Malagana, la metáfora de una Colombia unida

Gracias al Programa Todos a Aprender, los niños de una escuela de Ciénaga de Oro, en Córdoba, encontraron en la educación una forma de vida.

Luz Helena Rodríguez Núñez
28 de julio de 2018 - 06:26 p. m.
La maestra Érika Johana Navarro.   / Archivo Personal
La maestra Érika Johana Navarro. / Archivo Personal

Cuando a Érika la asignaron como docente oficial para un aula multigrado, en la escuela Malagana, en Ciénaga de Oro, en el Departamento de Córdoba, se impactó un poco por el nombre del colegio. ¿Malagana? Designación rara para una escuela, alcanzó a pensar. Pero recordó rápidamente que no era el primer nombre de la institución educativa que llamaba su atención. 

Es que así se nombran nuestros colegios rurales. Los bautizan al abrigo de cómo se denomine un cerro cercano, una ciénaga, un río o la vereda donde se ubiquen. Así encontramos centros educativos como, El Limón, Plátano Pelao, Culebra Arriba, Arroyo Abajo, Besito Volao o El Paso de las Flores. Sí, así son de silvestres algunos nombres de nuestros establecimientos públicos. Así que, inmersa en estas certezas y sin considerar la denominación de su escuela como una suerte de designio, emprendió su travesía hacia el lugar que le habían asignado para ejercer su labor docente. 

Cuando ingresaba en su moto, por primera vez, se le acercaron unos estudiantes y le plantearon un “negocio”: - “Seño, le cambiamos esta bolsa con más de quince frutos por el dinero suficiente para comprar un paquetico de refresco en polvo, de esos que anuncian en televisión”. ¿Quieren un trueque de fruta por polvo químico? Se inquietó, inmediatamente.

Este fue el elemento que detonó la agudeza de Érika Johana Navarro, egresada de Cecar, para llegar a averiguar por las condiciones de vida de sus estudiantes, antes que por sus resultados académicos. No le fue difícil constatar en su palidez, en lo enjuto de sus cuerpos y en el desánimo reinante que, la nutrición no estaba por allí de plácemes. Las condiciones económicas escasas y los contextos socioculturales adversos, sí; pues las madres no tenían opciones de empleo y estaban en un estado de “dejar pasar la vida”, en un conformismo con la pobreza y la necesidad con el que Érika no comulgó. Viendo este contexto, y después de analizarlo, no le extrañó que los niños tuvieran problemas en sus aprendizajes, particularmente, en matemáticas y lectura. Cualquiera diría que “no había cómo” ni “con quién” contar para mejorarlos.

Pero ella, mujer aguerrida y decidida, no lo creyó así y resolvió, con el soporte de su directora Carmen Espitia y de la tutora María Consuelo Bárcenas, del Programa del Ministerio de Educación Nacional, Todos a Aprender, cambiar esta realidad. La rectora la apoyó con algo de infraestructura, una pequeña cocineta, recipientes, tiempo, y la tutora la formó en estrategias provenientes de la Metodología de trabajo pedagógico por proyectos. Porque, ¿cómo era posible que los niños estuviesen desnutridos si frutos como la papaya, la guayaba dulce y el mango, con tanto valor nutricional, se perdían en los patios de sus parcelas? ¿Sería posible embarcarse en la mejor empresa de su vida: proponer un proyecto en el que se explorara la posibilidad de alimentarse con los productos de la región, generando espacios productivos en que familias, docentes y estudiantes crearan una microempresa para el bien común? ¿Sería viable que, esta dinámica nueva para Malagana, motivara a los estudiantes por aprender mientras recopilaban recetas ancestrales, las escribían, al tiempo que generaran los cálculos posibles para medir la cantidad de insumos que necesitaban, los costos de envasarlos, producirlos, venderlos, además de datos estadísticos para la recolección de los frutos?

Érika apostó a sus sueños y hoy en día lidera, junto con María Consuelo, tutora del Programa Todos a Aprender (PTA), el proyecto bautizado de manera tan sencilla, como diciente: “Aprendo mientras me alimento”. Con el desarrollo de esta idea, estas mujeres han hecho posible articular la escuela y la familia, gracias a que pudieron tejer un puente sólido que nació de una necesidad y unos valores compartidos. Con su empeño y emprendimiento, nos demuestran que la escuela sí puede impactar el entorno social y procurar calidad de vida a los estudiantes, gracias al reconocimiento y algunos acuerdos, que permiten construir la verdadera identidad de cada escuela.

Como bien lo expresa Érika: “De allí el beneficio de vincular a los padres al proceso de aprendizaje de sus hijos. Pasamos de ser maestros, alumnos y padres a convertirnos en guardianes de las frutas, del saber y de la salud”.

Estas guardianas sin igual, le han devuelto sentido a la cotidianidad de estas familias, han logrado motivación de los niños por el aprendizaje, porque ahora sí es realmente significativo, los ha hecho tener a unos y otros un sentido de cohesión y, ante todo, les ha posibilitado la nutrición que los niños necesitan, en el marco del reconocimiento de una gastronomía popular propia – Érika dice que no quiere saber de manzanas ni de peras, porque lo que allí se da es tamarindo y guayaba- que habían sido desplazadas y desvirtuadas tanto por las falacias comerciales como por una suerte de infravaloración de la cocina y medicina popular que llevaba, incluso, a ver consumir mal los productos regionales. 

Tal es el caso del chopo-cuatrofilo o papoche, una suerte de plátano que, preparado en mazamorra, fue por muchas generaciones el alimento inicial de los niños. Aún así, cuando Érika llegó a Malagana, notó que las madres jóvenes lo brindaban a sus hijos con algo de pena, pues preferían hacer hasta lo imposible por poder comprar latas de leche y bebidas en polvo artificial para sus bebés. Hoy, esa posición ha cambiado y las madres muestran con orgullo cómo sus hijos crecen sanos, bien nutridos y espabilados, gracias al consumo de su auténtico chopo.

Heroínas silenciosas como Érika y María Consuelo, hacen resignificar a muchos colombianos que habitan en zonas apartadas como Malagana, la vida misma, pues esta ya no será para ellos un dejar pasar. Viven con orgullo y reconocen lo propio del entorno, por su verdadero valor sin dejarse engañar por falacias comerciales a las cuales, además, por sus condiciones económicas no tienen acceso. Vencen, entusiastas, la necesidad con su propia empresa. Convierten cada jornada escolar en un desafío de júbilo, cuya herramienta para transitarlo es el conocimiento, por el cual ahora sí hay motivación: el lenguaje, las matemáticas y las ciencias son protagonistas, siempre se les está usando para recuperar una instrucción, para redactar la publicidad de los productos, para hacer las cuentas y medir las cantidades necesarias en cada caso, para averiguar las propiedades nutricionales. El proyecto ha servido hasta para desinhibir a los más tímidos, en cuanto hay que “quitarse” la timidez de hablar al público para vender los productos.

Es así como, mientras mujeres como Érika, María Consuelo y Carmen, y programas como Todos a Aprender, estén para impulsar iniciativas como esta, estudiar y vivir en Malagana o en cualquier otra parte remota de nuestra geografía, será un motivo para que lugareños y visitantes se sorprendan de que, aunque su nombre no lo indique, allí se gestarán de buena gana, verdaderas acciones de paz dadas desde la reconstrucción del tejido social y cultural de la región, rompiendo brechas y haciendo de la alianza de los intereses de la escuela, la familia y la sociedad la mejor metáfora de la Colombia unida que todos anhelamos.

Por Luz Helena Rodríguez Núñez

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