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Umberto Giangrandi: “No soy romántico, soy realista” (Historias de vida)

En la serie Historias de Vida, creada y producida por Isabel López Giraldo, presentamos al artista plástico Umberto Giangrandi: “Mi trabajo siempre ha respondido a mi mirada, a mi concepción del mundo. Para mí el arte ha sido sagrado, una expresión en el mundo de las contradicciones y del apuro. Con el arte he hecho lo que me ha nacido y lo que he deseado”.

Isabel López Giraldo
11 de noviembre de 2020 - 10:11 p. m.
Umberto Giangrandi nació en La Toscana, en 1943.
Umberto Giangrandi nació en La Toscana, en 1943.
Foto: Leo Queen

“Colombia es mi segunda patria, me acogió muy bien y ha sido muy generosa conmigo. Por supuesto, yo también he buscado darle lo mejor de mí”.

Umberto Giangrandi

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¿Quién es ese personaje tan extraño de la Toscana (Italia) que se llama Umberto Giangrandi? Un artista plástico que ha estado trabajando mucho tiempo en Colombia como profesor de arte en las distintas universidades del país (Universidad Nacional de Colombia sede Bogotá (1967-1998) y Universidad de los Andes (1968-1973) y después de distintos talleres hasta el año 2000. Ha desarrollado su obra creativa en lo pictórico, en lo gráfico en el dibujo y en la fotografía. También creó un taller muy importante de grabado y serigrafía con el nombre “Di Gangrandi” donde se realizaban ediciones gráficas a artistas colombianos y latinoamericanos. Es una persona sencilla e inmensa como ser humano, cercana y cálida, incondicional, de gran entrega y compromiso; referente de inagotable talento que rompe con los estereotipos, que no reduce y que no limita. En la actualidad es catedrático de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y de la Facultad de la Universidad Distrital (ASAP) donde enseña fotograbado y las técnicas del grabado tradicional.

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Orígenes

Nunca tuve muy en cuenta ni le di mucha importancia a la herencia genética. La poca información que recibí fue de una tía que hizo el árbol genealógico. Los Giangrandi tienen una vertiente árabe, vienen de Egipto y de Irán (de Juan El Grande). Mi país es Italia. Nací en La Toscana, en 1943, en plena retirada alemana. Antes de la guerra, el padre de mi padre, Giovanni Giangrandi, era un industrial que trabajaba la madera haciendo bobinas para hilos. Durante la guerra, los aviones aliados, buscando la retirada de la fuerza alemana, bombardearon la zona de Pontedera destruyendo la fábrica y nuestra casa, entre otras edificaciones. Después de la guerra, a mis dos años, mi padre montó con otro socio la misma fábrica en Lucca y la tuvieron hasta que llegó la era del plástico, que se impuso en el mercado desplazando los otros materiales y que reemplazó la madera para hacer la bobina. Esa fábrica se cerró.

Su papá

Mi padre, Gino Giangrandi, nació en Ponte a Moriano, un pueblito de la Toscana. Fue un hombre a la antigua con un mundo muy complejo a consecuencia de las guerras, pues desde muy joven tuvo que participar tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial. Tomó unos cursos rigurosos de mecánica en Pontedera (lugar de origen de Piaggio – fabricantes de la motocicleta Vespa) y trabajó en la fábrica de su papá antes de que fuera completamente destruida.

Tenía mucha habilidad en las manos. Siempre estaba investigando e inventando algo y yo lo observaba hasta aprender (gusto que de alguna manera heredé). Fue un músico frustrado al no poderle dedicar todo su tiempo a eso. Le encantaba la música napolitana, compuso algunas piezas, interpretó todos los instrumentos de cuerda y de manera virtuosa el violín. En su juventud perteneció a un conjunto de cuerda que se presentó en la Scala de Milano. Tenía que trabajar en su fábrica pero cuando llegaba a casa al finalizar las tardes tocaba el violín mínimo tres horas sin falta. Desde que tuve memoria y hasta que viví en Italia, esta fue su práctica diaria. Recuerdo que por muchos años acompañé a mi padre a ver la ópera: quedé vacunado. Hoy no quiero saber nada de ella.

Su mamá

Por parte de mi madre, Giulia Giangrandi Quercetani, tuve abuelos italianos, Umberto Quercetani y Caterina Chiabati, pues por destino nació en Niza, Francia, que a veces era italiana y a veces francesa de acuerdo con el momento histórico. Los abuelos de mi madre fueron dueños de ochenta poderes de tierra en Lammari, pueblo de la Toscana. Pero resulta que después de la guerra, un tío abuelo convenció al abuelo de vender la propiedad para montar industria, sector que no conocían pues ellos eran campesinos: así fue como quebraron. Esto condujo a que mis abuelos murieran de tristeza: después de tenerlo todo, perdieron su patrimonio. Mi abuelo materno, Umberto, tuvo carrozas de caballos que hacían las veces de taxis en esa época. Mi abuela, Caterina, se ocupó de la casa y de sus hijos, y tuvo un gran talento con los tejidos. Una anécdota muy particular, extraña y seria que contaba mi madre, tiene que ver con la guerra. Una bomba destruyó nuestra casa en Pontedera y no dejó ni rastro de ella. Lo único que buscó mi padre fue su violín y su música, pues para él era lo que tenía verdadero valor, pero generó mucho enojo en mi mamá, que se frustró por no recuperar lo que para ella era útil, de valor familiar y valor económico.

En repetidas ocasiones, mi madre me contó que en tres o cuatro ocasiones estuvimos en situación de riesgo cuando se dieron estos bombardeos. Yo tenía seis o siete meses de nacido. Ella muchas veces no alcanzaba a llegar a los túneles antiaéreos y se votaba al suelo conmigo en brazos poniéndome debajo de ella para protegerme. A nuestro alrededor quedaba una escena dantesca de gente decapitada, mal herida o muerta, pero a nosotros nunca nos quedó un rasguño, ni nos cayó una esquirla, lo que fue muy sorprendente, algo del destino.

Yo no tengo consciencia por la edad, pero sé que penetró en mí y está en mi mirada. Esta situación hizo que nos trasladamos a Vicopizano, Monte Pizano, una montaña habitada por campesinos que nos brindaron techo y comida. Vivimos como desplazados y fue allí donde di mis primeros pasos. A la edad de dieciséis años entré a un equipo de fútbol y un día fuimos a jugar a Lammari. Como fui un gran observador, descubrí una villa muy bella y un castillo que me llamaron mucho la atención. Cuando regresé a casa le conté a mi madre lo que había visto: un pueblo muy pequeño con un castillo y una villa muy linda. Ella inmediatamente me contestó: “Esa villa era de mi papá y fue donde pasé toda mi infancia”. Esta fue una coincidencia muy linda. Con los años y a edad muy avanzada, mi madre viajó de Colombia a Italia, a Lammari, visitó la villa y se encontró con la nana que vivía en el lugar todavía.

Sus hermanos

Soy el menor de cuatro hijos. Eby, mi hermana mayor, nació en 1932 y se fue muy joven al convento de las Carmelitas Descalzas donde adoptó el nombre de Sor Julia María. Estando allí y por mucho tiempo no pudo salir pues era norma de la institución. Mi hermana Giovanna es artista del Instituto Augusto Pasaglia de Lucca. Viajó a Colombia y en Cali fue recibida por Franca Churlo y Antonio Pacini con quienes vivió un tiempo. Con los años se casó con Giorgio Sivori, que era socio de Nino Parma, Camilo Zorio y otros de la firma de ingenieros a la que ella llegó a trabajar. Esa empresa desarrolló una buena parte urbana de Bogotá: trasladó el edificio Cudicóm de la calle 19, hizo los puentes de la 26, los cálculos del edificio Avianca, reconstruyó el puente de Chinchiná, el que tumbó el desastre del Nevado del Ruíz y con el que obtuvo el Premio Nacional de Ingeniería, entre otros. Nino fue un profesional muy importante de la ingeniería en general, no solamente como calculista, sino también como ingeniero mecánico, hidráulico y civil. Hizo muchas obras, máquinas y demás. En conclusión, era un genio con quien trabajaron otros ingenieros italianos muy importantes. Mi hermano Giovanni fue un oficial de carrera de la aviación italiana que vivió en Lucca con su esposa Margarita y sus hijos Danielle, Maximiliano y Débora. Lo trasladaron a una base militar en Ramini y murió en Lucca en el año 2017. Siempre fuimos una familia bastante peculiar que reunió el poder eclesiástico, militar y un poco la locura de lo artístico. En la época de la posguerra viví bastante solo y ese desprendimiento de mis hermanos me hizo tener vida propia e independiente. Una niñez muy libertaria de la que me siento bastante afortunado.

Niñez

Recuerdo que la fábrica de mi familia quedaba en medio de la campiña campesina, exactamente al lado del acueducto que construyó la hermana de Napoleón, frente al edificio donde nosotros vivíamos, y no en el centro histórico de Lucca, la ciudad medieval amurallada. Después del colegio pasaba el día con un número importante de obreros de la fábrica en donde había toda clase de maquinaria con la que jugaba y que mi padre, teniendo yo diez años, me enseñó a usar. Recuerdo muy especialmente el torno mecánico: llegaban camiones llenos de madera de Córcega y con los tablones que se cortaban para secar se construían torres donde jugué con todos mis amigos. Resultaba alucinante, imposible de olvidar para un niño. Al mismo tiempo pude disfrutar del campo donde me reunía con todos los amigos de mi edad, jugábamos y hacíamos travesuras, pero también acompañábamos a los campesinos cuando recogían la cosecha con esa maquinaria fantástica y ayudábamos en la vendimia metiéndonos a los barriles a pisar la uva, que producía un aroma muy intenso. Visitábamos con frecuencia la farmacéutica que producía las plantas maceradas que generaban unos aromas que impregnan la memoria. Vivíamos fascinados con los trapiches. Por fuera, Lucca era una ciudad completamente bombardeada: casas en ruinas y lagunas que se habían formado precisamente por la caída de las bombas. Para nosotros era una especie de escenografía en la que no solo jugábamos, sino que también buscábamos metales para venderlos y así poder asistir a la feria que tenía lugar en el mes de septiembre.

La feria para nosotros era alucinante: llegaba el circo, había juegos y toda clase de laberintos y magia. Era muy esperada por los niños. Hice muchísimos amigos mayores, algo que llamó siempre la atención de mi madre cada vez que salíamos de la casa. El entorno fue nuestro sitio de juegos y todo lo que encontramos en él lo convertimos en juguetes. Compartimos al aire libre en medio de industrias y en el corazón de la campiña.

Estudiante

Siempre tuve muy claro que quería ser artista plástico. A los once años comencé, con mucho éxito, mis estudios de arte en el Instituto Augusto Passaglia de Lucca, un poco influenciado por mi hermana que en ocasiones me llevaba de modelo a esa institución donde ella estudiaba. Mi bachillerato fue artístico: por las mañanas recibía las clases normales y las tardes las dedicaba a mi arte. A mis quince años mi profesor de pintura, Palagi, me habló de un concurso de todas las escuelas de arte del país y me animó a presentarme con un bodegón de gran formato con el que me gané el primer premio entre ocho mil participantes de las escuelas de arte inferiores y superiores que organizaba el Touring Club Italiano con sede en Milano. Como yo era menor de edad, al igual que otra estudiante que se ganó también un premio, el profesor nos llevó a recibirlo. Para él fue un poco complejo ese acompañamiento pues éramos muy inquietos y bastante díscolos: lo enloquecimos con travesuras buscando vivir un mundo desconocido. Lo metimos en sitios nocturnos. Nos patrocinó todo, así que pudimos vivir una experiencia muy grata. Nos sentíamos muy importantes. En el último año de mi carrera pensé que, para ser artista, el grado no era necesario.

Reconozco que fue un acto de rebeldía que no conté en mi casa, simplemente dejé de asistir a la escuela y me encerré en un juzgado popular. Durante un año pasé las mañanas enteras escuchando los problemas jurídicos más extraños que cualquiera se pueda imaginar. Conocí la problemática social, lo que fue muy importante porque me introdujo en toda una variedad de realidades sociales para mí desconocidas. Me brindó muchos elementos de análisis y me preparó para emprender mi vida. Fue una experiencia maravillosa que me ha servido no solamente en el arte, sino como persona. Luego decidí terminar mi carrera, presenté los exámenes y me gradué. A mis diecisiete años fui maestro de arte. Mis profesores, Palagi y Ardingui, me convencieron de ir a la Academia de Arte San Marcos, en Firenze, para profundizar en la pintura y en el grabado. Allí conocí recibí clases de pintores muy reconocidos como Primo Conti, Mario Mafai y de dos grandes grabadores como Margueri y Viviani. Visité museos, pinacotecas, cineclubes y no falté a ninguna de las exposiciones que hicieron en la ciudad.

Empecé a llevar una vida intelectual, a rodearme de amigos músicos, escritores y artistas plásticos. Un día cualquiera, cuando pintaba solo en un salón, me sentí observado por tres jóvenes que estaban en la puerta. No les di mucha importancia, continué con mi oficio, pero ellos siguieron allí, así que decidí acercarme y saludarlos. Eran colombianos que se habían sentido muy identificados con los colores de mi obra pues les recordaba su origen. Turistas provenientes de Medellín que se habían inscrito a algunos cursos de extensión en dicha academia. Al despedirse me dijeron: “Nos vemos en Colombia”. Esta anécdota contiene cierto destino porque efectivamente así ocurrió y nos convertimos en grandes amigos.

Estudiando en Firenze llegó a Lucca una carta que me obligaba a prestar servicio militar. Antes de tres meses debía recoger el uniforme, el fusil e irme de alpino a una montaña como oficial. Nunca me gustó la vida militar, tuve amigos que se fracturaron brazos y piernas para poder retirarse, entonces decidí no prestarlo. Le escribí a unos amigos en Alemania y a mi hermana en Colombia sin que absolutamente nadie se enterara. La costumbre en los pueblos era que, al recibir esa carta, retiraban inmediatamente el pasaporte. Pero no lo hicieron conmigo, quizás por confianza, porque nos conocíamos todos. Para mí resultaba más fácil llegar donde mi hermana. Nino Parma me mandó un contrato de trabajo como publicista aprovechando que las empresas podían invitar personal para ciertas áreas de trabajo muy especializadas. Adelanté un curso en Roma y al firmar el contrato quedé libre de esa obligación militar que en mi país es una dinastía de la que no se escapa nadie. Llegó el momento de viajar y nadie sabía que lo haría y para siempre. Salí legalmente de Italia sin hablar español y cargando con el primer heliógrafo que llegó a Colombia. Fue un viaje lleno de aventuras durante la que sería mi primera experiencia en un trasatlántico de la marina italiana: El Verdi, que es muy diferente a los barcos de vela que yo conocía.

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Emprendí esta aventura desde Génova para pasar por Nápoles, Barcelona, Gibraltar, Tenerife de Santa Cruz, Curazao y Cartagena. Tres mil personas compartimos la época de Navidad durante diecisiete días. Los primeros días todos estaban serios, pero al quinto se diluyeron las clases sociales en las que se dividían los pasajeros para convertirse en una comunidad muy alegre. Una gran parte de ellos eran personas mayores que habían vendido todas sus propiedades para encontrarse con sus hijos en Venezuela, donde hay una colonia italiana muy grande. Pero también había quienes hacían el paseo de Navidad hasta Chile para luego regresar a Italia.

A mis veintiún años no había montado en barco ni en avión y, justo cuando atravesamos el Golfo de León por Barcelona, afronté una tempestad de ocho horas que convirtió a este trasatlántico en un barco de papel. Como yo sabía que sufría de mareos, decidí, con mucha anticipación, conocer muy bien cada rincón para identificar sus sitios claves: estaba preparado para lo que venía. Al escuchar el aviso ya sabía que debía ir a la piscina de primera clase, que estaba justo en la mitad del barco, lo que brindaba cierto equilibrio y, como estaba encerrada en vidrio, pude ver todo el episodio de olas de veinte metros que lo borraban. Nunca había tenido una experiencia tan impresionante y paralizante. Después navegamos en una especie de piscina en el Atlántico rodeados por delfines y peces voladores: la noche parecía un planetario. Recuerdo que en Tenerife casi perdemos el barco. Nos bajamos un grupo muy grande de personas y caminamos por las calles para mezclarnos entre la gente. Fue así que olvidamos por completo que debíamos regresar a una hora determinada al barco.

Cuando llegamos al puerto de la Gaira en Venezuela a las cinco de la mañana, vi casitas construidas con lata y cartón que me impresionaron y que hicieron que me preguntara si así era toda Latinoamérica. Conocí la pobreza extrema, pero también la riqueza: tomamos un taxi que nos llevó por una autopista hasta Caracas para ver el resplandor de una ciudad imponente.

El otro impacto fue cuando llegué a Cartagena: nos pasaron del puerto al aeropuerto por todos los barrios pobres de la ciudad. Yo no entendía muy bien qué estaba pasando ni a dónde iba. Esos golpes sociales y humanos me impresionaron muchísimo. Viví otra anécdota extraña en el puerto de Cartagena cuando esperaba a mi hermana. Pasaron horas que me hicieron pensar que yo a ella ya no la reconocía, hasta que en un momento me quedé solo con un personaje bastante singular. Nos mirábamos con extrañeza hasta que por fin me habló. Era el enviado por mi hermana a recogerme, Mario Linarolo (que en paz descanse), con quien pasé algunas horas sin hablar de la molestia que sentía, pero después fue muy querido e hizo las veces de guía. El hecho es que nos tuvieron dos horas dentro de un avión mientras lo arreglaban, soportando la incomodidad y el calor. Llegamos a Bogotá a las seis de la mañana en medio de una tormenta impresionante, así que el avión dio muchas vueltas antes de aterrizar. Cuando vi la ciudad me tranquilicé un poco.

Aquí empezó otra etapa de mi vida. Dejé atrás a mi Italia donde fui artista, muy aventurero, inquieto, amiguero, futbolista, piloto de carros de carreras y soñador. Una vez en Colombia tenía que presentarme cada tres meses a la Embajada Italiana. Como el embajador era un personaje nefasto, preferí incumplir con esa obligación, por lo que fui declarado desertor. Cuando se murió mi padre me alisté para viajar, pero mi hermano me advirtió que no lo hiciera pues mi nombre estaba escrito como desertor en todas las casas militares. ¡A mucho honor! (le dije).

Por treinta y cuatro años las fuerzas militares me castigaron y no me entregaron el pasaporte, lo que me obligó a quedarme en Colombia. Por fortuna he sido muy feliz y no he sentido ninguna nostalgia de Italia, no precisamente porque no la quisiera. Creo que es un lugar maravilloso. También reconozco que Italia tiene un patrimonio que nos hace vivir del pasado, en ella nada se puede tocar, nada se puede cambiar, es como vivir en un museo. Uno abre la ventana y ve el Medioevo y la retaguardia etrusca. Es un país con mucha historia, lo que hace que viva del turismo, pero para mí resulta asfixiante. La política es lo más decadente en el momento actual, como lo es también parte de su sociedad que, con cierto grado cultural, es muy acomodada e indiferente.

Estas razones me animaron a salir del país. Recuerdo que al arribo a Colombia y por los primeros seis meses, el DAS me visitó esporádicamente en mi trabajo, que quedaba en Bosa, para constatar si me trataban bien en la empresa. Después de un tiempo decidí presentarme al DAS para cambiar el registro como publicista a uno como artista y profesor de arte. Un año más tarde comencé a enseñar en la Universidad Nacional donde permanecí treinta y cuatro años, durante los cuales me construí como ser humano y artista. Desde allí me vinculé a toda la estructura social y política de este país de los años 60 cuando la universidad era una olla a presión dispuesta a estallar en cualquier momento. La Nacional fue el termómetro político intelectual del país. Para mí comenzó como un aprendizaje desde la academia cuando me inicié como profesor siendo muy joven. Iba con mis amigos intelectuales a experimentar la vida nocturna under ground que para los artistas podría resultar muy interesante y que mostraba otra cara de la condición humana que a la larga ha sido lo que siempre me ha interesado y lo que fui desarrollando en mi trabajo.

En Italia fui testigo de toda la preparación de las mujeres del cabaré y del striptease en sitios clandestinos para configurar la vida de los hombres, los que hacían lo que querían mientras sus esposas permanecían en casa. Lo que también pasó en Colombia por mucho: la prostitución fue y siguie siendo aplicada a toda una serie de experiencias de los hombres. Temas tabú para la época. Si nos remontamos unas décadas atrás, esa era una realidad inocultable. Las ciudades parecían una película del neorrealismo italiano. Conté con suerte pues llegué al país en un momento muy especial pues todo estaba surgiendo: la televisión, el teatro, la radio, el cine. Todas las artes. Muy rápidamente me uní a la intelectualidad gracias también a mi hermana. Giovanna vivía en una casa grande en Chapinero con una pareja de italianos, una modelo de Gucci y Franco Lippi proveniente de Lucca, que me conectó con los artistas Augusto Rendón y Carlos Granada. Llamé a Rendón para ponernos una cita en el Cisne, restaurante bar en la Torre Colpatria, uno de los pocos sitios decentes a los que se podía ir y donde se reunía la gente del teatro y la televisión, arquitectos y artistas. Era el lugar preferido de personajes como Marta Traba, Kelly (actriz, hija del embajador noruego), Santiago García, Patricia Ariza y su grupo de fundadores de la Casa de la Cultura y del Teatro La Candelaria que me adoptaron por seis años, entre otros. Siempre me gustó caminar hasta el lugar al que me dirigía pues me permitía conocer los diferentes sectores de Bogotá. Y así lo hice para reunirme con Rendón, que me esperaba frente a la facultad de arte en los talleres de grabado de la Universidad Nacional junto a Rengifo, otro grabador de prestigio.

Le mostré mi trabajo y me invitó a hablar con el decano de la Escuela de Arte, Manuel Hernández. Recuerdo que Marta Traba, como directora del Museo de Arte Moderno de la Universidad Nacional, pasaba la mayor parte de su tiempo ahí, lo que me permitió conocerla de cerca y que ella conociera mi trabajo. Acto seguido, Marta me presentó con Manuel. Ese fue el camino que empecé a recorrer y que me llevó a vincularme a la Nacional como profesor de tiempo completo de dibujo, color, pintura, fotografía, murales y grabado. Esto fue posible una vez registré mi cambio de profesión seis meses más tarde, el 4 de febrero de 1967.

Destaco a profesores de mucha importancia como Quijano, Augusto Rendón, Alfonso Mateu, Carlos Granada, Rengifo, Velásquez y otros artistas que conformaron una especie de colectivo, sin serlo realmente, y comenzaron a hacer una obra muy crítica que cobró una gran importancia en América Latina. Si bien dicté mis clases en la Universidad, parte de mi tiempo lo dediqué a mi trabajo artístico y al teatro en compañía de Santiago García y de Patricia Ariza, en la Casa de la Cultura. Hice un dibujo en el año 66 para el catálogo de la obra de Marat Sade y en La Candelaria participé con la escenografía y el vestuario de Cadavere Cercado, obra sobre la Revolución de Argelia. También colaboré con la escenografía y vestuario, con Carlo Peroso, de una obra argentina, La Fiacca, que se presentó en la Universidad Nacional. Así mismo, con Kepa Amuchástegui y su esposa Bellien Maarschalk, en la obra Esperando a Godot.

Esta experiencia la consideré valiosa y enriquecida en relación con un trabajo interdisciplinario del que hacen parte la iluminación, el escenario, la coreografía, el cuerpo, los trajes, la palabra y la interpretación. Todo esto hace vívida la puesta en escena. Es la representación del momento en el que se exhibe frente a un público, su público.

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Recuerdo el Desfile 2000, a finales del año 66, en el que los artistas hicieron un trabajo muy emblemático cuyo propósito fue recoger fondos destinados a auspiciar la Casa de la Cultura. Diseñaron vestidos para las modelos que desfilaron en El Tequendama. Afortunadamente tuvo mucho impacto en la sociedad, pues las personas respondieron de manera muy generosa y entusiasta. Santiago García y Patricia Ariza convocaban a reuniones en su casa en una época en la que Bogotá no contaba con sitios a los que se pudiera ir. Qizás El Cisne, El Automático, La Romana eran los únicos y los preferidos de escritores, poetas e intelectuales como Otto de Greiff y Omar Rayo para nombrar solo dos.

La Calle de la Deshonra fue famosa por las fiestas y tertulias que hicieron sus vecinos como Enrique Grau, Beatriz Daza (ceramista), Dora Franco (primera modelo que posó desnuda en Colombia), Hernán Díaz (fotógrafo), Feliza Bursztyn y Diego León. Grau abría las puertas de su casa a intelectuales como Obregón, Álvaro Cepeda Samudio, Marta Traba, Estrellita Nieto, Raquel Ércole, Gonzalo Arango, Jota Mario, al Monje, Salmona, Roberto Álvarez, Jacques Mosseri, Ana Mercedes Hoyos, Norman Mejía, Álvaro Hernán, Manolo Vellojín y todos los miembros de la casa de la cultura y de la sociedad bogotana, pero también de afuera, para ofrecer fiestas muy creativas, propias de artistas. En su casa hizo muchas películas con Diego, se disfrazaban y se divertían en grande. Fue muy visitado por judíos compradores de arte, pues no había otro lugar donde pudieran adquirir obras. Alguna vez en alguna fiesta en el edificio Sabana de la calle 19, comenzaron a jugar con los extintores hasta inundarlo de espuma, lo que deja ver una época de locura y rebeldía, pero también de mucha imaginación. Y es que en la ciudad no pasaba nada y había que hacer que las cosas pasaran. Bogotá era gris, oscura y su muy escasa iluminación en las noches obligaba a caminar por el centro de sus calles para no ser asaltado por los atracadores que se escondían en las entradas de las casas y de los negocios. El centro era ocupado por militares desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana, lo que para mí fue traumático porque nunca portaba los documentos de identificación conmigo, por lo mismo fui detenido en repetidas ocasiones. Amanecí en las comisarías donde conocí toda la tragedia humana de la vida nocturna de la ciudad, su bajo fondo de ladrones, prostitución y demás. Y mi hermana, sin falta, todas las mañanas del día siguiente tenía que rescatarme.

En una primera instancia trabajé en el museo Santa Clara, el claustro donde estaba la Escuela de Arte en la que montaron la primera oficina de restauración. Y fue precisamente en este bellísimo lugar donde la Universidad me asignó un estudio muy grande en el que me dediqué a producir mi obra durante un año. En ese momento la Nacional se estaba trasladando al campus actual. Enrique Buenaventura convocaba en un apartamento de una amiga, cerca de la Jagua, a Santiago García, Patricia Ariza, Jacques Mosseri y Carlos José Reyes, a reuniones, en las que yo hacía presencia para leer los guiones de teatro que estaba preparando y así se retroalimentaba de sus amigos para montar el Teatro Experimental de Cali y también para tener el concepto crítico de quienes lo acompañaban. Para ese momento yo vivía cerca de la Universidad de los Andes con Lubi Brooks (modelo americana de gran reconocimiento que montó la primera escuela de modelaje en Colombia) y fui vecino del apartamento de Nereo López, Luis Caballero, Amalia Guerrero y otros. Las tertulias eran muy interesantes, llenas de energía en lo cultural y artístico. Se querían hacer cosas diferentes, romper esquemas y costumbres porque la sociedad era violentamente conservadora, así que cualquier cosa por encima de los rigores impuestos generaba escándalo.

A Carlos Granada le censuraron exposiciones porque hacía desnudos, por ejemplo. No fueron pocos los eventos en los que nos encontramos artistas de todo el Continente, en ellos había diálogo pero también protesta, manifiesto, mucha actividad que abría espacios de expresión en busca de una transformación social. Alguna vez, en Bosa, conocí al decano de Arquitectura de la Universidad de los Andes, Eduardo Pombo, que desde hacía un tiempo se había propuesto montar talleres de grabado con Rendón y con Consuegra. Eduardo me citó en la universidad, llamó a Roda, el director de la escuela, y le dijo que yo era el profesor de grabado, sin consultarme ni advertirme antes siquiera. Era el año 68 cuando comencé a construir la primera carrera de grabado en el país donde gradué alumnas de los Andes como María de la Paz Jaramillo, María Elena Bernal, Cristina Rodríguez, quien murió poco tiempo después. Recuerdo estudiantes que no cursaron la carrera pero que fueron importantes en grabado como Mónica Meira, Cristina Cortés, Liliana Durán, Alicia Viteri, entre muchos otros. En esa época empecé a hacer una campaña muy fuerte con el grabado, pues en Colombia había un desconocimiento muy grande. Una vez me encontré con Byron López, lo sorprendí mostrándole mi trabajo, pero él pensó que no eran originales. Me dijo que a él le gustaba la obra única, el mismo argumento de todos los desconocedores de la gráfica.

Con un grupo de amigos, los Rocha, los Durán y otros, formamos un pequeño círculo alrededor de Peter, personaje de las entrañas de Lufthansa, empresa de correo aéreo, que con sus azafatas nos ayudó en nuestro propósito de importar materiales de grabado que no se conseguían en ese momento en el país. Las papelerías se entusiasmaron con estas importaciones y hubo un auge bastante fuerte del grabado entre los años setenta y noventa. En convenio con el Banco de la República me desplacé por todos los rincones del país durante veinte años montando talleres con el propósito de que la gráfica fuera conocida y entendida. Así fue como visité regiones y ciudades que tenían escuela de arte como San Andrés, Santa Marta, Cartagena, Valledupar, Bucaramanga, Medellín, Pereira, Manizales, Cali y Pasto (se me pueden escapar algunas).

Ahí enseñé la técnica de grabado a alumnos y profesores. También fui invitado a dictar cursos de grabado por entidades universitarias privadas. Recuerdo a la Universidad del Atlántico, en San Pedro Alejandrino de Santa Marta; el Museo Rayo, en Roldanillo; Cartago, Villa de Leyva y Calarcá, donde me rindieron un homenaje. Participamos en bienales internacionales de las que también hizo parte Omar Rayo, a quien conocí a través de su trabajo en Italia en el año 56 en la bienal de Venecia. En los años 50 resurgió el grabado con los artistas que crearon el pop-art americano como Rauschenberg, Linkestain, Warhol, Jasper Johns, entre otros. Le di tanta importancia al grabado que en el año 68 monté mi propio taller que lleva mi apellido, El Taller Giangrandi. Ahí comencé a ser curaduría y grabado a todos los artistas del país.

El Mundo me rindió un homenaje a través del sello de agua de mi taller, hecho por David Consuegra, también responsable del logotipo del MAMO y otros, para rescatar la tarea que emprendí en el aspecto de la edición gráfica desde Bogotá. Mientras hacía mi obra y enseñaba, trasnochaba para editar el trabajo de los artistas plásticos, lo que representó una experiencia maravillosa y muy enriquecedora que se hizo a través de un diálogo permanente con ellos. Se evidenciaban las diferentes técnicas, la producción de los que eran muy experimentados, lo que aportó un conocimiento muy nutrido.

Conocí a Alejandro Obregón por medio de la modelo Estrellita Nieto, personaje muy importante en el país que vivía cerca de la primera Bolera de Bogotá en un edificio donde también vivía Santiago García, Jack Mosseri y Roberto Álvarez. Allí se reunían los actores de la Candelaria y de la Casa de la Cultura. Puedo decir que vi pintar un buen número de los ícaros de Alejandro: lo hacía en su inmensa sala mientras sus amigos conversábamos. A las seis de la mañana interrumpía para preparar huevos pericos, un plato completamente nuevo para mí. Un día me dijo que quería hacer unos grabados con la técnica de la viscosidad de Hayter. Yo apenas había montado mi pequeño taller y no disponía de toda la herramienta para ejecutarla. Obregón ya la había trabajado en París con Stanley William Hayter, de quien yo tenía alguna información. Efectivamente hicimos tres placas, una nunca la imprimió y al final me la regaló, las otras dos matrices fueron impresas en distintos colores. Hicimos impresiones de una placa de un cóndor y de una barracuda en edición de cincuenta imitando la técnica de Hayter. Curiosamente, un día Byron López le compró todos los grabados.

Al día siguiente, cuando llegué a mi estudio, encontré un fajo de billetes con una carta diciendo: “Umberto, los grabados se vendieron en tu estudio, esta es tu comisión. Con esta plata puedes mejorar tu taller”. Lo llamé para manifestarle que yo no quería nada ni esperaba nada, pero él insistió. Logré tener entonces un taller mucho más completo con la generosidad de Alejandro Obregón. Ahí empezó el Taller Giangrandi de grabado en metal, donde muchos artistas nacionales desarrollaron su obra y sus ediciones. Más adelante abrí el Taller Giangrandi de serigrafía, por el que pasaron los artistas más importantes de Colombia y algunos de Latinoamérica, entre los cuales estuvieron Cruz Díez, Liliana Porter, Oswaldo Guayasamín y Peter Mussfeldt. Este taller se terminó en el año 2018 y la Galería El Mundo realizó toda una revista con relación a la importancia que tuvo. Recuerdo que en una exposición que hice en el Centro Colombo Americano al final del año 68 en Bogotá, Alejandro me presentó como artista.

Y es que yo tenía veinticuatro años y él alrededor de cuarenta, por lo que tenía mucho que aprenderle, un tipo estupendamente humano, gran artista y muy generoso. En los años 67, 68 y 69 hice una serie de grabado y pintura sobre la violencia en Colombia; también exposiciones colectivas con el artista Carlos Granada en relación con obras testimoniales y crítica social. En 1969, el Museo de Arte Moderno de Nueva York compró dos grabados que hice sobre los temas de los inquilinatos, Espacios vecinos. "Observar el trabajo de Giangrandi supone encontrarse con un particular interés por el cuerpo…, cuerpo que era depositario de la violencia y la marginalidad, vinculado a una temática testimonial de corte expresionista, cromáticamente fuerte; habitaba espacios urbanos donde personajes anónimos vivían su propio drama y a través de los cuales se reflejaban condiciones socioculturales…

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Espacios vecinos aborda el tema de los inquilinatos y sus moradores, de la situación de violencia en Latinoamérica, o de la carrera 12, tomada como escenario del paisaje de la ciudad y sus pobladores marginales…", escribió Ivonne Pini.

En 1969 presenté en la galería El Callejón una exposición con esta obra, además de monotipos y grabados sobre lugares que investigué por mucho tiempo. Lo que busqué aquí fue representar la vida que se desarrolla en un espacio comunal que congrega distintas clases sociales. Este fue un trabajo que se centró alrededor de una estructura simbólica donde se veía el lavadero comunal, por ejemplo. Donde transcurrían el día y la noche o aparecían rasgos lúdicos, dramáticos, violentos, propios de un mundo absolutamente marginal que, además, contenía una poética alucinante. En 1972 se inició el Taller 4 Rojo, que es la unión de un colectivo de artistas que empezaron a hacer toda una obra experimental a nivel testimonial sobre la violencia en Colombia. El Taller estaba comprometido con la identidad socio cultural latinoamericana, apoyado en un trabajo sociológico, antropológico, psicológico y estético de carácter testimonial. Fue un hito referente de gráfica, serigrafía, dibujo y pintura alrededor de todo lo que estaba pasando en un país donde la comunicación fallaba.

Los artistas no solamente se expresaron con las artes gráficas, sino también con la pintura y el dibujo. Fui el cofundador del taller en compañía de artistas como Nirma Zárate., Diego Arango, Carlos Granada y Jorge Mora. Con el tiempo se unió Fabio Rodríguez. Funcionó hasta 1976. En ese entonces la universidad hacía honor a su nombre: al no tener sedes regionales congregaba a todos los estudiantes que desde sus diferentes orígenes llegaban con un discurso para contar lo que la prensa no hacía. Se volvió entonces una olla a vapor y por muchos años se enfrentó a los gobiernos como el de Rojas Pinilla, durante el que murieron muchos estudiantes por la represión y la fuerza del Ejército y la Policía, que desaparecieron a la gente con el Estado de Sitio. Fueron muchas las masacres que se dieron sin que la prensa lo comunicara.

Estando en un Consejo Directivo de la Facultad de Artes, en el año 68, los estudiantes le echaron piedra al presidente Lleras, que media hora más tarde mandó los tanques del Ejército: aunque la fuerza pública requiere autorización del rector para ingresar a la Universidad, Lleras dijo que esa no era una isla y la facultad fue destruida por completo.

En el momento de una desbandada nos llevaron a todos presos con los miles de estudiantes que entraron a nuestras instalaciones y recibieron más de cien bombas lacrimógenas. Los estudiantes se lanzaban por las ventanas desde el segundo y tercer piso. Estudiantes, profesores, decanos y extranjeros estuvimos más de 12 días detenidos en un batallón a la intemperie, soportando el frío y la lluvia de las noches- Nos dieron pan y agua de panela como único alimento. Recuerdo que Marta Traba protestó y Lleras casi la saca del país, pero se abstuvo porque ella era la esposa de Zalamea y tenía hijos colombianos.

Los profesores y extranjeros presos tuvimos que enviarle una carta al general Ayerbe Chaux para ponerlo en conocimiento de nuestra situación, tarea que no hizo la universidad y, si bien la Embajada me estaba buscando, no sabía dónde encontrarme. El general Chaux, con esta información, ordenó nuestra liberación inmediata. Nuestra manifestación de artistas dio sus frutos: se fueron moviendo situaciones importantes y con la mirada aguda de la familia colombiana, la sociedad fue avanzando. Fue entendiendo y transformándose, aunque hoy todavía hay mucho por hacer: tristemente la guerra es una industria que no acaba. Estos temas fueron relevantes para mi producción pues mi obra comenzó a tener una mirada muy crítica frente a los movimientos sociales, la clase trabajadora y las distintas formas de opresión a todo nivel. El Taller 4 Rojo, precisamente, buscó reconstruir la identidad de un país atropellado. Hicimos un trabajo muy político aglutinando y enfrentando un poco al arte que se concebía puro y crítico, un poco las dos vertientes que se desarrollaban en todo el mundo por la Guerra Fría.

Había una mirada del arte muy poco comprometida con el ser humano y, en cambio, sí lo estaba con el concepto de la estética pura como herramienta importante que, de alguna manera, hizo una revolución sin enfrentar las realidades de su momento. Comenzó un trabajo desde la mirada del arte que se desarrolló en la universidad con el Taller 4 Rojo y con el Taller Giangrandi, que comenzó a ser tenido en cuenta para debatir ideas bajo el respeto a la diferencia. Ese diálogo fue fundamental y trascendente pues es la base de la riqueza del pensamiento y de la consolidación de una estructura creativa. Imposible no hablar sobre la investigación que adelantamos los artistas de la segunda etapa del Taller 4 Rojo. Carlos Granada, Fabio Rodríguez y yo, dirigidos por Juan Jaramillo, investigamos sobre la locura analizando a los pacientes víctimas de la violencia en el Tolima, quienes estaban internos en el manicomio de Armero, donde tristemente la avalancha los mató a todos.

En esta época el maestro Granada, Fabio Rodríguez y yo desarrollamos una carpeta investigando la violencia en Colombia con tres obras gráficas, cada una intervenida a tres manos con textos de Ramón Varela y Darío Ruiz. En esta época, con Juan Jaramillo y Joyce Lamassonne, fui varias veces a la vereda de Tota donde adelanté una investigación para la Universidad Nacional sobre el paisaje y la siembra de los cultivos de cebolla y, alrededor de la laguna, observé el trabajo de los campesinos y su colorido vestuario, especialmente el de sus suéteres. Este paisaje me trajo a la memoria una sensación de Van Gogh generada por la relación del agua al nivel de la tierra y, por supuesto, por la variedad de verdes que ofrecía ese paisaje. Recuerdo que, en los años 74 y 75, subí con el doctor Miguel Dávila a un encuentro indígena en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde propusimos a los mamos fundar un consultorio médico entre las dos culturas medicinales, más que todo en relación con la vacunación de los niños contra las enfermedades de la infancia.

Permanecimos algunos días conviviendo con ellos y aprendiendo de toda su cultura. También tuvimos un bautizo en contra de todos los maleficios. Desarrollé un trabajo fotográfico con relación a la vida de ellos, sus ritos y la búsqueda e identificación de las plantas medicinales. Fue una experiencia maravillosa que incidió mucho en mi vida de ahí adelante.

Cómo no hablar del proyecto que adelanté por invitación del Banco Central Hipotecario (BCH) con relación a una curaduría para una exposición de gráfica colombiana que se llevó a cabo en el recién creado Unicentro. También realicé una segunda curaduría bajo la dirección de Inés Gutiérrez de Socolof, con escritos del historiador cubano Galaor Carbonell, de los talleres de gráfica privados, en los cuales los artistas podían desarrollar sus ediciones. Coordiné la edición de seis videos con relación a las distintas técnicas de grabado tradicional con los artistas Augusto Rendón y Alfonso Mateos. Nosotros nos encargamos del grabado en metal, Nirma Zárate de serigrafía, Alfonso Quijano de xilografía y Luis Paz de litografía. Estos trabajos enriquecieron la enseñanza académica en la universidad.

En el 2000, estando en la Universidad de los Andes dictando el curso de grabado y serigrafía, fui llamado por la entonces directora del Instituto de Cultura y Turismo, Rocío Londoño, para nombrarme director de la ASAB a partir del año siguiente. Mi mayor responsabilidad fue encontrarle un norte, pues con el cambio que iba a sufrir el Instituto de Cultura y Turismo con la secretaría de cultura, recreación y deporte, la ASAB tendría que desaparecer. Fue así como la integramos, con un equipo docente, a la Universidad Distrital, con la aprobación del señor alcalde para ese momento, Antanas Mockus, y de su rector.

Para el 2007 hice una gran retrospectiva en todo el museo de la Universidad Nacional llamada Testimonio de Vida, donde presente pintura, dibujo, grabado y fotografía para sumar 130 obras.

En el 2015 o 2016, si mal no recuerdo, la Universidad Distrital me hizo un homenaje en el antiguo matadero restaurado, Aduanilla, donde expuse una serie de grabado, pintura y dibujo para un total de 75 obras. Con la Universidad de Canadá y la ASAB hicimos una serie de proyectos artísticos, uno en particular se logró por un trabajo a cuatro manos que tuvo que ver con el Internet y que se mostró en Quebec, en el Archivo de Bogotá y en la Biblioteca Virgilio Barco. Cruzamos ideas que intervenimos por etapas hasta lograr el resultado final para imprimirlas luego en gran formato, en plotter. Fue una dinámica diferente, muy única y enriquecedora. Nos unimos mexicanos, canadienses y profesores de la ASAB para otro proyecto de dibujo a seis manos, donde cada artista propuso un trabajo en una tercera parte de una hoja de pliego en tema libre donde al final se expuso la hoja dibujada en la que quedaron imágenes que resultaron muy interesantes.

Puedo expresar que, desde los años 60 hasta hoy, siempre he estado trabajando mi obra tanto en la gráfica, en la pintura, en el dibujo y en la fotografía sin distanciarme de la enseñanza. Y rescato cómo mi obra ha sido consignada en un número importante de libros, revistas y catálogos de arte que la contienen, producidos por reconocidas casas editoriales y diversas instituciones.

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Reflexiones

No puedo decir que estuve solo en mi propósito, muy por el contrario, he sido enriquecido por la gente con la que me he relacionado y que me ha ayudado a construir mi historia de vida, lo que se traslada al taller en el que me encierro a soñar con lo que quiero hacer. Es la forma de mi existencia. Para mí la vida es más importante que el arte: sin ella no hay nada, si no vivo no puedo expresar absolutamente nada. Siempre he manifestado que quiero vivir, quiero sentir la vida, quiero gozarla. Si logro esos cuatro elementos, puedo expresarme de forma artística: no soy un artista que cree solamente en la estética, pues para mí esta es importante, pero ligada a una expresión de vida, a una experiencia, al sentir de una estructura social que me conmueva, que me motive a expresarme y a dejar una huella frente a las injusticias, frente a un rostro, frente a todas las temáticas que he trabajado y a las que les he dedicado gran parte de mi vida hasta hoy.

A mis once años en Italia yo estaba convencido de mi trabajo artístico, pero era muy joven, había claridad, pero también la interferencia de la juventud, de la rebeldía y una convención que se fue construyendo para convertirse en mi existencia, que ha pasado en el campus universitario, en la calle y en mi estudio. Ahora permanezco más en mi casa, antes eso no pasaba nunca. Un amigo médico, Juan Jaramillo, me decía: “Giangrandi no tiene casa, lo que tiene es catafalco”. Siempre consideré que en el espacio urbano estaba la vida y por lo tanto era lo que me interesaba. Tuve mucha energía, iba a la casa solamente para dormir, lo que pasaba entre tres y cuatro horas diarias gracias a un sueño profundo.

La enseñanza para mí ha sido fundamental. La comunicación con los jóvenes me ha enriquecido y me ha hecho feliz. Al principio, seguramente, tuve dificultades: la pedagogía en el arte no existía en mi época, pero la experiencia me fue moldeando. Un punto importante es que los artistas que entran a la facultad tienen que trabajar en arte: esa es la condición para transmitir su conocimiento. Yo enseño buscando un concepto de vida y ayudando a descubrir lo que se quiere decir: no se trata de imponerse, sino de acompañar en el encuentro con su propio mundo con un concepto crítico y mostrar caminos alternos que ayuden a crecer al estudiante. Lo curioso es que yo nunca quise ser profesor, no lo consideré. Cuando terminé la escuela quería ser artista, fue algo que tuve siempre muy claro y no dudé. Quería construir mi mundo alrededor del arte como artista transgresor, pero descubrí también que la enseñanza fue muy importante y protagónica en mi vida. Me ha gustado hacer lo que quiero, no voy tomado de la mano con la moda ni con los movimientos ni con los críticos o curadores: hago lo que siento por encima de cualquier consideración. Nunca he hecho concesiones con respecto al arte y parte de esa rebeldía se manifiesta en la obra que tengo guardada desde hace cincuenta años. Mi trabajo siempre ha respondido a mi mirada, a mi concepción del mundo. Para mí el arte ha sido sagrado, una expresión en el mundo de las contradicciones y del apuro. Con el arte he hecho lo que me ha nacido y lo que he deseado.

He buscado intuitivamente construir mi mundo que nace de una emoción, de una mirada crítica, sociológica y antropológica, y que responde a una necesidad de vida. Me interesa mucho la mirada del otro y el desarrollo de la estética, de la sensibilidad y del contenido, sin importar si fue a cabalidad o si logré el centro. Busco sin falta el análisis y la crítica. También considero que, en algunos casos, la crítica y la curaduría bien aplicada, pueden ser relevantes. Hay tres preguntas que considero importantes y que me formulo cada día: ¿qué hago?, ¿por qué lo hago? y ¿para quién lo hago? Son fundamentales para crear mi obra: si no tengo nada que decir prefiero no producir y, entonces, no lo hago y me dedico a investigar y escoger temática.

Le tengo alergia a la disciplina, puedo pasar horas sentado en mi taller sin actividad mientras busco una idea, algo que despierte mi interés, que me apasione. En el momento en que esta llega me boto completamente a producirla. Esa es mi forma de vida frente al arte. La mirada del deseo ha sido siempre un elemento importante en mi producción, pues también tengo mucha obra erótica. El erotismo, en un momento dado, fue muy importante e hizo parte de una liberación frente a una sociedad conservadora que tiene muchos tabúes que debería eliminar para emanciparse. Haber sido artista y docente son para mí honores que no cambiaría nunca. De hecho, cuando llegué a Colombia y comencé a buscar la forma de ganarme la vida, me ofrecieron trabajos que no me interesaron y que podían darme réditos económicos, pero no los acepté y comencé a mirar la academia como alimento, como insumo de artista porque tenía que estudiar, exponerme y actualizarme para poder responderle a los estudiantes. Siempre he tenido una posición crítica frente a las galerías y también frente a muchos eventos oficiales de los que he participado para entender el medio. Se hace evidente cómo el gobierno y la galería explotan, en muchos casos, al artista.

Curiosamente, en la actualidad preparo una exposición que posiblemente se presente en la Galería de Alonso Garcés. Estoy trabajando también con un grupo del que hacen parte William López, María Toro y Silvia Juliana, en la Galería El Dorado de la Fundación Bachué de José Darío Gutiérrez. Queremos digitalizar todo mi archivo fotográfico desde los años 60. He sido reacio al mundo del arte, lo encuentro complejo, mueve sentimientos con los que no me identifico, con los que no me guío. Hay muchos “Papás” en el arte que deciden por todos, aun cuando nadie es dueño de la verdad absoluta. Hay gente mesiánica a la que le tengo mucha alergia. Las grandes galerías requieren de un músculo financiero para apostarle a un artista joven, deben invertir en él con exclusividad y esperar a que madure con el tiempo. Como ejemplo están las que compraron la obra de Picasso, John Brack, Modigliani, de impresionistas y otros. Mi producción artística se encuentra en museos de Colombia. Hace parte de la colección del Banco de la República, de dos salas permanentes del Museo Nacional, de San Pedro Alejandrino; de los museos de Arte Moderno de Antioquia, Cartagena, Bucaramanga, Manizales y de Bogotá, entre otros. Y está en muchos otros países, como en la Casa de las Américas de Cuba. He sido reconocido de formas muy distintas. El más reciente fue en 2018, en la bienal de grabado Internacional de Sarcelle en París, donde obtuve el primer premio con la obra gráfica Los espacios vecinos y América Latina. Además, soy muy aficionado a la fotografía. Dediqué muchos años a recorrer el país con mi cámara capturando imágenes de personas anónimas, indígenas, campesinos, gente de a pie, vendedores ambulantes, trabajadores en su actividad, retratos de distintas etnias, manifestaciones, elecciones presidenciales, espacios arquitectónicos y urbanos, pero también paisajes.

También hice fotos de estudio que sirvieron para desarrollar una exposición en el 2006 en el Museo de la Universidad de Antioquia. Muchas imágenes las utilicé en relación con mi obra pictórica y gráfica.

Mi vida sentimental ha estado rodeada de personas con las que he tenido unión libre. Siendo muy joven, nunca me interesó estar en pareja, ni siquiera la sola idea me atrajo. Con el tiempo peleé por el concepto no tradicional de relacionarse con el otro, busqué no repetirme tanto en los aciertos como en los fracasos. Siempre hubo movimiento, el de entender la vida en relación al comportamiento de la unión en todas sus facetas que arman un compendio relacionado con la concepción del mundo que cada uno tiene y que cambia constantemente. Hoy la pareja se relaciona distinto, hay otra mirada, otro entendimiento. Las relaciones no se mueven bajo el concepto de posesión, son mucho más libres aún viviendo juntos: lo cotidiano nadie se lo aguanta si no se tiene una predisposición muy particular de dependencia. Un poco diferente ocurre cuando se busca pareja para iniciar una familia y es válido, pero en el mundo de cierta bohemia, donde hay tantas contradicciones y caminos, lo tradicional se queda muy corto.

Me he unido a personas muy interesantes con quienes he tenido un proyecto de vida. Además de la atracción, que parte del pensamiento y del deseo, las motivaciones y los objetivos de vida nos han acercado. Las relaciones no se han acabado, lo que se ha terminado es la convivencia. Ha cambiado la perspectiva de interactuar y entender al otro. Hay valores que se intercambian y perduran como la confianza, el respeto y el diálogo sin posesión y sin celo. No soy romántico, soy realista, me gusta entender una sorpresa, un azar, un encuentro. El pilar soy yo y eso no compromete de una manera estricta al otro. Mi hija Cata es antropóloga, trabaja en cine y televisión haciendo vestuario. Su carácter es tranquilo y calmado. Mi hijo Lorenzo estudió arte y le gusta la polémica. Los dos son muy distintos en estilo de vida y formas de ver el mundo. Llegaron a mis cuarenta años cuando me enamoré de Mónica Restrepo Hernández, una niña de diecinueve que me indujo a tenerlos. Mónica falleció en el 2000 por un accidente de carro en Ciénaga.

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¿Cómo asume la soledad?

La soledad para mí es fundamental: me encanta hacer lo que quiero sin molestar a nadie y sin ser molestado.

¿Cuál es su sentido real de la existencia?

Nacer, crecer y buscar en el hacer lo que enriquezca no solamente la vida propia sino el entorno.

¿Qué le gusta dejar a las personas que se acercan a usted?

Una sonrisa y siempre mirar a los ojos.

¿Qué debería decirse de usted el día de mañana?

Que fui fiel a mis principios. Pero no me interesa la pureza, tampoco la del pensamiento. “A veces la libertad también hay que apretarla”

¿Cuál debería ser su epitafio?

Me gustó mucho vivir la vida.

Por Isabel López Giraldo

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Fabian(10515)12 de noviembre de 2020 - 01:33 a. m.
Grande muy Grande.recuerdo visitar su taller por la época de Jaime Valencia y ese combo del Valle.Que tiempos tan formidables.
-(-)12 de noviembre de 2020 - 12:02 a. m.
Este comentario fue borrado.
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