La luz que dejó entrar el pueblo arhuaco

A pesar de que el pensamiento indígena rechaza la intromisión de elementos ajenos a su naturaleza, se aprobó la entrada de paneles solares para la escuela y el centro de salud.

Carolina Gutiérrez Torres
11 de septiembre de 2013 - 10:00 p. m.
a instalación de paneles solares en el pueblo Kantinurwa, ubicado en el corregimiento Bellavista, del municipio de Fundación (Magdalena), beneficia a 169 personas.  / Fotos: Óscar Pérez
a instalación de paneles solares en el pueblo Kantinurwa, ubicado en el corregimiento Bellavista, del municipio de Fundación (Magdalena), beneficia a 169 personas. / Fotos: Óscar Pérez

La escuelita del pueblo Kantinurwa está compuesta por dos salones con pupitres desteñidos, 48 niños indígenas arhuacos —que cursan desde kínder hasta quinto de primaria—, dos profesores y, recientemente, cuatro ventiladores, cuatro lámparas y cuatro computadores (la mitad desconfigurados). Los más pequeños no entienden español y los más grandes, que lo han aprendido en clase, no se atreven a cruzar palabra con los blancos. Están en un rincón aislado de la Sierra Nevada de Santa Marta al que sólo se llega por una trocha estrecha y empinada, luego de una hora y media de recorrido en una camioneta con un motor potente (una Toyota cobra $500.000 por el viaje desde Santa Marta). Una vez allá, si se quiere encontrar señal de celular es necesario caminar hasta dos horas.

Los alumnos de esta escuela son hijos de algunos de los asentamientos del pueblo arhuaco más tradicionales (los Windiba, los Seynimín, los Buguageka, los Sínguney), que han tenido un contacto mínimo con la cultura occidental. Por eso muchos de ellos, quizá todos, no conocían la luz artificial, mucho menos cómo funcionaban un ventilador o un computador, hasta que llegaron a estas aulas. Los 48 crecieron bajo la ideología de los mayores, quienes consideran que la energía eléctrica “es una intromisión de un elemento ajeno al territorio que desequilibra la naturaleza y la enferma”, explica Amado Villafaña, arhuaco, director del colectivo de comunicación Zhigoneshi y guía de este viaje a Kantinurwa (en el municipio de Fundación, corregimiento Bellavista, vereda Las Mercedes), uno de los ocho pueblos del cordón ambiental y tradicional de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Hace cuatro años, con el apoyo del Departamento para la Prosperidad Social, se construyeron estos ocho pueblos con dos objetivos: servir como un anillo protector para la sierra y reunir los espacios comunales, tradicionales y ceremoniales de los cuatro grupos indígenas que habitan la región: los koguis, los arhuacos, los wiwas y los kankuamos. Son una especie de sucursales de las comunidades donde están la escuela, el centro de salud, la casa de reuniones, un espacio sagrado para los rituales y un pequeño caserío que sirve para albergar a las familias que llegan a los encuentros cada quince días. También está la casa de reflexión, o cárcel, una choza oscura y vacía en la que pasan tres semanas los hombres que engañan a su mujer o los que no responden por los hijos.

Kantinurwa es la sucursal de los arhuacos. Hasta allí llegan caminando los niños todos los días para asistir a clase. Unos recorren una hora. Otros hora y media, y hasta dos, para llegar a la escuela que ahora tiene ventiladores y neveras para conservar los alimentos. Los mayores dieron la autorización para la llegada de la luz eléctrica “porque han visto que no hay contaminación ambiental ni auditiva. No se está generando un impacto y en cambio se está prestando un servicio. Si fuera un motor, no creo que lo hubieran permitido... pero los paneles son silenciosos”, dice Emerson Torres, uno de los maestros.

Por eso dieron el sí. Porque se trataba de paneles solares que serían poco invasivos y que en cambio les permitirían a los niños aprender bajo unas condiciones jamás conocidas por ellos, y a toda la comunidad tener acceso a unos servicios de salud que nunca habían contemplado. Hoy, gracias a esos paneles que instaló el Fondo de Patrimonio Natural, el mercado que llega cada dos o tres meses a la escuela —porque hasta esa lejanía es imposible ir con más frecuencia— puede conservarse en una nevera de 50 litros, que guarda quizá la única comida completa, balanceada, que reciben muchos de estos niños al día. Gracias a la energía, también, los estudiantes tienen ventiladores para apaciguar el calor inclemente del mediodía y el centro de salud puede conservar las vacunas en un congelador de 50 litros (la inversión fue de $265’347.902 y beneficia a 169 personas). La misma suerte tuvieron otros seis pueblos.

“Los mayores temían que esto fuera a cambiar la mentalidad de los niños, que fuera en detrimento de la cultura”, insiste Torres. ¿Cuál creían ellos que podía ser la principal amenaza con esta “intromisión”? “La dependencia —responde el profesor sin titubear—, que la empiecen a ver como una necesidad de primera clase, cuando nosotros hemos podido desarrollar nuestra cultura sin ella”. Torres vuelve a clase. Pudo dejar el salón unos minutos porque tenía ocupados a los 28 niños que están a su cargo. Su trabajo es maratónico. En el mismo salón tiene alumnos desde preescolar hasta quinto de primaria. Para atenderlos a todos los divide en grupos. A los más pequeños les pone de tarea una plana con las capitales de los países. A los intermedios les encomienda cinco multiplicaciones y a los dos más grandes los ocupa con operaciones más complejas. Cuando termina la ronda de revisión, vuelve y empieza. Toma el marcador y escribe en el tablero “Colombia, mi país”, y los más pequeños repiten la frase con él.

Elkin Zapata, el otro profesor, también explica que la resistencia histórica de su pueblo hacia estas instalaciones tiene una explicación sencilla: “Todo debe quedarse como está. Sin alterar la naturaleza. Por eso no se permiten instalaciones de luz eléctrica ni acueducto. Al entrar energía, entra todo lo foráneo: la radio, la televisión, los celulares. Y una tecnología mal usada choca con la cultura... Pero los paneles son algo natural. Están para lo que realmente se necesita: la escuela y el centro de salud”. Luego cuenta que cuando llegaron los paneles solares se les hizo “un tratamiento espiritual para que se les diera el enfoque que debía ser”. Inés Cavelier, coordinadora del programa Paisajes de Conservación de Patrimonio Cultural (que cuenta con el apoyo de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, USAID), explica que esta tecnología, además de tener un bajo impacto ambiental, permite la constancia por las condiciones de radiación solar que existen en la zona.

Junto a las dos aulas de clase hay otros dos salones: el centro de salud, a cargo de Kuaney Torres, auxiliar de enfermería desde hace 14 años. Torres es tímido y habla apenas lo necesario. Abre el consultorio que está cerrado con candado. Dice: “Esta es la nevera en la que se guardan las vacunas, pero ahora no tenemos ninguna porque acabamos de terminar una jornada de vacunación” (desde allí distribuyen las vacunas a lugares que están mucho, muchísimo más aislados). Entra a la otra habitación, se para junto a una silla de odontología, la conecta, dice “así funciona” y le oprime un botón que la hace subir y bajar. “Es la primera vez que contamos con herramientas así”, afirma, y continúa diciendo que realmente las necesitaban porque “cada vez hay más enfermedades que van cambiando”. Luego cuenta que también hay un nuevo tensiómetro eléctrico.

Así como en Kantinurwa, la gran mayoría de proyectos de energía solar que existen en el país están ubicados en zonas apartadas. Son una solución para esas regiones remotas a las que no llegan las grandes empresas que ofrecen estos servicios a los que llaman públicos. Edwin Cruz, director de energía de Andesco —gremio que agrupa a las empresas de servicios públicos domiciliarios—, calcula que en el país existen unas 450.000 familias (dos millones de personas) sin una alternativa de suministro continua, confiable, de calidad.

Colombia tiene “una enorme capacidad” para la energía solar por su ubicación geográfica: está en la zona ecuatorial, que presenta un régimen de radiación con muy poca variación a lo largo del año. Eso también lo han aprendido los habitantes de Kantinurwa, quienes reconocen que gracias a las condiciones de su región tendrán garantizada la energía para la nevera que conserva la comida de los niños y para el centro de salud. Son lo que más les interesa. Son las razones que los llevaron a aceptar finalmente la llegada de la luz eléctrica. Si se hubiera tratado de una hidroeléctrica, seguramente habrían dicho que no, dice Elkin Zapata, porque un proyecto así “se habría convertido en un negocio y el arhuaco no sabe qué es un negocio, no sabe manejar plata... En cambio los paneles no deben afectarnos sino ayudarnos. La comida de los alumnos está más segura. ¿Por qué los mayores iban a decirles que no?”.

 

 

cgutierrez@elespectador.com

 

Por Carolina Gutiérrez Torres

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