Necesitaba una chispa: la produjo. Necesitaba una vena abierta: la abrió. Sabía que bastaría el cabrillear de la llama y el dulce y espeso olor de la sangre, para que la horda no necesitara el aliciente de sus órdenes. Bajo los cráneos estrechos y en las empedernidas entrañas de los hombres sin imaginación ni palabra, se desentumecería la antigua bestia: de sus fauces babosas surgiría otra vez el bramido en que el terror se convierte en cólera y de nuevo el colmillo y la zarpa encontrarían el camino de la sangre.
Para que la obra fuese constante y perdurable, para que la violencia no se cansase ni se mellase el odio, contaba con el miedo que engendra el crimen en el criminal y en sus cómplices. Sabía por experiencia propia que no hay mejor abono para la crueldad que la cobardía; que cuanto mayor fuese el miedo por el propio crimen, tanto más grande sería la saña empleada en exterminar a cualquier posible justiciero; que el río desangre vertida establecería una frontera infranqueable para los hombres de la paz y la justicia. Lo invitamos a leer: Así veía Eduardo Zalamea Borda al fútbol colombiano
No temía que desfalleciesen los ejecutores, pues el vicio de la crueldad no conoce la saciedad ni el hastío; temía que vacilasen los capitanes, los que ordenan el incendio y la muerte desde sus oficinas, sin chamuscarse los cabellos ni recibir en el rostro las salpicaduras de un cráneo que estalla o de un vientre que se desgarra y vacía. Para curarles de sus posibles vacilaciones, bastaba que supiesen que la paz sería su condena y la justicia su muerte. Bastaba que tuviesen la certidumbre de que los propios criminales a su mando serían sus verdugos en cuanto intentasen dar la orden de cesar el exterminio.
Que fuese Burundún el primero en percatarse que la miseria humana, la angustia que le acompaña y la rebeldía que le sigue, tiene su fundación en la palabra articulada, fue memorable hazaña de su inteligencia. Que convenciese a gran parte de sus gobernados de que en la madurez residía la única posibilidad de vegetar perdurando, fue flor de su talento político e inmarcesible realización de su Ministerio de la Propaganda. Pero donde dio su total medida, donde llevó su propio estilo a la maestría, fue en la tarea de recrear los instrumentos de represión contra los lenguaraces.
¿A quién ofende la palabra? A los incapaces de fervor, a los que carecen de imaginación, a los que jamás hablaron a sí mismos, a los que nunca administraron a las cosas el sacramento del bautismo, a los que ignoran la comparación, a los que pegan a las bestias y los niños cuando no entienden sus miradas, a los que no quieren ganar fama, a los que temerían confesarse, a los que siempre esperan la delación o la denuncia, a los que no tienen caridad, a los imponentes, a los que no saben qué hacer con la libertad, a los temerosos de la justicia, a los que no pueden trascender de la sensación a la emoción, a los que nada tienen que decir a un árbol, a un cántaro o a una abeja; a los que fastidia el silbo de un pájaro, a los que cuando levantan el rostro a la noche no sienten sobre su piel el picotear de las estrellas, a los que no escuchan las historias apasionadas que narran los leños en la chimenea, a los que se taponan los oídos para no oír los relatos de viaje del viento, a los que no tienen Dios, ni amada, ni amigo, ni hijo, ni siquiera una bestia que les pida con inundados ojos la caricia de una palabra. A esos tales recurrió Burundún para organizar sus fuerzas punitivas.
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Pero como a la ira ciega de los estólidos, hay que ponerla una carnada suculenta, un estremecido cebo vivo. A los incapaces de crear, les autorizó el exterminio; a los que no podrían emular, les impartió autoridad; a los impotentes en la amorosa conquista, les bendijo la violación; a los que tenían manchas en su origen, les permitió que abozalarán a los limpios; a los fracasados, les deparó la fría venganza contra los cabales. Y necesitaba Burundún jefes - siquiera fuese de nombre y apenas sobre el papel - para estas tropas de asalto, jefes políticos y militares y eclesiásticos y hasta intelectuales. Hurgando en el viejo seco de las infamias y en la ancha alforja de las malicias, dio abasto a todo"