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Constitución y políticas públicas: lo que dice y lo que se hace

Si bien la Carta Magna de 1991 impulsó reformas deseables en campos como el control de la inflación y la estabilidad monetaria, aún hay mucho por recorrer para los objetivos de pleno empleo o de un sistema pensional que se ajuste de verdad a un Estado social de derecho.

Jorge Armando Rodríguez Alarcón
21 de marzo de 2021 - 02:00 a. m.
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Foto: sh22

La Constitución de 1991 no solo estableció las reglas a seguir en la toma de decisiones y la elaboración de la política económica, sino que, en contravía de los cánones del constitucionalismo de la época, también adoptó políticas económicas específicas o elementos de las mismas.

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Así ocurrió, por ejemplo, con las participaciones o transferencias intergubernamentales, el régimen de regalías y el gasto social. La desconfianza hacia el Congreso y su disposición a desarrollar la Carta Política en la dirección esperada por los constituyentes fue un motivante primordial de ese proceder. Se trataba del temor a que todo cambiara para seguir igual, un reconocimiento de la fuerza del statu quo.

El balance de la Constitución de 1991 en el campo económico es positivo, pero las tres décadas que han transcurrido desde su expedición muestran que aquel temor de los constituyentes no era por entero infundado.

La Constituyente hizo en general un buen trabajo en cuanto a la fijación de los fines y objetivos de la acción estatal y, con menos éxito por lo arduo del problema y por las limitaciones en lo que puede hacer una Constitución, trató de revertir la históricamente débil capacidad del Estado para cumplir sus funciones. Tanto el nivel de gasto público como el de tributación se han elevado de manera significativa al amparo de la Constitución de 1991, lo cual se ha traducido en mejoras en la provisión de servicios sociales, por ejemplo. Con todo, dado que las carencias en la provisión de bienes y servicios colectivos eran tan abultadas, los avances resultan a menudo insatisfactorios.

Hay ejemplos prominentes de la forma como la Constitución establece los propósitos de las políticas públicas. “Se garantiza a todos los habitantes el derecho irrenunciable a la seguridad social”, señala el texto, a la vez que la define como “un servicio público de carácter obligatorio”, sujeta a los principios de “eficiencia, universalidad y solidaridad”. Insta, asimismo, a la intervención del Estado para promover “el desarrollo armónico de las regiones”, un propósito más que entendible dadas las grandes disparidades socioeconómicas reinantes entre ellas. En el terreno macroeconómico, además de asignar al Banco de la República la tarea de controlar la inflación, ordenó al Estado intervenir “de manera especial, (…) para dar pleno empleo” a la fuerza de trabajo.

Pero si la Constitución acierta en la fijación de propósitos colectivos, la capacidad para lograrlos sigue siendo una gran limitante. Así, aunque hay mejoras frente a un pasado en el que la caridad o el “sálvese quien pueda” eran casi las únicas opciones para encarar los riesgos de la vejez, el Sistema General de Pensiones, establecido por la Ley 100 de 1993, es hoy en día más un sistema general de no pensiones (apenas la cuarta parte de los colombianos en edad de jubilación están cubiertos). El pulso por la primacía y supervivencia entre el Régimen de Ahorro Individual y el Régimen de Prima Media ocupa el centro del escenario, de tal suerte que los regímenes pensionales, que se suponían eran los medios para lograr la universalidad con equidad, terminaron convirtiéndose en fines en sí mismos.

¿Por qué el rumbo pensional anda embolatado? Tal vez porque el rumbo no lo marca por sí sola la carta de navegación, como se suele llamar a la Constitución, sino también la tripulación y, sobre todo, los principales dueños y pasajeros de la embarcación. Y, a sus ojos, lo que es bueno para las administradoras de fondos privados de pensiones y para los beneficiarios de los regímenes especiales, es bueno para Colombia.

La pandemia ha hecho patente que, a pesar de los llamados en contrario de la Constitución, la Ley 100 de 1993 tiene en cuenta apenas de manera insuficiente o inadecuada las implicaciones del desempleo, la pobreza y desigualdad económica para avanzar hacia la universalización y la solidaridad en los campos de la atención en salud y pensional.

Para complicar las cosas, la derecha quiere que haya solidaridad siempre que la paguen los trabajadores y los pobres, a través, por ejemplo, del IVA a la canasta familiar. Por su parte, la izquierda quiere una solidaridad virtualmente insostenible, manteniendo una edad de jubilación demasiado temprana y un nivel mínimo legal de la pensión superior a la remuneración de la mayoría de los trabajadores.

El sistema de participaciones intergubernamentales goza de mala reputación entre algunos economistas, debido a que su incremento, ordenado en el texto original de la Constitución, contribuyó a la generación del déficit fiscal estructural del Gobierno Central. Si bien constitucionalizar pormenores de las políticas no es lo ideal, tales críticos le restan importancia al hecho de que el gasto público en general, y el de educación y salud en particular, había sido tradicionalmente exiguo, una manifestación de la débil capacidad estatal que afectaba el desarrollo humano.

Aparte de que el mayor gasto, mal que bien, ha contribuido a reducir las disparidades regionales en educación y salud, las reglas de distribución de las transferencias prohijadas por la Carta Política han garantizado el acceso sistemático al presupuesto nacional a departamentos y municipios que, por su poco peso político y económico, antes rara vez se beneficiaban de él.

El pleno empleo es un buen ejemplo de un objetivo de política económica consagrado en la Constitución, que ha sido ante todo una declaración de buenas intenciones. Carece de los dientes y del andamiaje institucional que sí tienen el objetivo de control de la inflación, en cabeza del Banco de la República, y la regla fiscal -enhorabuena suspendida temporalmente por la pandemia- por cuya implementación deben velar el Ministerio de Hacienda, las comisiones económicas del Congreso y un comité consultivo.

¿Quién debe velar por el cumplimiento del objetivo de pleno empleo? El Estado, responde la Constitución, es decir, todos, pero nadie. No es que el pleno empleo y la estabilidad de precios vayan siempre de la mano. Sin embargo, no deja de ser diciente que en los planes del Gobierno y del Banco Central no figuren de ordinario metas de empleo, pero en cambio sí lo hagan las de crecimiento económico, un objetivo relacionado, pero que, a diferencia del nivel de ocupación, no tiene estatus constitucional.

No es una buena idea crear aparatos burocráticos adicionales encargados de velar por el nivel de empleo, pero al menos algunas responsabilidades se les podrían asignar al Ministerio de Hacienda y al Departamento Nacional de Planeación a este respecto.

Históricamente, los períodos de conmoción, como los que vivimos a raíz del COVID-19, han sido propicios para la creación de instituciones de bienestar o protección social (p. ej., el seguro de desempleo) que ayudan a limar las asperezas del capitalismo. En esa dirección, la adopción de una renta básica moderada, y tan cercana a lo universal como sea posible, respondería a la aspiración de la Constitución colombiana de un Estado social de derecho y tendría efectos favorables en varios frentes. Así, contribuiría a disminuir la pobreza y las disparidades económicas entre personas, regiones y sexos, además de servir de pilar de un régimen pensional basado en la ciudadanía o residencia, y no en las contingencias de la historia laboral.

* Decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional.

Por Jorge Armando Rodríguez Alarcón

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