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Sevilla en tiempos de pandemia

Hubo tal época en la que mientras más viajaba menos me sorprendía. Por más que un destino se presentara ante mí desconocido, ya había visto una cascada más alta, un río más azul o un paraje más enigmático.

Lorena Guerrero Moreno
01 de enero de 2021 - 08:44 p. m.
Imagen del campanario de La GIralda, en Sevilla, España, uno de los puntos de referencia de la ciudad.
Imagen del campanario de La GIralda, en Sevilla, España, uno de los puntos de referencia de la ciudad.
Foto: Archivo Particular

Caí en un tedio que no entendía, un pasmo injusto que no era merecedor ni del destino más desprovisto de historias ni de quien fuese un viajero consagrado.

Aunque apenas comenzaba a acumular experiencias, aprovechaba algún referente anterior para hacer esa comparación mental que me ayudara a encontrar el “pero”. Me armaba un lío convenciéndome de por qué lo antes vivido era mejor que lo que tenía en frente, malgastaba neuronas saboteando mi disfrute de los lugares.

No sé si por etnocentrismo o por culpa de no mostrar pertenencia hacia lo mío -como si sorprenderse excluyera lo anterior-, pero era la misma razón para que no me atreviera a considerar otras ciudades como un lugar donde hacer una vida. Concebir otro espacio como mi hogar más que cumplir con unos requisitos, significaba conectarme con el destino en un sentido casi espiritual.

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Atrás quedó el verano en Sevilla, ese destino que a priori me saturó con el sinfín de referencias de autores, de canciones, de comentarios de amigos y de clichés publicitarios de los que abundan en la web. “La ciudad más linda de España”, y todos esos apelativos que hacen daño a la percepción de un viaje, me hacían pensar que se trataría de uno turístico en exceso y, una vez más, que la vara de mis expectativas estaría demasiado alta.

Un bochorno indulgente me abrazó y de ahí en adelante fue mi compañero sorpresa tras sorpresa. Primero su Real Alcázar (aunque le venga mejor lo de irreal), ese deleite arquitectónico de apariencia mudéjar, de herencia almohade y renacentista, donde me imaginé por horas como una princesa Budur de las Mil y una noches. En él no cuesta armarse el cuento, quizás por esto habrá sido elegido como uno de los escenarios de Juego de Tronos.

Entre alfarjes, siguiendo una secuencia de baldosines y zócalos, haciendo pausas para contemplar las columnas de azulejos y arcos de filigrana caí en la trampa de pensarlo como un Topkapi pero más modesto. Me reprendí y paré. El placer sensorial del conjunto que es el Alcázar, el eco de sus incontables fuentes y estanques, el espectáculo de sus pavos reales, el olfato saciado a naranjos y limones, la desconexión de sus jardines, todo era lo que era. No había lugar a comparaciones.

Lejos de ser la frenética capital que me habían descrito, tuve la dicha de recorrer Sevilla a mis anchas, a mi ritmo y sin premura. De tapabocas, sí, y sin su jarana a tope, pero sin filas ni con quien apretara el paso en las escalas de La Giralda, esa estampa de origen árabe que desde afuera llama la atención con sus paños de sebka, a pesar de su estructura gótica.

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Allí, con su campanario del siglo XVII al frente, y con una vista trescientos sesenta grados del centro aún intento llevar la cuenta de lo que me llama la atención: el Alcázar, una iglesia, otra más, la Catedral, su Patio de los Naranjos, la Plaza de Toros, la Plaza Virgen de los Reyes, un pedacito de Plaza España, una casa blanca esquinera de techos cafés, otra amarilla. Me confundo y desisto.

“Sonría que estamos en Andalucía”. La sentencia en un cartel a la entrada de una abacería machaca que en territorio andaluz solo se puede estar bien. No se permite ser infeliz en un pueblo que nombra a sus calles como Calle Antonio el bailarín, Calle Amor de Dios o Calle Feria. Los sevillanos tienen la alegría como premisa, quizás por eso caminan con esa expresión de quien acaba de terminar un buen polvo y es esa misma con la que te ofrecen ensaladilla, calamares, pescaíto frito, vinos dulzones, tapas generosas o te dan ayuda si te ven desorientado. No hay derecho a extraviarse o a mirar mucho el mapa.

Con ese trato Manuel, que retiraba las hojas de las fuentes en el Parque María Luisa, me ayuda a encontrar el monumento a Bécquer. Me pregunta de dónde soy, suspende la limpieza y sonríe cuando respondo Colombia. “Dicen que es muy lindo tu país”, le sale en esa melodía de sur. Camina por unos minutos conmigo y me deja al pie de la estatua, ese escenario de tantos pasajes románticos de los libros, uno, en mi compañero de viaje Memorias de un sinvergüenza de siete suelas.

De la ruta literaria, que incluye a Cervantes o su lista de sevillanos ilustres, con el pintor Diego Velázquez y el cronista Bartolomé de las Casas, es Bécquer el qué más congrega y es a él a quien dedican cartas nutridas de sentimiento. Su estatua, donde le acompañan tres mujeres, es un alto para las parejas. Cada fémina simboliza un tipo de amor: el ilusionado, el poseído y el amor perdido, mientras que un cupido de bronce, en segundo plano, representa el amor que hiere.

En ese recorrido también me detengo en un puesto de libros ambulante, al frente de la Universidad de Sevilla y que exhibe, entre otros, a Kafka, Virginia Wolf, Cioran y Borges a un euro. A juzgar por sus referencias su librero parece ya haberlos devorado todos y me ofrece sacar las demás joyas que reposan en las cajas: Bolaño, Machado o García Lorca. Cuenta que no hay a quién vender por la falta de turismo y porque los estudiantes vienen poco a clase. Si el equipaje me lo hubiese permitido habría volado con todos ellos, pero eché mano de Carta al Padre.

Sevilla tiene su propio color, no solo porque lo diga la canción, sino porque que está en el Pantone, por ahí cerca de los tonos rojizos y el albero, con nombre Color Especial de Sevilla. Un color parecido al de Plaza España, aunque esté cubierta de detalles. Plaza España, la insignia donde confluyen gitanas que camuflan sus supersticiones detrás de hojas de romero, donde se congregan artistas, cajoneros, guitarristas o bailaoras que sudan con honores sus propinas.

Con forma de círculo incompleto, la construcción emula el abrazo entre la antigua ciudad y sus colonias, y así atrapa a quien la recorre. La plaza sí que fue escenario de princesas, pues en uno de los episodios de Star Wars, Padmé se mueve con Anakim a través de ella. Su aspecto encaja en el conjunto de Sevilla y se orienta al Guadalquivir: la Sevilla que fluye y que la compensa por no tener mar. No podía ser perfecta.

Sea paseando por la Calle Betis o por el Paseo Colón acaricia su brisa y convida a posarse en su ribera. Pasan piraguas, kayaks, botes y tablas impulsadas por cuerpos atléticos. El río calma la sed de esa Sevilla que arde casi todo el año y que se congrega en las tardes de frescura para ver ese puente de Triana, que desde el siglo XIX une el centro con el barrio del mismo nombre.

Hace un tiempo me pareció que mientras más arrugado queda el mapa en el paso por una ciudad, es porque más tiene por ofrecer. Esta vez no pude conservarlo. Para conocer Sevilla recomiendo de tres días a una vida. Es el remedio para quien padece miopía viajera. Es tan intensa como la guitarra de Antonio Rey o la voz de Remedios Amaya, y tan ella como solo una ciudad con orígenes islámicos, romanos o gitanos puede. Son esas las razones para que siga tarareando esa canción de Pata Negra que sonaba en Triana, Yo me quedo en Sevilla.

@lorennet

Por Lorena Guerrero Moreno

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