El Magazín Cultural

Almeyda, un pájaro de cuenta

Presentamos el prólogo y algunos poemas del libro Una jaula va en busca de un pájaro, de Carlos Andrés Almeyda.

Carlos Andrés Almeyda
27 de enero de 2021 - 09:03 p. m.
Carlos Andrés Almeyda, autor de "Una jaula va en busca de un pájaro", concentra referencias, autores, lugares que aluden a otras culturas, a otras épocas y a otras formas de asumir la existencia.
Carlos Andrés Almeyda, autor de "Una jaula va en busca de un pájaro", concentra referencias, autores, lugares que aluden a otras culturas, a otras épocas y a otras formas de asumir la existencia.
Foto: Archivo Particular

Margarito Cuéllar

Monterrey, México,

junio 19 de 2020

Si algo deslumbra en los poemas de Carlos Andrés Almeyda es su apuesta por el lenguaje como soporte que le permite hilar un pensamiento poético sin que el poema se desvanezca. Con esto no quiero decir que hace a un lado los sucesos, sino que la forma en que engarza los vocablos en cada texto lo perfilan como un buscador de tesoros, un anacoreta, un pescador y un artesano. Sé que hay diferencias semánticas entre todos estos términos. Trataré de explicar cada uno a lo largo de este texto, que más que un estudio de sus poemas es un acercamiento a su poética.

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Antes hago una breve regresión. Al momento de escribir estas líneas, una extraña criatura asola el mundo. Es microscópica y pareciera más bien la invención de una mente destructora o el guión de una novela negra cuyos protagonistas confiesan las teorías conspiranóicas más aterradoras. Evitaré nombrar la pandemia para proteger la pantalla de mi computadora de cualquier contagio y así proteger al poeta también. La amenaza, por llamarla de algún modo, nos mantiene en casa, sobre todo a los más vulnerables, ya por los años encima, ya porque hemos sido presas de alguna enfermedad de esas que empujan al ser humano a un acantilado y que cuando está a punto de caer, aparece una red y todo fluye de nuevo. Esta especie de toque de queda mundial tendrá como resultado, no lo dudo, empresas creativas que solo el futuro es capaz de delinear.

Vuelvo al caso Almeyda. Después de leer las ráfagas de la existencia atrapadas en Una jaula va en busca de un pájaro me queda claro que aquí el lenguaje no es un adorno sino una herramienta para dar luz al poema. No luz artificial, como suele abundar en el mundo de la poesía, sino luz propia, que al rebotar en otras superficies, el lector, por ejemplo, surge un efecto multiplicador. Carlos Andrés Almeyda, como buscador de tesoros, se ve obligado a utilizar diversos tipos de máscaras para lograr su cometido. No puede descender al fondo del mar con su rostro verdadero ni andarse por los parques del poema sin un aire a lo Fernando Pessoa. El poeta, no Almeyda –me remito más bien al lisboeta de los heterónimos–, es un fingidor, ciertamente, pero antes que nada un creador. Buscador de tesoros porque va por la palabra precisa y la desmonta de su contexto lingüístico y crea sus propios artefactos poéticos. No a la manera de Nicanor Parra, sino adaptados a las formas de Almeyda, y ahí es donde entra la palabra “artesano”. ¿Por qué pienso que los poemas de Una jaula va en busca de un pájaro me remiten a la palabra “pescador”? Porque veo en sus textos, valga la paradoja partiendo de que la personalidad de Almeyda es más bien un tanto inquieta, la paciencia del autor indeciso que prefiere esperar una ópera prima bien armada a una casa derruida por el primer viento.

La paciencia del pescador no la tienen los poetas jóvenes contemporáneos, al menos no todos. Yo mismo, que ya no tengo nada de joven, fui pescador en mi adolescencia. Tenía la necesidad de pescar y lo disfrutaba. Pero no tenía paciencia. Dejaba las redes por ahí a ver qué pescaban solas y me iba de vago por las calles de una ciudad pequeña. Pero sí apliqué la paciencia del pescador y no publiqué mi primer libro a los veinte años sino a los veintiséis. Para entonces ya no me sentía un poeta joven sino mas bien viejo.

Almeyda es un mago de la palabra. Uno de los pocos seres involucrados en el mundo del diseño que sí leen. Por lo tanto, sabe de metáforas, de los laberintos del lenguaje, sabe cocinar palabras y sazonarlas, sabe de retórica y de sonidos, de formas y colores:

“Pero soy pequeño

en esta inmensidad de formas

y mis letras son ellas mismas

su propio vocabulario,

estoy yo,

organismo unicelular

sumergido en el éter”.

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Sin que sea esta necesariamente una poesía para eruditos, Almeyda concentra referencias, autores, lugares que aluden a otras culturas, a otras épocas y a otras formas de asumir la existencia. Ahí está Nod, la tierra plana, el pastafarismo, Eratóstenes, Robert Graves y su Diosa Blanca, encontramos a Ezra Pound, el imaginismo, el spleen baudelariano incorporado al presente, el teatro de la Guillot, John Cage, Claudio Monteverdi, la Hidra de Lerna, los cuadros de Otto Dix o del Bosco, Federico Fellini y su “Ocho y medio”. Sobre todo está el transeúnte, el enamorado de las cosas que se escurren, el yo que es los otros, el que vuelve a los días de infancia:

“Al otro lado del mundo estoy yo

vuelvo a cruzar la acera

y a fumar

con un cigarro imaginario

mientras algo se proyecta en el aire,

dibujado,

y suena el bolero

que las paredes del barrio replican”.

Está el barrio Lisboa de Bogotá, en donde el poeta se desdobla y a la vez que es él también es el otro. La poesía como caja de resonancia de la música a los abismos luminosos; están también el miedo y la violencia contenida recordándonos que nada humano nos es ajeno.

¿Pero qué es en sí esta jaula en busca de un pájaro? Yo creo que una sucesión de viajes. Viajes al país imaginario que es el poeta, a los fantasmas que suelen acompañarlo y a sus sueños. Viajes a lugares y a no lugares. Un viaje con escalas al amor y a la ausencia, a la dicha y al dolor. Un viaje al desasosiego. Será porque “detrás de la palabra amor / no existe más que un deseo inacabado”. Sucesivos recorridos a la herida, a la llaga, a la cicatriz, pues ¿qué sentido tiene la vida sin los ingredientes que la matizan? Ninfas en la niebla. Y hago un paréntesis para decir que en esta época, en nuestros países latinoamericanos, soñar es un lujo, pero también un derecho. El poeta Almeyda lo ejerce.

Almeyda, dueño de un humor involuntario en la vida real, en el poema es la seriedad en llamas. Y esto no es un reproche sino una idea: el camuflaje, la máscara, el disfraz, son instrumentales poéticos para ejecutar una música que vaya más allá de los silencios. Me alegra que atrape sus pájaros sueltos y los incluya en esta jaula de palabras. Ya el lector encontrará la contraseña para ponerlos en libertad.

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*

Fanopeia

He visto el rostro de aquella mujer

tallado en la roca que solía ser su hogar

en el principio de los tiempos.

En aquel entonces

los humanos habitaban la tierra...

iban por ahí, husmeando en escondrijos de cal

y buscaban la merienda

entre la carne destazada de sus semejantes.

De vez en cuando las aves

anidaban en su paraíso perdido,

los topos emergían de la tierra para mirar el sol

hundidos los ojos entre las cuencas

como un recién nacido.

Melopea recogía las flores

en los jardines ajenos

y cantaba.

Era como una canción de cuna

un sonido que inauguraba

la eternidad

y el hastío.

Cada tarde el ruido de relámpagos

alertaba el fin de una gymnopedia,

los cerdos y los carneros corrían,

expugnaban en las almenas del bosque

para ponerse a salvo.

Ella se sentaba junto al camino,

recogía su cabello con ramas

y miraba hacia casa.

El tiempo y las constelaciones

aún esperan su regreso.

Luego nacería Eva.

El mundo, como lo conocemos,

empezó a rodar,

estiraba la existencia a los extremos

igual que una máquina de tortura.

*

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XXX

Cuántas veces habré visto

el nombre de las cosas

cayendo por el borde de la tierra

bajo un domo con la forma de su piel

y su materia muerta.

Así, entre fuerzas

que fluyen hacia sí mismas

en una eterna repetición pagana

arcángeles yertos la vigilan en la noche.

Aquella nada que fuera nuestra odisea

el cielo de pájaros disecados

en láminas amarillentas

aquel no irse dando tumbos

por la avenida feliz

de un salmo

en donde hombres buenos rezan

bajo el cielo de asbesto

y las estrellas tintinean

sobre sus cabezas

como ante la cuna

de un niño.

De nuevo es este óleo aún no curado

este tazón kintsugi

que por tercera vez se quiebra

el barro seco de líneas cuneiformes

donde hombres infieles

negaron a Ptolomeo.

Eratóstenes, estoy aquí herido

en medio del valle imaginario

de una antigua Mesopotamia

sujeto al cristal de litio

donde ella yace reflejada

y su cuerpo ileso parece oscurecer

el brillo de los días

y los demonios en coro

la cubren de jazmines

adornada

en la enorme marquesina

de su desmemoria.

*

Cementerio Central

Rodé hasta su cumbre

sin completar mi caída

y regresé a estas tierras pastosas

para recibirla.

Alicia salía del cementerio

con el tallo de una rosa

en sus manos

y la palabra desaliento

escrita

–vocal por vocal–

en cada uno de sus dedos.

Yo la veía desde la escalera

en la que escribí

las señas de su llanto

mientras las gentes marchaban

hacia otras tumbas

para recogerse.

Aquella noche ya muerta

ella se entregó

en silencio,

la contemplé más tarde

desde el precipicio

como una liebre que ha caído

en una trampa

cubierta de despojos.

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*

***

Eleonora pregunta por el nombre de las cosas,

habla de Schopenhauer, su maestro,

y evade la luz del sol mientras camina.

Las muchedumbres la rodean

como moscas ebrias

y ella se detiene a respirar

se acomoda en su cuerpo como si fuera un traje

y va hasta los bordes para evadirse.

También suele leer a Zygmunt Bauman

cree que es nuevo aquello de que el amor

corre como agua sucia por las letrinas

hasta dar al elemento

donde coleópteros nacen

y renacen

en su orgía.

*

Círculo de tiza

Ella actuaba para mí

y olvidó subir el telón

mientras sangraba.

Desdibujó en su vientre,

aquel espejo suyo y mío

en donde nos guareceríamos de la lluvia

con cada memoria.

Pero los días pasan y pasan,

las gentes han colmado estas habitaciones

y nuestros cuerpos ya no son la medida

de una renuncia inevitable.

Cada uno pelea aquella muerte

para hacerla suya.

El recuerdo robado

que ella interpreta

mientras yo la saludo

desde su pasado.

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*

Eleonora

De seguro habrás olvidado aquellos días

en los que corrías hacia mí,

desesperanzada,

y escribíamos el uno en el otro

en un lenguaje de señas.

Deponíamos las armas cada noche

y luego nos evadíamos en el sueño

exhaustos de soportar el tiempo

sobre los hombros.

Para entonces, sin embargo,

la rutina llenaba la habitación de gritos.

Tú golpeabas la caja del ataúd,

aún viva,

mientras el aire escaseaba.

Luego vino el aire de un carburador

que lo llenó todo de humo.

Pisábamos el acelerador,

sin cruzar palabra,

para anestesiar la tristeza.

Ahora,

cinco años después,

solo quedan

algunas aves negras que graznan

en el alfeizar.

Su recuerdo tras la ventana

se ha llevado, como antaño,

todo el aire de la casa.

*

Asa nisi masa

He venido del sueño

para hablar conmigo

cuando aún era un niño

y cazaba cucarrones del parque.

Mi madre llegaba a la orilla

para llevarme de vuelta a la sombra

como si el aire me llenara de aves

con intención de robarme.

Yo solía mirar los álbumes de casa

adivinaba los rostros y los años

y me inventaba la ciudad

dentro de una casa de libros

a los que solo las arañas visitaban.

Cuando por fin vi una mujer

encontré una patria

más grande que el exilio

y la amé a mis doce años, en secreto,

queriendo fijar

–en el reloj–

una hora precisa.

Rehuí de todo lo que sonara a domingo,

familias en la algarabía

de los centros comerciales,

el perro de casa corriendo por el césped

postales como las del álbum

de donde nunca pude salir herido.

Tras el sueño, aquella mujer desconocida

me llenó de mis primeros besos

y me aventuré a buscar

como las arañas de la biblioteca

algún lugar hermoso

para reflejarme.

Soñé la primera noche

de todas las primeras noches fuera de casa.

He mudado de piel

y todavía me enfermo

mientras duermo.

Por Carlos Andrés Almeyda

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