El Magazín Cultural
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Una isla en la ciudad

El escritor caribeño Roberto Burgos Cantor acaba de publicar “El médico del emperador y su hermano”. Un recorrido por el mundo de este hombre de mar.

María Paula Rubiano
21 de marzo de 2016 - 01:30 a. m.

Vive en el último piso de un edificio de nombre sonoro. Vive cerca a un parque, frente a una verdulería, sobre una calle estrecha por donde pasa un hombre que vende mangos verdes. Vive en un barrio que antepone el sosiego al caos galopante de Bogotá. Desde hace 26 años vive allí arriba Roberto Burgos Cantor. Y a pesar de los años, apenas si conoce a sus vecinos: al ingeniero con una esposa inglesa, a la corista que entrena a su grupo en las tardes, y cuando él sube los escucha ensayar, a la periodista del piso de abajo.

Se lamenta por no saber más de ellos, como si por esa ignorancia estuviera traicionando un mandato que a él, por ser cartagenero, se le impuso desde antes de nacer.

—El barrio de la infancia en Cartagena era un barrio donde vivía un almirante, vivían pescadores, mi padre, que era profesor, un carpintero, la mujer que vendía frituras. Y todos se relacionaban. Sólo había un hombre que aún es misterio para mí.

El hombre: un hindú —decían los vecinos— que todos los días salía a la calle sin pavimentar a planchar con el torso desnudo. Así como en los personajes de su primer libro de cuentos, Lo amador (1980), la vida del barrio se separaba del Caribe sólo por el malecón. Cuando había mar de leva, el agua salada asediaba el patio de la casa de los Burgos Cantor. Tal vez así se tejió su intimidad con el mar.

Se fue de Cartagena en 1967. Allí dejó las visiones diarias del océano y la biblioteca de su padre, que hurgó desde niño y que, dicen quienes la conocieron, era la mejor de Cartagena. A Bogotá llegó con la amistad de Eligio García Márquez, hermano menor de Gabriel García Márquez, y dos libros que su padre, profesor de la Universidad de Cartagena, le regaló. Eran París era una fiesta, de Hemingway, y Rock Wagram, de William Saroyan.

—Cuando llegué a estudiar derecho en la Universidad Nacional, en la mañana siempre había una neblina apacible. Yo vivía en Chapinero y tomaba el trolley que me dejaba en la 45. Cuando entraba al campus siempre estaban los árboles mojados de la noche, de llovizna de parma.

Ya por esos días había publicado su primer cuento, La lechuza dijo el réquiem, en la revista Letras Nacionales, que en ese entonces dirigía Manuel Zapata Olivella. En las residencias para estudiantes que tenía la universidad, y que por esos años eran un hervidero de ideas y consignas y conversaciones sobre el Boom de la literatura latinoamericana, conoció a la estudiante de física Dora Bernal. Se casó con ella y, hasta poco después de nacido el primero de sus dos niños, vivieron en los recién inaugurados apartamentos para parejas de la Nacional. De esos primeros habitantes del bloque son los únicos que siguen juntos. Han pasado 46 años.

Escribía, como aún lo hace, con disciplina. Todos los días —cuenta Dora— al llegar del trabajo como abogado, se sentaba a escribir. De ocho a doce. De nueve a una de la madrugada. Fines de semana. En esas noches se gestaron El patio de los vientos perdidos (1984), El vuelo de la paloma (1992) y Pavana del ángel (1995). Acompañado por Dora, que corregía exámenes y preparaba sus clases de física, escribió los libros de cuentos De gozos y desvelos (1987), Quiero es cantar (1998), Juegos de niños (1999) y Una siempre es la misma (2009). No obstante, Ese silencio (2010) y los cuentos de El secreto de Alicia (2013) se escribieron en las mañanas y las tardes: las bondades de la jubilación.

Tardó siete años construyendo el monumento literario que es La ceiba de la memoria (2007). La búsqueda de información para reconstruir el sórdido siglo XVII, el de la esclavitud y la conquista, se vio entorpecida pues los archivos que lo documentan se los tragaron el comején cartagenero y la humedad del trópico.

Tardó siete años porque se dio cuenta de que la esclavitud, esa gran máquina que escupía cuerpos negros y sobre la cual reflexiona la novela con la que ganó el Premio de Narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas en 2009, estaba prácticamente ausente en la historia oficial. “En últimas, el acto de la escritura es el acto de nombrar. Y el escritor sin duda está llamado a darle un nombre a lo que no se ha dicho por lo convulsa de nuestra historia”, dice. Por eso la escritura de los cinco relatos que componen La ceiba de la memoria es tan minuciosa. Por eso tardó siete años.

—Es curioso. Con los años el escritor se da cuenta de que no hay vanidad que valga, y las preguntas que lo asedian siguen siendo las mismas de la primera vez. De qué escribo y cómo lo escribo.

A veces, sin embargo, no hay que preguntarse nada. A veces, a pesar de la vanidad del escritor, no es él quien decide hacia dónde irán sus manos. Así le ocurrió con su último libro, la novela corta El médico del emperador y su hermano (2015).

—Una tarde terminé una reunión acerca de unas publicaciones sobre el Bicentenario en la Universidad Nacional. Un profesor, el vicedecano Jorge Rojas, me dijo: “Quiero que veas una exposición”. Le respondí: “¿A las cuatro de la tarde? ¿Dónde?”. “Alrededor del ojo de agua del edificio que hizo Rogelio Salmona”, me dijo.

Bajó y allí estaban. Láminas con figuras humanas a escala real, con todo el sistema circulatorio, las venas, las arterias, los músculos, el esqueleto. Le preguntó a Jorge Rojas por el significado de esas láminas. “Es que estas son las originales”. “¿Originales de quién o de qué?”, preguntó. “De Antommarchi, el médico de Napoleón”.

—Era un misterio precioso. ¿Cómo llegaron unas láminas originales del médico de este monstruo a un lugar apartado de Bogotá? Al revisar el catálogo de la exposición me di cuenta de que Antommarchi viajó a Cuba luego de la muerte de su paciente. Ese fue el guiño para hacer mía la historia.

—¿Y cómo le fue sumergido en el Mediterráneo?

Habla de sirenas, navíos, piratas, esclavos. Dice que el Caribe tiene el mismo aire mítico del Mediterráneo. Cita a Derek Walcott, poeta negro y antillano, y dice: “Toda la historia del Caribe está enterrada en el mar”. Y Roberto Burgos Cantor siente que esa historia oculta en el lecho marino le pide salir a flote para existir una vez más.

—A mí me preocupa mucho que nuestro mundo haya tenido tantas capas. Los españoles destruyeron lo que encontraron, y luego viene el proceso de independencia, muy montado sobre el modelo europeo.

Y hace una pausa. Baja la mirada. Su voz regresa con la suavidad con la que el mar toca la arena.

—Como que no nos han dejado ver en definitiva qué quedó de nosotros, si es que quedó algo, o si ya somos únicamente esta malformación.

 

***

 

A pesar de que desde hace mucho es ave nocturna, a veces madruga. Se viste de colores tierra, de azules marinos, de gris. Roberto Burgos Cantor es delgado y se mueve con parsimonia. “Hay dos tipos de costeños, como lo planteó Gabo en Cien años de soledad”, dirá Dora Bernal. “Él, al igual que su padre, pertenece a la estirpe de los Aurelianos: silencioso, pensativo, solitario”. En ellos, el mar es apenas un rumor imperceptible.

Esa característica es palpable en su obra. Su obra: susurro potente en medio de los gritos y disparos que pueblan las páginas de la literatura nacional. Su obra: un andar sereno, una voz solitaria pero plagada de otras voces, de voces pasadas. Su obra, “el dinámico equilibrio entre lo íntimo y lo público, entre lo retórico y lo confesional, entre lo lírico y lo épico, entre la tragedia y el entremés”, como dijo el escritor Philip Potdevin.

De él se ha dicho que es “el escritor más humilde de Colombia” y que esa ha sido su maldición. Que hasta hace menos de un año no tenía página en Wikipedia, que en septiembre del año pasado la Universidad Nacional le dio un honoris causa. De él se ha dicho que no figura en los altares como autor colombiano de culto, pero que debería. Que esas cosas lo tienen sin cuidado. Que es una voz solitaria en la literatura nacional, libre del exotismo y el cliché de Macondo. Que no baila pero escucha. Que, como su apartamento y su barrio y su obra, Roberto Burgos Cantor es una isla apacible.

Por María Paula Rubiano

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