El Magazín Cultural

Urbis paternus (El monstruo en el hueco IV)

Presentamos la cuarta de 20 crónicas escritas a modo de correspondencia por Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio, que fueron compiladas en el libro "El monstruo en el hueco: crónicas de México D.F. y Medellín". Estos textos son publicados cada tres días por El Espectador.

Ángel Blas Rodríguez / Alfonso Rubio
11 de diciembre de 2019 - 08:53 p. m.
Imagen de la catedral metropolitana de Ciudad de México, ubicada en el zócalo. Dos símbolos de México y de su historia.  / Cortesía
Imagen de la catedral metropolitana de Ciudad de México, ubicada en el zócalo. Dos símbolos de México y de su historia. / Cortesía

Querido Alfonso

Tras la detallada descripción geográfica e histórica de tu región de adopción, no me resistí a buscarla en mapas físicos y virtuales. Allí encontré el hueco del Valle de Aburrá y allá imaginé las corrientes tropicales del Cauca y el Magdalena, las minas de sal de Murgia, al conquistador Jorge Robledo, a los aburraes de antaño y hogaño… y a ti moviéndote curioso entre ellos. Tan exhaustiva y bien acompañada de lecturas llega tu carta que te adivino ya plenamente integrado en el nuevo rol de profesor universitario. Percibo pues, en tu relato, al poeta y al documentalista que llevas dentro unidos por una ciudad. Por eso, Alfonso, espero seguir disfrutando de nuevas noticias en las que tus palabras más propias se hagan acompañar de las de otros y moldeen así la más jugosa lectura sobre Medellín. Vas a permitirme, sin embargo, que no responda con el mismo nivel de documentación a tus misivas. Desde que descubrí esta ciudad creo sentirla más con mi cuerpo que con cualquiera de los otros cinco sentidos. Su contacto me genera un pensamiento somático, una reflexión corporal, una racionalidad epidérmica, y así me gusta intentar escribirte, aunque temo que no podré evitar que mi condición de sociólogo le ponga límites más cerebrales.

Si está interesado en leer la entrega enterior de esta serie, ingrese acá: Aburrae ciudad (El monstruo en el hueco III)

Tu carta sobre los aburraes ha tocado, como dices, la fibra sensible de mi pasión por la Historia. Y quisiera corresponderte aprovechando que es septiembre en México, el mes de la Independencia. Leí mucho sobre el pasado prehispano y colonial de Distrito Federal, que por otra parte simboliza la de todo el país, pero no vamos a pasear por aquél, no acabaría nunca con un episodio que forma parte de la historia universal. Hazte a la idea, además, de que no aportaría ninguna visión académica o popular nueva que no tengas ya sobre ‘nuestra’ conquista americana, pues el patrón general fue el mismo en todo el continente. En el caso mexicano, el de una civilización avanzada que vivía pendiente de dioses que un día se fueron para volver… y lo hicieron… y entonces se acabó el imperio de las pirámides… y comenzó otro, europeo y católico, que nos llenó a los españoles de oro y plata durante  tres siglos y  de culpabilidad  los  dos siguientes. Tres siglos  de  injertos -frente al concepto de ‘trasplantes’ de la colonización inglesa, como dice el filósofo Julián Marías-, sangrientos unos y fértiles otros, que nos mantienen unidos a los de acá y a los de acullá por algún vínculo invisible que se despierta envuelto en filias y fobias cuando entramos en contacto. No acabaría nunca de contarte la larga historia de siglos de ésta que fue la joya de la Corona española; una ciudad que ya tenía vocación de grandeza, pues era mayor que cualquiera de las capitales europeas del siglo XVI; una ciudad llena de tantas ofrendas del pasado que hace a los museos indescriptibles e insuficientes; una ciudad azteca debajo de la actual que aflora con templos, pirámides, canales, estatuas, pinturas; una ciudad de dioses y hombres que vivían dentro de un inmenso lago, que otra ciudad de coches y hombres se bebió.

Si desea leer el segundo capítulo de esta serie, ingrese acá: Medellín: La estrella más inquieta (El monstruo en el hueco II)

Un pasado fascinante, tanto nativo como colonial, pero cuando comencé a conocer mexicanos descubrí que había otra historia de este país que me interesaba inmediatamente: la que transcurre como nación independiente. ¿Por qué?: para comprenderles mejor. Debía conocer de dónde venían ya que ellos, como nosotros, somos hijos por el momento del siglo XIX. El dime qué te enseñaron del pasado y te diré cómo ves el presente. Pedí a mis amigos y conocidos que me prestaran los libros de Historia de sus colegios de primaria. Con esas lecturas llegó septiembre y, entonces, lo entendí.

¿Sabes lo que significa septiembre en la ciudad y el país de México?: patriotismo desbordante. Es el “Mes Patrio”. El día dieciséis se celebra la independencia de la nación, la fecha más importante, sin duda, de todo el calendario mexicano. El mejor momento para observar, desde el árido Tijuana al caribeño Cancún, el orgullo de pertenecer a este país.

Orgullo y mexicanidad son dos palabras inseparables aquí. El orgullo patrio es un deber y sentirse mexicano el único camino hacia esa suprema actitud. Y como símbolo de todo ello la Bandera Nacional, la tela más sagrada, junto con la de la Virgen de Guadalupe, de este Estado oficialmente laico. La bandera representa el nacimiento de la nación mexicana y es trigarante porque es portadora de tres garantías. Tres colores, tres garantías: el blanco la religión, el verde la independencia y el rojo la unión entre todos los mexicanos, cualquiera que sea su raza. Todavía hoy esas tres garantías se renuevan en el Mes Patrio como hace casi 200 años: el mexicano es católico, celoso de la independencia de su nación y el dieciséis de septiembre todas las razas se unen en su orgullo común. Sin el estandarte nacional el mexicano sería huérfano, sin él el mexicano no sería.

La Ciudad de México es el centro más importante de toda esta alabanza nacionalista. Ella representa la fortaleza de las tres garantías, es la ciudad en la que se apareció la Virgen más importante y venerada de Hispanoamérica, donde se hizo efectiva la independencia del país y la que acogió y se ha convertido en el crisol de todas las razas mexicanas. Por eso, paradójicamente, la urbe más poblada del mundo es, en estas fechas, la menos cosmopolita: por encima de veinte idiomas indígenas y de veinte tipos de mestizaje, todos están fundidos en un solo pendón que reconocen como suyo. No hay diversidad cuando el sentimiento es único.

Si está interesado en leer el primer capítulo de esta serie, ingrese acá: Galaxia Distrito Federal ¡Bienvenidos! (I)

Distrito Federal siempre está postrada a los pies de su bandera. En el centro de la ciudad y en sus puntos cardinales existen altos mástiles de los que penden desorbitantes enseñas. Nunca antes vi mástiles ni divisas de esas dimensiones. Tan alto es el mástil que supera cualquier edificio; tan grande es la tela patria que, extendida, cubriría a muchas de las plazas públicas de Europa. Allá en lo alto nadie puede perderla de vista y su sombra a todos cobija. Cual pirámide estilizada, el mástil ofrece a los ciudadanos el símbolo de un sacrificio perenne: sangre y corazón mexicanos tejidos con hilos de historia.

En septiembre, Distrito Federal se transforma al amparo de la sombra de este emblema que extiende sus colores a toda la vida cotidiana de la ciudad. Varias semanas antes del día dieciséis la megalópolis se engalana para la ocasión de una manera casi navideña. Las calles visten festivas los brillantes ornamentos de matices trigarantes, las avenidas principales llenan la oscuridad de la noche con luces verdes, blancas y rojas, los defeños cruzan miradas con las caras de los “Héroes que nos dieron Patria” en cualquier ángulo de la ciudad, y la campana -el símbolo del inicio de la independencia- con la que el cura Hidalgo convocó a la libertad de México, aunque de cartón, tañe por todos los lados. También las casas se adornan para los viandantes, algunas decoran con pequeñas insignias sus ventanas y otros edificios más altos cuelgan de sus fachadas banderas tan evidentes como ellos mismos.

Sin embargo, lo que más sorprende es la participación ciudadana en este rito patriótico. Los defeños se adhieren a la bandera exteriorizándolo de todas las formas posibles, poniéndola en la solapa, en el carro, en la puerta de la casa, de la oficina, del negocio. Los dependientes de servicios públicos, gasolineras y otros comercios se colocan sombreros mexicanos con los colores nacionales pintados en ellos. Los taxis cuelgan pendones de sus antenas y las hacen ondear en sus carreras como si fueran a la guerra. Carros manuales recorren la ciudad cargados de multitud de estandartes, pegatinas y objetos varios de porte patrio. Pareciera que van a la entrada de un estadio de fútbol en la víspera de un importante encuentro deportivo de la selección nacional, pero no es así, su puesto es cualquier esquina de la ciudad y su función nutrir el espíritu mexicano de los soportes necesarios para celebrar el ritual del Grito de la Independencia la noche del quince al dieciséis de septiembre.

Después de que las autoridades hacen sonar la campana que cuelga en la fachada de todos los ayuntamientos del país, los mexicanos de todas las razas, con el fervor religioso por su independencia, gritan airosos esa noche, respondiendo a los vivas que lanzan sus próceres. Campanadas y voz solemne, gritos enfervorizados de las multitudes, fiesta ritual y postrada a la insignia nacional, felicidad de ser mexicano debidamente enardecida por los medios de comunicación: “¡México es un gran país en el mundo!”.

El orgullo mexicano de la ciudad se mira hacia arriba, hacia lo alto del mástil. Lejos de él, sin embargo, no hay tantos motivos de orgullo y sólo queda el mexicanismo, aquélla parte del ser mexicano que se engaña a sí mismo con las tres garantías de la bandera. Esa que confunde el fervor religioso con la resignación frente a la injusticia; la que equivoca la satisfacción de ser un país independiente con la falta de libertad personal; y la que se engaña en la comunión de todas las razas mexicanas frente a la realidad de la pobreza y la desigualdad de algunas de ellas.

Y es que, amigo, lejos del mástil y la bandera los mexicanos sólo podrían responder a otro grito quizás tan antiguo y presente en estos días como su propia independencia…¡Viva México, cabrones!.

 

Un abrazo patrio

Blas

Por Ángel Blas Rodríguez / Alfonso Rubio

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