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Seis décadas de políticas de tierras: entre la Ley 135 de 1961 y la Constitución del 91

La adopción de la nueva Carta Magna no solucionó los problemas estructurales con la tenencia de la tierra en Colombia, pues falta más que un artículo para ver un nuevo campo.

Juanita Villaveces Niño *
15 de abril de 2021 - 02:00 a. m.
La tierra que se adjudica sigue siendo para un subgrupo reducido que demuestre un mayor poder de negociación.
La tierra que se adjudica sigue siendo para un subgrupo reducido que demuestre un mayor poder de negociación.
Foto: EFE - Luis Eduardo Noriega

Hablar de acceso y política de tierra en Colombia es complejo. Desde 1961 (y antes), las leyes de tierra han perseguido objetivos de desarrollo, de desconcentración y de resolver conflictos sociales rurales (Ley 135 de 1961), así como de promover y consolidar la paz (Ley 160 de 1994). Conmemoramos no solo los 30 años de la Constitución, sino también 60 de la Ley de Reforma Social Agraria de 1961. A la luz de lo señalado en la Constitución en su artículo 64, “es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, en forma individual o asociativa, y a los servicios de educación, salud, vivienda, seguridad social, recreación, crédito, comunicaciones, comercialización de los productos, asistencia técnica y empresarial, con el fin de mejorar el ingreso y la calidad de vida de los campesinos”. Por esto surge el interrogante de quién ha accedido a la tierra y qué cambios surtió la Constitución.

La tierra para quién: antes de 1991 el esquema de acceso a la tierra estaba definido por la Ley 135 de 1961, al amparo del Acto Legislativo 1 de 1936, frente a la función social de la propiedad. Se buscó reformar la estructura social agraria de tres formas: clarificación de títulos, prevención de la concentración inequitativa y definición de unidades de explotación que permitiera la explotación económica. La política se focalizó en zonas de minifundio a los que “no las posean, con preferencia para quienes hayan de conducir directamente su explotación e incorporar a esta su trabajo personal”. La tendencia de adjudicación de baldíos en este período muestra un aumento en el acceso a la tierra por parte del campesino (también de colados), en predios de tamaños menores a lo acostumbrado en las dinámicas de adjudicación pasada (implementando la idea de “Unidades Agrícolas Familiares”, UAF).

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La idea de para quién es la tierra cambió en 1994 con la Ley 160, que supone recoge el objetivo constitucional. En esta nueva legislación, la tierra ya no es para quien la trabaja o para los campesinos desterrados, sino para un subgrupo que demuestre aptitud agropecuaria, explotación en marcha y capacidad de compra (sí, con subsidios, pero comprada). La tierra es entonces para campesinos y empresas especializadas que puedan adquirirla a través de la compra directa con posibilidad de acceder a un crédito especial. La idea de la UAF se mantiene y se prevé la no adjudicación a quienes tengan un patrimonio alto o posean otra propiedad rural.

Pero la realidad muestra otra cosa. La tierra que se adjudica sigue siendo para un subgrupo reducido que demuestre un mayor poder de negociación, ya sea a través de las políticas de adjudicación o a través de medios de facto que han favorecido la concentración y acumulación irregular de baldíos a su favor.

A pesar del esfuerzo por ampliar el acceso a la tierra a campesinos, el ambicioso proyecto de la Ley 135 quedó truncado por “minucias” administrativas del proceso. Esas minucias fueron, entre otras, la ausencia de un proceso completo de adjudicación, titulación y registro. Una “simpleza” que favoreció actos de usurpación y despojo, esos sí registrados debidamente conforme a la ley. Esa minucia no se resolvió en 1994 y más bien se sumó a los mecanismos de mercado que abrieron la puerta a la acumulación de UAF reconvertidos en latifundios. Así, la tierra pública, baldía objeto de las leyes de tierras en el país, no ha logrado los objetivos ni de la Ley 135 y con dificultad los establecidos en el artículo 64 de nuestra Constitución.

Lo que ya sabemos: lo escrito no siempre cambia las prácticas arraigadas, al menos en el caso de la tierra. La Ley 135 perseguía seis objetivos alrededor de reformar la estructura de la tierra y aclarar la propiedad, fomentar la explotación, elevar la calidad de vida y proteger los recursos naturales.

Estos mismos objetivos están presentes en la Ley 160 de 1994 con distintos mecanismos. Sin embargo, los intereses particulares con poder político han logrado obstaculizar estas metas. Las cifras no mienten. Entre 1961 y 2015, cerca de 18 millones de hectáreas fueron adjudicadas. Sin embargo, esto no ha favorecido un cambio en la estructura de la tierra (tenemos una absurda concentración de la propiedad, con un Gini de 0,89) y una estructura dual de latifundios junto con predios de menos de tres hectáreas en manos de los campesinos. Tampoco ha frenado los conflictos de tierra con entre tres y seis millones (no hay acuerdo en la cifra) de hectáreas abandonadas forzosamente por el conflicto armado (muchas de las cuales tienen origen en la adjudicación de baldíos). Por su parte, el uso de la tierra revela el famoso conflicto entre ganadería y agricultura que da 1,5 hectáreas a cada cabeza de ganado en el país (una relación que más parece una caricatura). Ni qué decir de la brecha rural en términos de calidad de vida.

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Entonces, ¿qué cambió con la Constitución de 1991? No mucho. Cambió el mecanismo de acceso a la tierra por medio del mercado a través de la Ley 160. Pero también ha permitido que quienes capturan los grandes retornos de la tierra se acomoden fácilmente a la nueva institucionalidad para lograr preservar sus intereses. ¿De qué depende que esto cambie? No es solamente un artículo en la Constitución. Debe ser un compromiso real en el cambio de la estructura de la tierra que favorezca la titulación y las garantías de un proyecto de vida sostenible y durable para los campesinos y, a su vez, los mecanismos para desincentivar la acumulación improductiva a través de los impuestos (el famoso catastro multipropósito y el impuesto predial). Así, la Constitución se ha quedado corta o incapaz para cambiar la estructura de la tierra, favorecer la calidad de vida de los campesinos y frenar los ciclos de conflicto derivados del dominio de la tierra. Falta más que un artículo para ver un nuevo campo.

* Profesora de la Facultad de Ciencias Económicas e investigadora del CID de la U. Nacional.

Por Juanita Villaveces Niño *

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Omar(hfp55)16 de abril de 2021 - 05:55 p. m.
Cargamos problemas de siglos en este país. La producción de la tierra es fundamental para un capitalismo de verdad.
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