El Magazín Cultural

Y las palabras atemperadas

El escritor austriaco intentó ser cantante y violinista en su juventud, pero una enfermedad lo alejó de la escena. Esa carencia, en cambio, le abrió las puertas de la literatura, que en él parece una gran partitura.

Juan David Torres Duarte
19 de agosto de 2014 - 02:00 a. m.
Thomas Bernhard (1931-1989) dibujado por el alemán Christiaan Tonnis. / Christiaan Tonnis - Flickr
Thomas Bernhard (1931-1989) dibujado por el alemán Christiaan Tonnis. / Christiaan Tonnis - Flickr

Suelen ser un cauce desbocado. Suelen ser párrafos extensísimos, de veinte páginas o más, sólo divididos por coma y aquí y allá, un milagro, un punto seguido. De repente, las oraciones largas se detienen y dejan que el cauce —las palabras, que destruyen, como un río desesperado— asuma otro temperamento, una ligereza que es, al mismo tiempo, aparente y necesaria. Los libros de Thomas Bernhard (1931-1989) son difíciles de leer en ese sentido: no le entregarán al lector el placer de las frases cortas, de las ideas claras. Sólo habrá una eterna tendencia a la oscuridad, una adoración perenne a la incertidumbre, que va desplegándose con un ritmo interno basado en términos musicales: repetición, tiempo, silencio, incluso —a su manera— minimalismo.

Su fijación por la música de las palabras y la intención de convertirlas en música a través de la estructura narrativa, es consciente y directa. En sus primeros años, bajo la influencia de su abuelo —escritor, con cierto reconocimiento—, Bernhard se inició en el violín y atendió clases en diversas escuelas de música. Tenía una buena voz, también, y más adelante habría de asistir al Mozarteum, uno de los centro de enseñanza musical en Salzburgo. En los años de la Segunda Guerra —cuenta en El origen, el primer libro de su autobiografía—, encerrado en un sótano, practicó con su violín del modo en que lo haría un obsesivo: día a día, casi sin interrupciones. Su escuela, dirigida primero por la Iglesia y después por los nazis, resultaba aterradora y horrible y produjo en Bernhard una temprana necesidad de agresión contra el establecimiento; quedaban el violín y la música, y también quizá la esperanza de que habría en aquellas notas una forma de humanidad.

Bernhard escribe en El origen: “…yo hubiera querido adelantar algo en el violín, lograr algo en el arte del violín, pero la voluntad de complacer a mi abuelo, de satisfacer su deseo de convertirme en un artista del violín, no bastaba por sí sola, en cada lección de violín yo fracasaba de la forma más lamentable y Steiner reaccionaba siempre calificando de crimen mi fracaso, una persona de una disposición musical tan sumamente alta como yo cometía en realidad, con el crimen de la distracción, el mayor de los crímenes, decía una y otra vez…”.

La música se presentó también así en su juventud: como una de las formas abrumadoras del miedo. Su educación musical tuvo que detenerse a raíz de una enfermedad pulmonar que se agravaría con el tiempo, que no le permitía cantar, tocar el violín, dedicarse horas enteras a desentrañar el lenguaje de la música. “Sólo se puede hacer música —dijo en una entrevista en 1987— cuando se está de manera permanente con más gente. Como precisamente era esto lo que yo no quería, el problema se resolvió por sí solo”. Entonces se convirtió en periodista; años después, se entregó a la literatura de tiempo completo. Bernhard sabía que la música era un valor necesario para la literatura: no había literatura sin ritmo, sin una métrica impuesta por el mismo oído del escritor, sin una coordinación entre las palabras, el espacio y la acción que describían el tiempo y su concepción filosófica.

“Tú quieres hacer algo bien —dijo en una entrevista para la revista Kultur & Gespenster en julio de 1986—, encuentras placentero lo que haces, como un pianista. Él tiene que empezar también en algún lugar, comienza con tres notas y luego ejecuta veinte con maestría, y en algún momento las conoce todas y entonces dedica el resto de su vida a perfeccionarlas. Y ese es su gran placer, para eso vive. Y lo que algunos hacen con las notas, yo lo hago con las palabras. Tan simple como eso”.

La traducción de la música en la literatura, en el caso de Bernhard, es bastante explícita. Las repeticiones de verbos —decir y pensar, por ejemplo, en El malogrado (1983)— en los párrafos más extensos crean puntos de apoyo, situaciones y espacios. Esa repetición, también, condensa cierta concepción de la literatura: las palabras se desbordan —a través de una sucesión de oraciones sólo ligadas por comas—, pero también determinan una parada, un lugar de placidez. Para Bernhard, la literatura parece ser ese juego ético en que es posible destruir y construir a la vez, exacerbar las fuerzas y después acallarlas, el juego en que la literatura se convierte en un espacio de pulsiones mayores y menores que determinan un efecto. Ese, podría decirse, es uno de los principios de la música —un principio no dictado, como dice Milan Kundera—: las notas mayores (alegres) y las notas menores (tristes, melancólicas).

Esas notas, esas palabras, tenían para Bernhard una marcada singularidad. Es decir, eran únicas. Es decir, eran en alemán. De modo que las traducciones eran la creación de una nueva partitura en prosa a partir de la destrucción del original. Para Bernhard —y también para muchos otros escritores—, la traducción es en cierto sentido una forma de la pérdida. “Una pieza de música —decía — es tocada igual en todo el mundo, gracias a las notas escritas. En mi caso, mis libros deberían ser siempre tocados en alemán. ¡Con mi propia orquesta!”. El conjunto de instrumentos es más bien sencillo: el lenguaje de Bernhard se torna tangible, por lo menos en un sentido literal, en libros como Corrección, Trastorno, La calera y Helada. Su obra carece de barroquismo y es en ese sentido que puede ser bautizada minimalista: pocos elementos, pero ampliación del efecto. El único modo de expandir ese efecto —que convierte a sus personajes en naturalezas obsesivas, compulsivas, entregadas al abismo de sus anheladas desviaciones— es a través de la música: cierta circularidad potencia hasta el terror la capacidad de las pocas y certeras palabras que utiliza Bernhard.

No es, entonces, la certeza de que las palabras deben describir en detalle las crisis de la condición humana. Es la música —la repetición, los silencios intencionales— todo cuanto permite acceder a ella: no es el qué, es el cómo. La música es, en la producción en prosa de Bernhard, el modo del descubrimiento y también de la incertidumbre. Porque mientras la música —y con ella las palabras— distingue un camino, oculta otros. Atender a esa música significa atender a las obsesiones. “De eso se trata el arte —decía Bernhard—, de mejorar y mejorar en el instrumento que escogiste. De allí viene el placer, y nadie puede sacarte o desviarte de ello. Si alguien es un gran pianista, entonces tú podrías limpiar el cuarto donde toca, llenarlo de polvo, lanzarle baldados de agua y a pesar de ello él seguirá allí, tocando. Incluso si la casa se cae, él seguirá tocando. Y escribir es lo mismo”.

jtorres@elespectador.com

 

@acayaqui

Por Juan David Torres Duarte

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