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Yo confieso: Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias-Capítulo Dos

Presentamos el capítulo dos de la audionovela “Yo Confieso”, creación de la sección de Cultura de El Espectador, que será emitida cada ocho días desde estas mismas páginas.

* Redacción Cultura
04 de abril de 2020 - 02:20 a. m.
Yo confieso: Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias-Capítulo Dos

Si está interesado en escuchar el Capítulo Uno, ingrese acá: Yo confieso: Hágase tu voluntad-Capítulo Uno

Capítulo Dos.

Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias

Aullé y traté de vomitar. Me salió un líquido entre verdoso y café, que más que un vómito parecía un escupitajo. Pinzón y el padre Benito corrieron a socorrerme. Intentaron levantarme, me echaron aire, y cuando el padre fue por un vaso de agua, le susurré a Pinzón que dijera que estaba enfermo, muy enfermo, que me hiciera ese gran favor porque si no, me echaban a la calle. Cuando regresó el padre Benito, le comentó que me veía muy mal, que lo mejor era dejarme en la enfermería un día, que él se haría cargo.

E. “Le voy a sacar sangre para enviarla a un laboratorio, por lo pronto, y de acuerdo con los resultados, veremos cómo podemos proceder”.

Entre los dos, me ayudaron a subirme a un sofá. Antes de irse, el padre Benito me dio su bendición, y comenzó a rezar,

P.B. “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, así como nosotros también perdonamos a los que nos ofendes, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos de todo mal, Amén”.

Cuando el padre Benito dijo Amén, Pinzón lo imitó, y yo, con voz de moribundo, también dije Amén, Aaaaaaamén, aunque me había quedado pensando en aquello de no nos dejes caer en la tentación, porque a decir verdad, a mí Nuestro padre me había dejado caer en la tentación. Es más, me había empujado a caer en ella, nunca supe si para probarme o para reírse de mí. Vanessa era el nombre de mi primera tentación de amor, fuera lo que fuera aquello.

Mi tentación original, la mirada original, para tomar una frase de Yukio Mishima, un escritor japonés al que leí tiempo después. Antes de Vanessa, las mujeres, el instinto, la pulsión, la sexualidad, la magia, eso que llamaron coqueteo y que era mucho más que coqueteo, eran parte de un mundo de novelas que yo ni conocía ni quería conocer. No me interesaban. No había sentido jamás eso que llamaban amor, ni me había atraído alguien que no fueran Haendel, o Jesús, o sus apóstoles, o los santos. En la escuela, mis amigos y mis no tan amigos solían hablar de novias o de niñas que les parecían hermosas, mientras yo jugaba a mezclar líquidos en probetas. Relataban sus aventuras, tan falsas como ellos. Yo los escuchaba, pero no les ponía atención. Mientras ellos hablaban de amores, yo me imaginaba como un mártir, que por defender a Cristo moría atravesado por lanzas y flechas, o crucificado, siempre con el Ave María de fondo, y soñaba con que algún día llegaría el momento en el que todos esos niños estúpidos se tragarían sus inventos, postrados de rodillas ante una cruz. Arrepentidos. Dios, mi Dios, mío y únicamente mío, era mi gran y perfecto sujeto de venganza, mi gran venganza contra los pecadores, contra los mentirosos, contra quienes lo ignoraban o dudaban de su palabra. Contra todos aquellos que no sentían ni pensaban como yo. Amar y desear a una mujer, pues, era ofender a Dios, y ofender a Dios era ofenderme a mí mismo. Durante muchos años viví inmerso en los sagrados preceptos de mi Dios. No tenía ni tiempo ni necesidad de buscar algo más en el mundo.

Después de todos los Amén, Pinzón y el padre Benito se retiraron, y pasada una hora, regresaron con la noticia de que me iban a trasladar a la clínica del Country para que me hicieran allá los exámenes necesarios. Con tono de autoridad en la materia, mi reciente cómplice dijo:

E. “Van a hacerle varios exámenes de sangre, de orina, y le van a tomar una placas, pues los síntomas que muestra parecen muy graves”.

En la medida en la que hablaba, trataba de escaparse de la mirada del padre Benito para picarme el ojo. Y en esas estábamos, cuando escuchamos la sirena de la ambulancia que venía por mí.

“Mañana verá la vida de otro color, novicio Andrés”, fue la despedida del padre superior, que de nuevo rezó “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…”, elevando los ojos al cielo gris que se dibujaba a través de la ventana. Ya en la ambulancia, una enfermera me tomó de la mano y comenzó a hacerme preguntas. Edad: 22. Nombre: Andrés Eugenio Santacruz. Lugar de nacimiento: María la baja, Bolívar. Estado civil: soltero. Cirugías: una, apendecitis, a los 12. Enfermedades graves: ninguna. Nombres de los padres: Salustiano y Ofelia. La voz de la enfermera, cuyo nombre, Adriana López, estaba prendido con un alfiler en su uniforme, y su acento, la manera en que me tomaba la mano, su piel, su mirada dulce, toda ella, me hicieron anhelar que el cuestionario no terminara jamás, y que el trayecto hacia la clínica fuera infinito.

Sin embargo, llegamos en menos de 15 minutos. Me dejaron en Urgencias, acostado en una camilla, al lado de una señora de unos 40 años, que debió haber oído a la enfermera decirme Padre Andrés y haber visto mi escapulario con la Virgen de Fátima grabada sobre un fondo azul claro, porque de inmediato me dijo que ella necesitaba a un sacerdote.

L.S. “Usted me ha caído del cielo, padre, y esta es una señal divina, yo lo necesito a usted más que a nadie en el mundo en este momento, gracias, muchas gracias por estar acá, muchas gracias e infinidad de bendiciones para usted”, dijo, decía, y continuó.

L.S. “Mi nombre es Lucrecia Sandoval, para servirle en todo lo que necesite y siempre que me requiera, su excelencia. Acabo de llegar a esta clínica por un dolor en el vientre que no debe ser mayor cosa, pero usted sabe cómo son los médicos, que ante el mínimo síntoma se alarman, y como para curarse en salud, jaja, me río de mi ingenio, perdone usted, le decía que ante el mínimo síntoma, lo mandan a uno al hospital, y acá me tiene, aunque esta vez sí debo agradecerles a los médicos, a la virgencita y a Dios, sobre todo a Dios y a los santos, porque todos ellos me lo enviaron a usted como caído del cielo, y usted, perdone de verdad mi intromisión, usted, padre, no tiene ni idea desde hace cuánto que lo necesito. No tiene ni idea, padre Andrés, por lo que he tenido que pasar. De verdad que es incluso un milagro que me hayan dejado entrar a esta clínica”.

Yo la escuché, mitad atolondrado por tantas palabras y tanta veneración, mitad intrigado por lo que podía llegar a contarme aquella mujer. En realidad, no pensaba en absolverla por ninguna de sus faltas, por graves que fueran. Lo que me llamaba la atención eran su historia y cómo se podían conjugar tantos pecados en un rostro tan dulce, porque en aquella mujer todo parecía dulce. La mirada, el tono de la voz, la piel, los gestos que hacía mientras hablaba, las manos, como esculpidas en un Capo di Monte. Experimenté por primera vez en mi vida un poder que iba más allá de los poderes mundanos de la tierra. Podría oír cada palabra de cada historia de esa mujer, y podría, luego, redimirla si se me antojaba, o condenarla. Me sentí el dueño de su vida, el dueño de una vida, el poseedor absoluto del pensamiento y de los actos de una persona, que en aquella ocasión, era una mujer. Le ofrecí mi mano. Ella la tomó y la besó. Me faltaba un mes para ordenarme de sacerdote, pero en un mes nada iba a cambiar, pensé. Y más que pensar, me justifiqué y en medio de mis justificaciones le dije a la señora Sandoval que me contara lo que necesitara contarme, que yo era sólo oídos, y que el señor misericordioso tendría piedad de ella y de sus actos. Por fortuna, estábamos en un rincón de la sala de urgencias, un lugar casi que escondido, aislado del maremágnum de lamentos, pasos, llantos, órdenes, peticiones y chirridos de camillas que inundaba el resto del salón, unos metros hacia nuestra izquierda.

L.S. “Gracias, padre, que el Señor lo tenga en su reino”.

La señora Sandoval se recostó, clavó su mirada en el techo, entrelazó las manos por detrás de su cabeza y se largó a recordar partes de su vida en un monólogo que por momentos parecía una oración.

L.S. “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, padre, desde que me recuerdo he sucumbido a las tentaciones. He caído en los dulces engaños del pecado, y pese a mis estados de remordimiento, las culpas que me han llevado al llanto y a la amargura, he vuelto a caer una y otra vez, sin poder entender jamás las razones”.

La señora Sandoval hizo una pausa y comenzó a llorar, primero con gemidos muy cortos, y luego, con profundos, desgarrados y desgarradores sollozos que mezclaba con nuevas palabras, con silencios, miradas lejanas.

L.S. “Y esta culpa, Padre, el dolor de la culpa es mi mayor problema, la más pesada de mis cruces, porque para salir de ahí, para tratar de aliviarme, busco la redención desesperadamente, pero la redención está asociada con el placer, o al menos para mí es así. Después de la culpa busco con ansiedad el placer, pues sólo en él logro calmarme, sólo con el placer me olvido de lo que es el pecado, y me entrego tanto a ese placer que ni por asomo se me cruza la posibilidad de que después va a regresar la culpa, más intensa que antes, más devastadora. Es un círculo vicioso, Su Excelencia, sin principio ni fin”.

P.A. “¿Y recuerda cuándo comenzó ese círculo?”

Me sentí estúpido por preguntar dónde se iniciaba un círculo, pero ella no se detuvo en aquella minucia. Me dijo “Con fuerza, a los 14 años”, y se quedó callada. Pensé que hasta ahí había llegado la confesión, y que la señora Sandoval se había arrepentido de contarme su historia por mi estúpida pregunta sobre el inicio del círculo. La miré de reojo, bajé de su cara a su pecho, a su vientre, a sus piernas. La boca se me secó, las manos me temblaron. En un arranque de desesperación, di media vuelta, me apoyé sobre un codo y le dije que confiara en mí, que Dios la había puesto en mis manos por alguna sagrada razón. Me saqué el escapulario de la Virgen de Fátima y se lo dejé sobre las manos, y en el movimiento vi que de su cartera salía una pluma muy fina con figuras precolombinas que jamás había visto.

P.A. “Esta Virgen la va a acompañar toda su vida y la va a proteger”.

L.S. “Y fue por mi hermano”.

Su murmullo se transformó en una diminuta sonrisa. Cerró los ojos con fuerza, tal vez para borrar su pasado, o esa parte de su pasado, o tal vez para no verme. Yo estaba helado. No quería preguntarle nada más, porque en ese instante cualquier palabra, y sobre todo cualquier pregunta, la habrían espantado. Tensionado, expectante, nervioso, ansioso, me senté en el borde de la camilla para mirarla mejor, como si desde arriba pudiera extraerle las siguientes palabras. Tomó el escapulario, y con él entre sus dedos, entrelazó las manos sobre su vientre.

L.S. “Fue una tarde, en la finca de la familia, por Pacho, Cundinamarca, más allá de Zipaquirá. Mi madre me había pedido que le diera una pastilla a mi padre, que unos minutos antes me había regañado por no sentarme erguida a la mesa del almuerzo. Que una señorita debe comportarse, que los modales, que la dignidad, que las apariencias son fundamentales, que el comportamiento ejemplar, y bla bla bla. Yo fui al botiquín y tomé otra píldora, con la firme intención de vengarme”.

Como hombre, quería tomarle las manos y no soltarlas nunca más. Como sacerdote, deseaba ofrecerle una paz que, por lo que veía en aquel momento, jamás había tenido. Como simple humano, sólo esperaba que siguiera con su historia, que no se detuviera, que hablara y no dejara de hablar, pero no hubo ni manos, ni paz ni historia, porque en aquel instante, la enfermera en jefe de urgencias se acercó con una libreta, dijo “Lucrecia Sandoval, 40 años, pérdida de conciencia”, y empezó a tomarle los signos vitales y a anotarlos en su libreta.

E.J. “Todo perfecto, señora, esta noche va a poder volver a su casa sin ningún tipo de problemas. ¿Cómo se siente?”

L.S. “Bien, bien, gracias por preguntar. Acá, conversando de todo un poco con el padre Andrés, que gracias a Dios los santos espíritus me lo pusieron en el camino. Sí, gracias a Dios estoy bien, doctora, no se preocupe por mí”.

Cuando terminó con la señora Sandoval, la enfermera se dirigió a mí, leyó en su libreta mi nombre, Andrés Santacruz, 22 años, náuseas y vómito. Tomó mi pulso, desabotonó mi camisa y me recorrió el pecho con un estetoscopio.

E.J. “Perfecto, todo bien, se ve que la compañía ha sido de gran provecho para los dos. Ahora al final de la tarde les firmo la salida”.

Mientras la enfermera se iba, mientras la veía entreverarse con el barullo de la sala de urgencias, yo pensaba que con su presencia todo se había transformado, y que iba a ser imposible retornar al ambiente que había antes. La señora Sandoval parecía haber vuelto a la realidad de aquel momento, a las cosas de la vida, al papeleo, a alguna rutina que debía soportar y yo desconocía, a la salud, a lo que le esperaba en su casa. Guardó el escapulario en su cartera, que colgaba de la cabecera de la camilla, me miró y me dijo,

L.S. “Con que el padre Andrés Santacruz”.

P.A. “Siempre a sus órdenes, señora Lucrecia”.

Su ánimo había cambiado. Los ojos le brillaban de una forme distinta a la de antes, como si estuviera mirando hacia el futuro y en dos minutos hubiese enterrado su pasado. El semblante se le había transformado también. La piel, la boca. Parecía otra mujer, una mujer normal, como cualquier otra, sin tormentos ni angustias. Yo la observaba, indeciso entre retornar a sus pecados o hablarle de nimiedades. Esperé cinco, diez minutos. Me recosté. Miré hacia el techo y me encerré en mí mismo. A fin de cuentas, la señora Sandoval que estaba a mi lado era otra señora Sandoval. Tal vez había vuelto a ser Lucrecia, simplemente Lucrecia, una Lucrecia más de las pocas que podía haber. La dejé. Vi a un médico pasar a toda prisa, con su bata blanca impecable, y detrás, a una enfermera que apuntaba en un cuaderno cosas que el doctor le dictaba, y vi luego al padre Benito. Lo llamé. Cuando estuvo a los pies de mi camilla, me preguntó por mi estado. Le respondí que ya casi me iban a dar de alta, que no había sido nada grave, por fortuna. Lucrecia nos miraba y oía, o parecía que oía.

P.A. “Padre, le presentó a la señora Lucrecia Sandoval”, le dije.

P.B. “Mucho gusto”.

Yo no sabía qué más decir, ni de la señora Sandoval ni de Lucrecia ni del padre Benito. Estuvimos en silencio un tiempo que parecieron horas. El padre Benito dijo que se alegraba, sólo eso, y apenas terminó llegó otra vez la enfermera jefe y nos informó que nos podíamos ir. A la señora Sandoval le dio una hoja, y a mí otra. Nos explicó someramente qué medicamentos debíamos tomar y por cuánto tiempo, nos dio la mano, fuerte, decidida, y se marchó.

P.B. “Bueno, tal parece que el novicio Andrés se salvó”.

El padre Benito hizo su comentario al aire, como para nadie pero par todo el que estuviera por ahí. Lucrecia se inclinó y me observó con gesto de sorpresa. Por fortuna, no musitó palabra, y para cerciorarme de que no lo hiciera, le pregunté si quería que la acercáramos a alguna parte.

L.S. “Mil gracias, padre, pero vienen por mí”.

L.S. “Fue un enorme gusto compartir clínica con usted”, añadió, sonriente, y me ofreció su mano.

Yo me bajé de la camilla con ayuda del padre Benito, y ya en en el suelo, le di un beso en el dorso de la mano.

P.A. “Estamos a su servicio en el seminario”.

P.B. “Por supuesto que sí”

Nos despedimos con una venia y salimos a la Carrera 15 a buscar un taxi.

P.B. “Yo lo invito a taxi, novicio”.

Apenas nos subimos al carro, un vetusto taxi de aquellos que para cruzar a la izquierda o a la derecha los conductores tenían que darles mil vueltas al timón, empecé a sentir que el padre Benito me medía. Me escrutaba. Camino al seminario, recordé los sucesos más relevantes del día y los puse sobre otra óptica, la de la medición. El padre superior quería saber mis reacciones, necesitaba conocer mis límites. ¿Para qué? No lo sabía, por supuesto. Era una intuición, sólo eso. Sobre la Carrera Séptima, a pocas cuadras de nuestro destino, cerró la Biblia que había estado leyendo y me preguntó si me arrepentía de algo.

P.B. “El arrepentimiento es quizás el más importante de los temas cristianos”. Mientras mayor sea el arrepentimiento, mayores han sido las culpas, y por lo tanto, más grave ha sido el pecado”.

Lo primero que se me ocurrió ante su pregunta fue que sabía lo de la noche anterior. Lo sabía todo, con lujo de detalles. Para no llegar a ese punto, y menos a Vanessa, le inventé que antes de ingresar al Seminario había chantajeado a mi padre con una aventura de la que había sido testigo.

P.A. “Pero fue para poder comprarme un par de zapatos ante de presentarme ante ustedes, una cosa de niños, digo yo, porque creía que si no me veía bien, podrían rechazarme”.

El padre Benito me sonrió. Puso su mano izquierda sobre mi rodilla y musitó que todos cargábamos con una cruz.

Fernando Araújo Vélez

(Versión original del libreto de Yo confieso)

Por * Redacción Cultura

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