El Magazín Cultural
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Un teatro de mística y pasión

Recorrido por la historia de uno de los centros culturales emblemáticos de la ciudad, contada por su director, Ricardo Camacho.

Adriana Marín Urrego
26 de marzo de 2013 - 10:07 p. m.
Ricardo Camacho, director del Teatro Libre, cuenta que la idea de fundarlo nació de un grupo teatral en los años 60. / Andrés Torres
Ricardo Camacho, director del Teatro Libre, cuenta que la idea de fundarlo nació de un grupo teatral en los años 60. / Andrés Torres

El teatro es oscuro y viejo. Tiene el peso de la edad, de los años. Tiene secretos guardados, cosas que se dijeron y que nunca nadie supo o sabrá, a excepción de sus paredes escondidas, que supieron guardar silencio. Rincones que escucharon, una y otra vez, la misma letra repetida de memoria, los mismos gritos, los mismos llantos. Todos genuinos, reales. El Teatro Libre de Chapinero vio muchas obras, y su madera y sus sillas y sus camerinos aprendieron el oficio. Felicitaban a sus actores cuando las cosas salían bien; los juzgaban cuando erraban, cuando el ritmo no funcionaba, cuando no creían en lo que hacían. Y sigue de pie, con la memoria de 40 años a sus espaldas.

El teatro es oscuro y viejo y, como viejo, sabe que esos 40 años no le corresponden. Como ha aprendido del oficio, entiende lo que muchas veces le ha oído decir a su director, Ricardo Camacho: “El teatro se hace en el aire, como afirma Peter Brook”. Sabe que hace parte de una institución que no buscó ser una institución, que se creó a partir de sueños y de proyectos. De lo efímero, pues eso es. Nunca pensaron que encontrarían un piso propio para actuar, eso lo sabe, pero, sin buscarlo, lo encontraron y, sin quererlo, lo mantuvieron.

La historia la ha escuchado muchas veces, en el escenario, en la cafetería, en las tiendas aledañas, con el tintinear de botellas de cerveza: “Era un ciego guiando a otros ciegos”, diría Ricardo Camacho, con su voz ronca. Ni él ni sus compañeros de curso tenían conocimiento teatral, pero tenían intuición. Eran estudiantes de filosofía y letras y tenían ese bichito por dentro que los llevó a lanzarse al vacío y a quedarse en el aire, sin saber a dónde los llevaba el viento, pero cogidos de la mano. Creyeron en la unidad de un grupo teatral y mezclaron la literatura con el teatro, entendiendo la importancia del teatro de autor para su formación. Fueron los grandes maestros los que les enseñaron, no la técnica. No fueron ni Stanislavski, ni Grotowski, ni Rusia ni Estados Unidos... no solamente. Fueron Shakespeare y Molière y Chéjov, “porque ninguno de esos grandes directores le llega siquiera a los talones a Chéjov”, ni “existe mejor escuela para un actor que montar a Shakespeare”, diría Camacho.

Eso sabe el teatro de Chapinero. Que a él llegaron mucho después de que el grupo ya estuviera consolidado, que ya existía otra sede, en otro lugar, cómplice de los rumores que ahora escuchaban sus paredes. Sabe que antes de que hubiera sede hubo un grupo, en una universidad, que en los 60 hizo teatro político para apoyar a un movimiento casi revolucionario. Sabe que montaron una obra por la que expulsaron a muchos y que ese fue el quiebre para hacer teatro profesional: el fin del teatro en la Universidad de los Andes y el comienzo del Teatro Libre.

Eso lo sabe ahora y también lo sabía cuando lo bautizaron así, Teatro Libre. En ese momento, el teatro supo que su historia sería distinta; ya no sería el viejo Teatro de la Comedia, sería un nuevo teatro para Bogotá. Luego escuchó voces diferentes, más jóvenes, de estudiantes. Supo entonces (y lo sabe ahora), que en ese otro lugar, una casa colonial en La Candelaria, formaban actores. Habían creado una escuela para enseñar el arte del que no sabían nada cuando comenzaron, y lo estaban haciendo bien. Vivió pocos años con la felicidad de escuchar cómo dos generaciones de artistas iban surgiendo —los actores y los estudiantes—, porque entonces llegaron el apagón y la mafia con sus bombas, y no se sabía cuál era peor. No podía ofrecerles a los actores luz para ensayar en el día ni la satisfacción de ver su teatro lleno; el público, con miedo, dejó de lado el interés por el teatro.

“Si no fuera por la escuela, el Teatro Libre no habría sobrevivido”, afirma Camacho, y bien sabe el teatro que es cierto. Pasaron las duras y las maduras y su historia fue y está mediada por la crisis, como la de otros grupos de teatro en Colombia. Varios desaparecieron por eso, pero ellos permanecieron. Ahora cumplen 40 años. “Subsistimos porque hay un grupo lleno de mística y de pasión por el teatro”, sostiene Camacho.

Dice Augusto Monterroso que “la nube de verano es pasajera, así como las grandes pasiones son nubes de verano, o de invierno, según el caso”. En el caso del Teatro Libre, la nube no fue pasajera y fue la pasión la que le dio su permanencia. Lo importante siempre fue el grupo, que cambiaba y se renovaba, pero seguía siendo grupo. Ese era y ese es el Teatro Libre. El resto se fue dando solo. Tanto así que el teatro de Chapinero, después de escuchar por muchos años las historias que se filtran por sus paredes, ahora entiende que, en su formación, ni siquiera él es imprescindible.

Por Adriana Marín Urrego

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