Cómo es de extraña la vida cuando se acaba, cuando deja de ser vida pero aún está en el recuerdo de los que seguimos. Una especie de segunda existencia hecha de retazos en la memoria de los otros y, en el caso de Lucho, de sus libros, de los millones de lectores que tuvo entre Italia, Francia y Portugal y, por supuesto, en toda la lengua española. El éxito de Lucho fue algo descomunal y lo de “millones de lectores” no es metafórico. También recibió críticas y de hecho hace un año, a pocas horas de morir, no faltó quien se apresurara a proclamar que era un novelista mediocre, con ese afán de quien salta de primero sobre el féretro de alguien famoso a proclamar su urgente verdad antes de que el inmenso público, que no es suyo sino del muerto, se retire. Los muertos ya no pueden defenderse de los vivos. Su vida detenida y su obra, si es que esta perdura, es lo único que puede hablar por ellos. Y sus amigos, claro, las personas que lo quisieron y que en el caso de Lucho fueron una gigantesca legión, casi una cofradía. Pocos escritores he conocido que fueran tan queridos por sus lectores. No solo admiraban sus libros, sino que darían la vida por ser amigos de él, invitarlo a cenar a sus casas, beber unas copas. Un afecto parecido al que, según he visto, provocó también Cortázar. Sus lectores querían adoptarlo, estar cerca de él. Ser él. Muchas veces, estando con Lucho en festivales literarios, intenté comprender de dónde venía su asombroso carisma. Era una mezcla de ingenio, buen humor, elocuencia y capacidad de acertar con la frase justa en cada momento. El público enloquecía con sus historias, siempre repletas de humor, ternura y nobleza. Su inteligencia verbal era enorme y la gente lo aplaudía y seguía como a un rock star.
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Lucho estuvo dos meses hospitalizado en una UCI, intubado, recibiendo lo que, hasta ese momento, podía dar la ciencia médica contra ese desconocido virus. Primero le destruyó los pulmones y luego los riñones. Estuvo en diálisis hasta que fue imposible conectarlo y murió a las pocas horas. Es difícil (e inútil) pensar que si se hubiera enfermado seis meses después tal vez no habría muerto. La medicina estaba mejor preparada. Son ideas ociosas y tristes, pero uno se empecina en imaginar las muchas posibilidades que tuvo Lucho de no enfermar y no morir. Porque fueron muchas. Entonces uno se pregunta: si hubiera logrado sortear ese difícil retén de la vida, ¿cuántos años más habría vivido? Bueno, en realidad esa pregunta nos la hacemos todos. Somos como los replicantes del filme Blade Runner: nos preguntamos por el tiempo que nos queda, esa fatídica cuenta atrás que invariablemente acabará con el segundero detenido en una fecha que ya no veremos. Porque como dijo Wittgenstein: la muerte no forma parte de nuestra vida. “No podemos vivir la propia muerte”. Nuestra muerte les pertenece a los otros, igual que el recuerdo de lo que fuimos. Hasta que lleguen todos los olvidos, incluido el olvido que seremos, y todo acabe para siempre. Un año ya sin Lucho, ¡caramba! Qué extraña es la vida y qué misteriosa sigue siendo la muerte.