivencias. Pero puedo decir que todo empezó en los años noventa, cuando trabajaba en el diario El Universal de Cartagena. En el día era reportero y editor del suplemento literario, pero en las noches avanzaba de manera muy lenta en la escritura de Criatura perdida, mi primera novela. Siempre he dicho que al periodismo le debo la disciplina para escribir sin temores ni bloqueos. Cuando escribía una crónica sabía que debía tenerla resuelta al final de la tarde, para que la diagramaran y saliera publicada al día siguiente. Siempre me propuse escribir textos que no fueran desechables, que pudieran ser leídos con provecho muchos años después. Así que a la hora de escribir novelas me he beneficiado de esa valiosa experiencia.

¿Sirvió de algo o tuvo incidencia el inmenso trabajo periodístico que realizaste en El Universal, para ahondarte en esas tramas suculentas de tus novelas?

Cartagena y El Universal fueron experiencias decisivas para mí. Dejé la ciudad de Medellín donde había vivido los primeros veinticuatro años de mi vida y, al llegar a Cartagena, mi lenguaje se enriqueció con la musicalidad del habla del Caribe. En El Universal tenía una gran libertad para escribir largas crónicas. Mi investigación sobre los inicios de García Márquez, que dio como resultado el libro Un ramo de nomeolvides, hizo que de algún modo también participara de ese maravilloso taller de escritura que fue El Universal, cincuenta años atrás, cuando lo editaba Clemente Manuel Zavala. En Cartagena entendí con claridad que el oficio de escribir no es otra cosa que el de un contador de historias. Muchas de las novelas que he publicado después se gestaron durante esos casi diez años que viví en Cartagena.

Siento que las tus dos últimas novelas son muy distintas a las primeras. Abordas narraciones históricas, personajes acaso inexpugnables en el sentido de que hay escaso material historiográfico. Esto evidencia una amplia investigación y una obvia evolución en muchos aspectos. Buda en Resplandor, exigió una profunda reflexión y un serio abastecimiento de temas espirituales. ¿Cómo fue ese viaje fabuloso?

Mis libros recientes, Santa María del Diablo y Resplandor, son trabajos que le deben mucho a mi experiencia como cronista. Ambas novelas se gestaron cuando vivía en Cartagena, la ciudad que dejé en 1998 para vivir en los Estados Unidos. En el caso de Resplandor, no exagero cuando digo que es el resultado de casi cuarenta años de reflexión e investigación: sobre Sri Lanka, sobre el budismo, sobre las alternativas contra la violencia y sobre ese personaje maravilloso, el monje Fa Hsien, a quien descubrí hace mucho en un libro de Julio Verne. Siempre me fascinó la historia de ese monje que viajó catorce años, desde la China hasta Sri Lanka, en busca de los libros de disciplina del budismo. Siempre quise escribir su historia. Pero tardé en encontrar versiones completas de su viaje y tardé aún más en poder visitar Sri Lanka, un lugar que me ha fascinado desde que era niño.

Viktor Frankl pensaba que la literatura servía para curar la neurosis, Joseph Campbell dijo que todos podríamos alcanzar una cura espiritual por medio de los mitos. Jung que servía para aliviar el vacío espiritual de la vida contemporánea a través de los arquetipos. Y muchos otros le ven alguna practicidad. ¿Crees que la literatura sirve para algo hoy?

Creo que todos los seres humanos necesitamos historias, del mismo modo que necesitamos alimentos o abrigo. Cada uno va construyendo el relato de su vida a partir de los materiales que encuentra en el mundo y en los libros. El escritor, más que el origen de un mensaje, es un medio; a través de él se van manifestando las historias que el mundo necesita.

La escritura me ha servido para darle sentido a la vida. Soy feliz cuando escribo. A través de mis libros he podido conectarme con el mundo y con seres afines. Escribir es un antídoto contra la insignificancia. Creo que a través de la escritura he logrado robarle terreno a la muerte. Cuando esto que soy se haya ido, seguiré dando guerra a través de mis escritos.

Hay mucho de poesía, mucho de ritmo, y en ocasiones muchas sincronicidades en tu relato (coincidencia significativa, según Jung). ¿Es una intención estética o surgen en el asombro de la escritura?

El ritmo y la poesía son fundamentales en lo que escribo. El primero, porque todo texto también actúa en niveles inconscientes, y el ritmo –la música del texto–comunica en los niveles más profundos. Cada libro nos obliga a volver a inventar la literatura, a encontrar la estructura que el texto necesita; su gestación es, en buena parte, una reflexión sobre la forma. La poesía, por su parte, más que adorno es un instrumento que nos permite descubrir la realidad. Es una mirada nueva, limpia, refrescante. La poesía ilumina las zonas oscuras del mundo.

En cuanto a la sincronicidad, entre las muchas historias que cuento en Resplandor está la del origen de la palabra inglesa “Serendipity”, que en mi opinión está mal inventada. Horace Walpole se inspiró en un cuento que circulaba por Europa en el siglo XVIII, Los tres príncipes de Serendip, para nombrar el don de los hallazgos accidentales y extraordinarios. En Resplandor rescato la historia de los príncipes y concluyo que sus hallazgos no tuvieron nada de accidentales. Por el contrario, fueron el resultado de una atención bien educada, de una capacidad cultivada para leer las señales del mundo. Heráclito decía que sólo quien espera encuentra lo inesperado. Pienso que, cuando uno está atento a leer las señales del mundo, las sincronías empiezan a manifestarse. No es que antes no existieran; lo que pasa es que antes no estábamos preparados para percibirlas. Este es el mismo concepto de “figuras”, que tanto le interesaba a Cortázar. Cuando se observa con atención se empiezan a ver los hilos, los diseños, el orden que subyace bajo el aparente caos del mundo. En los capítulos autobiográficos de Resplandor ocurren muchas cosas que parecen “coincidencias”. Pero mi explicación es que había pasado toda la vida preparándome para ese viaje y estaba atento a leer el lenguaje del mundo.

Leerlo exige una relación íntima de confianza y complicidad. ¿Cómo lo logra en términos estilísticos?

Estamos en los tiempos de la prisa, de la literatura de noticiero (muchos están atentos a las noticias del día para decidir sobre qué escriben), de los encuentros fugaces y virtuales. Pero la literatura puede seguir siendo el espacio de los encuentros significativos. Escribo con cuidado. El lenguaje puede parecer simple, pero tiene una dimensión poética que lo llena de matices, de posibilidades. Aspiro a que el lector quiera volver sobre las páginas y que, al hacerlo, siga haciendo hallazgos valiosos. A veces escondo en el texto detalles casi imperceptibles, dejo marcas de agua; son regalos para los lectores más atentos. Es posible que algunos de esos detalles permanezcan ocultos para siempre; pero hace tiempo asumí que, en últimas, escribimos para Dios.

Orhan Pamuk en El novelista ingenuo y el sentimental dice que lo que distingue a la novela de otras narraciones literarias es que tienen “un centro secreto” que deberíamos buscar mientras leemos. ¿Cuál es el centro de tu novelística?

Estoy de acuerdo con eso. Todo libro tiene espacios recónditos y centrales. La lectura es la aventura de esa búsqueda. Decir cuál es el centro de mis textos sería como mostrar un atajo, como entregar una fórmula que los reduzca a un par de frases. También supone pensar que el autor conoce por completo lo que ha hecho. No creo que sea así. Siempre me estoy sorprendiendo cuando releo lo que he escrito. El autor es un artífice, construye un raro espejo en el que cada uno ve reflejadas cosas distintas. Para cada lector, ese centro secreto puede ser algo distinto.

Por último, vemos que cada año nos estás trayendo una novela con una altísima exigencia. ¿Cuál es tu método de trabajo? ¿Cómo es tu viaje creativo?

Los últimos años han sido de cosecha. Me he dedicado a completar proyectos en los que venía trabajando por mucho tiempo. Siempre estoy trabajando en varios libros a la vez y, al final, uno de esos libros exige ser terminado. En esa etapa final trabajo con mucha intensidad, incluso me impongo fechas para tener una presión similar a la que tenía cuando trabajaba en un periódico.

También estoy llenando cuadernos todo el tiempo y me olvido de ellos; después, revisando esos cuadernos, descubro que hay algo casi listo y me dedico a terminarlo.

No digo que escribiré toda la vida; quizá llegue un momento en que no tenga nada para decir. Pero ahora mismo siento que hay mucho por hacer. Tampoco creo que sea posible escribir demasiado. Cuando pienso que Chesterton escribió como cien libros, o que Joyce Carol Oates ya va llegando a los doscientos, me doy cuenta de que he sido un poco perezoso. La industria editorial es el gran destructor de vocaciones, con sus roscas y exigencias comerciales; promoviendo la idea de que sólo vale lo que se vende mucho. Pero escribir es uno de los actos más libres que tiene a su alcance el ser humano. Quizá nos leerán, muchos o pocos o ninguno, pero habremos sido felices dejando el testimonio de la vida que nos tocó vivir. No hay que dejar que nos roben el entusiasmo.

Por Juan Carlos Guardela

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