El Magazín Cultural

Yo quería pasar el fin del mundo en un cine

El mundo se acabó y los cines están cerrados. Estamos en pausa en medio de una pandemia y fue en el Teatro Adolfo Mejía cuando sentí que por un largo tiempo el cine se iba en fundido a negro. El FICCI se había suspendido y la nueva película de Jorge Navas acababa de terminar. En medio de la metralla del tedio y los recuerdos arrumados en cobijas cuatro tigres, la virtualidad y la distancia parecieran un mismo hilo transparente de desesperanza. Pero también de paciencia, de suspiro.

Valentina Giraldo Sánchez
24 de marzo de 2020 - 04:33 p. m.
Cortesía
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En Italia pasan camiones llenos de ataúdes. Los contagios aumentan. Hay motines. Personas sin casa. El ansia rasguña, y el tiempo, impalpable, es cada vez más pesado. Con la distancia el telar del tiempo hila ausencias y nuestras constelaciones requieren afectos. A este largo paréntesis le restan grandes mensajes. Podría ser, quizá, una oportunidad por pensar en volver a las tareas manuales. Como por dejar marcada una huella del cuerpo en una carta escrita a mano, o una bufanda tejida, o una lista de cosas por hacer. Que el alfabeto de este extraño silencio se traduzca en los grafemas de los mensajes hechos a pulso y paciencia. Mientras tanto, los saludos desde el alma seguirán siendo por medio de Google Meet. El campus, estará sólo y las clases continuarán, al parecer, virtuales. Este extraño momento pareciera ser un constante mientras tanto. 

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Y también, mientras tanto, nos tejemos en la distancia siendo en verbos, el verbo amar-er-ir, llorar-er-ir, esperar-er-ir y dejarnos-ir. Ahora que tenemos, al parecer, un poco más de tiempo, podemos dejarnos-ir para aprender las nuevas maneras de ser del encierro. Los efectos del afecto al cine, también mientras tanto, se dibujan en las películas que se han subido libremente a la red. Instantes precisos y preciosos, el cine es un chispazo de vida. Así sea -mientras tanto- lejos de las salas. Esperando ya, que a falta de la luz del proyector podamos seguir seguir haciéndonos fotosíntesis. Así sea en un sótano, que no falte el lumen. Y que el sol de la imagen en movimiento siempre llegue a estas trincheras. 

Mientras tanto -también-, la luz se acurruca en las esquinas del cuerpo y la cabeza. En la pantalla una película de Chantal Akerman, ella mira por la ventana. Muy a propósito de que por ahora solo podemos mirar la ventana. Ella recuerda la infancia. En los 79 minutos que dura Lá Bas, Chantal Akerman observa mediante el límite transparente del cristal. En Bogotá había un grafiti en donde muchas personas se tomaban fotos, la pared decía “una ciudad sin cine es como una casa sin ventanas”. En este momento, Bogotá es una ciudad sin salas de cine en dónde poder meditar mientras se acaba el mundo. 

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Pero -y mientras tanto- el día soleado de las películas y este suspiro temporal del tiempo nos dan un espacio. Para perseguir curiosamente cosas distintas, para comprender, esperar y aprender. Por las ventanas de Akerman sus vecinos se asoman al balcón, ella filma. Mi ventana da un colegio en donde no hay nadie jugando. Por la ventana: las calles solas y las palomas volando. 

Mientras tanto (otra vez) despidiéndonos con sentidos besos de codo. El cine se funde paciente y momentáneamente -espero- a negro. El frágil y efímero contacto, ya no de codo a codo sino abrazos largos y besos en la frente, volverá. Y ésta colcha de pérdidas que pareciéramos estar tejiendo en el encierro, se convertirá en el amor después del amor. Mientras esta bisagra del mundo se termina de abrir, seguimos construyendo, codo a codo. Y esperando, paciente e inocentemente a la luz del proyector siendo un nuevo chispazo de vida en una sala de cine.

Por Valentina Giraldo Sánchez

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