El Magazín Cultural

Uno de Günter Grass

La literatura empieza por el descubrimiento de un gran libro. Ese libro fundamental fue para mí "El tambor de hojalata", de Günter Grass.

Daniel Ferreira
07 de noviembre de 2016 - 02:00 a. m.
Günter Grass publicó, en 1959, la novela “El tambor de hojalata”. /EFE
Günter Grass publicó, en 1959, la novela “El tambor de hojalata”. /EFE

Otro lo descubrió por mí, como es lo usual en cada capítulo de las amistades literarias: alguien te dice: “Mira, existe esto”, y te descubre a continuación la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero. 

Mi amigo lo descubrió en el cine. Vio la película de Schlöndorff y descubrió en los créditos que había una novela con el mismo título firmada por Grass. Fuimos a la ciudad y compramos el libro entre los dos. Cada uno pagó la mitad.

Luego jugamos piedra, papel o tijera para saber a quién le tocaba leerlo primero. Yo perdí. Él lo leyó y luego cometió el error de prestar el libro a su novia.

Ella lo cedió a su vez a otras personas y así hasta que se perdió el rastro y duró perdido algunos meses. Con mi amigo, mientras tanto, nos veíamos todos los días a la hora del café, que era casi cualquiera del día.

Todos los días yo le preguntaba por el libro y él me eludía. “Quiero leerlo”. Él se hacía el tonto y me traía otros libros para tratar de desviar la conversación.

“Yo quiero leer ese”. Aún no sabía yo que, de la mano de los libros, aparecen experiencias fundamentales; se aproxima la amistad; el amor florece; la vida cobra sentido y aceptamos que somos finitos.

Mi amigo me llevaba una década de lecturas. Cuando le regalé, para su cumpleaños 31, El manual de experimentos para psíquicos, él me regaló Las palabras de Sartre.

Cuando le compartí Donde el corazón te lleve, él me derribó con La peste.

Cuando le presté El código de Davinci, él me suavizó con Santuario, de Faulkner.

Pasaron los meses y las evasivas, pero el libro no apareció. “Yo no le vuelvo a hablar, hasta que usted no me pase el libro que compramos”. “El libro se perdió”. “¿Cómo?” “Se lo presté a alguien y ya no recuerdo a quién”.

Desde entonces vivía apenado conmigo. Fue por las casas de todos los amigos en común allanándoles las bibliotecas. Nadie daba cuenta. Dejé de hablarle.

Aún no sabía que una novela es tensión, que una novela interrumpe la acción o la posterga y dosifica la información para crear efectos; aún no sabía que el protagonista puede tener varias distancias –objetivas, subjetivas, introspectivas– en un relato; aún no sabía que un libro sobre una familia podía contener todo el contexto político de una época, toda la lucha por la vida, toda la épica de los oprimidos, toda la lucha de clases; aún no sabía que la literatura era una apropiación simbólica de la realidad y una tergiversación histórica más real que la verdad.

Un día, mi amigo se apareció con el libro en la mano. “La cosas llegan cuando tienen que llegar”, me dijo. “Eso es mentira”, le dije. “Si uno no las busca, las cosas nunca llegan”.

Devoré el libro en una semana. Me perdí en sus leimotivs. En el ombligo efervescente de María Truzinski. En las piernas de las modelos del pintor Klee, en el juego patético y metafórico del Bodegón de las cebollas donde se reunían a llorar aquellos colaboradores nazis de lacrimales secos.

El hecho de que se hubiese perdido por meses, al final provocó que me convirtiera en mejor lector, porque el comentario de la misma obra con otros amigos que lo habían leído ayudó a aumentar el sentido de esta y el de mi lectura, a fijarme en otros aspectos y, de paso, a convertirme en mejor escritor (pero eso es otra historia).

Uno tiende a imitar aquello que le gusta mucho. Y, si lo que le cautiva es la gran literatura, acabará por intentar hacerla.

Devolví el libro y me fui del pueblo. Todo esto ocurrió en un pueblo donde no había librerías y no había acceso a internet.

Lo menciono, porque ya casi nadie se acuerda de un mundo sin internet cuando los libros había que ir a cazarlos como tigres dientes de sable.

Pasaron años y mi amigo murió y yo opté por ser escritor. Entre las cosas que me legó mi amigo, y que dan la idea de lo que él era y fue su vida, está ese libro. Su esposa me lo hizo llegar a través de otro amigo. Con ese libro y ese amigo aprendí a reconocer la gran literatura.

No es una experiencia única. El milagro ocurrió de nuevo cuando me descubrieron Lo bello y lo triste, de Kawabata. Me había ocurrido antes, cuando descubrí la poesía de Cesar Vallejo y otra vez cuando leí, en un cuarto gélido de Bogotá, La montaña del alma, de Gao Xigian.

Por Daniel Ferreira

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