El Magazín Cultural

Virginia Woolf y “este monstruo, el cuerpo, este milagro, su dolor”

Virginia Woolf (1882-1941) tuvo una muerte deslumbrante. El 28 de marzo de 1941 sumergió su cuerpo en el río Ouse en la ciudad de Lewes del condado de East Sussex en Inglaterra, asegurándose de no salir a flote llenando su abrigo de piedras.

Hilderman Cardona Rodas
21 de septiembre de 2018 - 05:19 p. m.
Virginia Woolf, quien se suicidó el 28 de marzo de 1941, a los 59 años. En la carta que le dejó a su marido le explicó que "oía voces".   / Cortesía
Virginia Woolf, quien se suicidó el 28 de marzo de 1941, a los 59 años. En la carta que le dejó a su marido le explicó que "oía voces". / Cortesía

Su cuerpo ascendió lentamente hasta el fondo del río surcando cada instante la iluminación de una mirada que se proyectaba en cada una de las piedras desesperadas que acompañó su decisión. En la carta que escribió a su marido Leonard Woolf antes de suicidarse aseguró que no podría concentrarse y que oía voces, viendo en ello la enfermedad que la carcomía. No quiso más... Murió. Monstruo, cuerpo, milagro y dolor desató su muerte.

Propongo reflexionar sobre el ensayo de Woolf On Being Ill (De la enfermedad) que la escritora inglesa escribió para la revista New Criterion dirigida por T. S. Eliot en 1925. En este texto se desata una serie de pensamientos sobre la impronta de la enfermedad en la corporalidad, la cual habla en su despliegue sufriente. A su amigo Eliot confesó que para escribirlo pasó por la experiencia de la enfermedad en la agonía de la imposibilidad de la escritura. Woolf estuvo enferma en los meses de octubre y diciembre de aquel año experimentado durante quince días una “extraña vida anfibia con dolor de cabeza. Esto ha abierto un enorme vacío en las ocho semanas que iban a estar tan ocupadas… (Woolf, 2014, p. 21)" en el ejercicio pasional de la escritura. El artículo sería publicado en el primer número de la revista en enero de 1924. En On Being Ill se interna en las voces de la enfermedad y su huella sobre el cuerpo sufriente. Quiero aquí mostrar cómo la enfermedad, en las condiciones de existencia reflexiva de Virginia Woolf, tiene que ver con un ruido parásito que intersecta el funcionamiento del cuerpo y lo instala en un lugar del límite somático de lo que puede ser soportado. “¿Qué es entonces ese ruido súbito, azaroso, a la puerta, que siempre me impide terminar y me conduce a otros gestos? (Serres, 2015, p. 57)", ese toc toc que visitó a Virginia Woolf en 1924 y se prolongó hasta 1941. He aquí la relación parasitaria de la enfermedad en el ruido intersubjetivo que es un golpe que nos alcanza a todos.

Las líneas que se trazan en la dimensión del lenguaje, del cuerpo y del acontecimiento, tejen un complejo conjunto de segmentaridades de los flujos entre lo visible y lo enunciable. Ráfagas de piel se vierten en la voz y en las impresiones del saber-sentir, puesto que el volumen de lo que está afuera remite a variaciones figuradas de lo que está adentro. Una operación de plegado hace ruido aquí mediante un proceso de implicación. Por ello, Woolf sostiene que no conocemos nuestra propia alma, “y mucho menos las almas de los demás. Los seres humanos no vamos todo el trecho cogidos de la mano. Hay una selva virgen en cada uno; un campo nevado en el que se desconocen incluso las huellas de los pájaros” (Woolf, 2014, pp. 35-36).

Todo un conjunto matrilineal implicado por dobleces, cruces, inflexiones, producen y comunican los conocimientos y las cosas, en esta región plegada en el movimiento del espacio y del tiempo en el cuerpo-huella de Virginia Woolf que se sumerge-asciende en las aguas del rio Ouse. “En cuanto nos vemos obligados a guardar cama o a reposar entre almohadones en un sillón y alzamos los pies unos centímetros sobre el suelo en otro, dejamos de ser soldados del ejército de los erguidos; nos convertimos en desertores (Woolf, 2014, p. 36)". Así, el pliegue de la enfermedad desencadena la red de fuerzas corporales en la memoria del dolor. Woolf se atormenta en la ráfaga de voces que escucha en su interior que ahoga su ser-ahí-en-el-mundo, como en la pintura Ofelia muerta del artista John Everet Millais (1829-1896), obra realizada en 1852, en la que una mujer expone sus dedos de difunta que gimen en el rostro sublime de la muerte. Un fragmento del acto VI de la escena VII de Hamlet de William Shakespeare es el manantial poético donde bebe Millais para pintar su Ofelia muerta:

 

Inclinado a orillas de un arroyo, elevase un sauce, que refleja su plateado follaje en las ondas cristalinas. Allí se dirigió, adornada con caprichosas guirnaldas de margaritas, ranúnculos, ortigas, margaritas y esas largas flores purpúreas a las cuales nuestros licenciosos pastores dan un nombre grosero, pero nuestras castas doncellas llaman dedos de difunto. Allí trepaba por el pendiente ramaje para colgar su corona silvestre, cuando una pérfida rama se quebró, y, junto con sus agrestes trofeos, vino a caer en el gimiente arroyo. A su alrededor se extendieron sus ropas, y, como una náyade, la sostuvieron a flote durante un breve rato. Mientras, cantada estrofas de antiguas tonadas, como inconsciente de su propia desgracia, o como una criatura dotada por la naturaleza para vivir en su propio elemento. Mas no podía esto prolongarse mucho, y los vestidos cargados con el peso de su bebida, arrastraron pronto a la infeliz a una muerte cenagosa, en medio de sus dulces cantos.

 

Ofelia-Virginia se suicida y cada pliegue de su vestido-piedra proyecta las flores de la locura en aquello que Woolf experimentada en cada sonido, color, acento o pausa “que el poeta, que sabe que las palabras son exiguas en comparación con las ideas, ha  esparcido en su página para evocar un estado de ánimo que ni las palabras pueden expresar ni la razón discernir (Woolf, 2014, p. 47)". Es aquello que sabe a la estrofa encantada de lo que pude un cuerpo en las aguas fúnebres del desgarramiento amoroso.  En ese monstruo, ese cuerpo, ese milagro y ese dolor en ruido parásito de las cosas al caer en el fluir de su habitación propia. El cuerpo flota rodeado de flores con la mirada vacía, dejándose llevar por el infinito.

 

Por Hilderman Cardona Rodas

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