Uno de los mejores maestros del mundo en Caquetá

Luis Emiro Ramírez fue seleccionado en mayo de 2019 por el jurado del Global Teacher Prize Concert, porque en sus clases de informática les enseña a los estudiantes a usar la tecnología para resolver los problemas cotidianos del campo.

Juan Miguel Hernández
07 de diciembre de 2019 - 02:46 a. m.
 Cuando Luis Emiro comenzó a dictar clase no había internet en la escuela ni en ninguna de las 46 veredas que conforman la región del Caraño.
Cuando Luis Emiro comenzó a dictar clase no había internet en la escuela ni en ninguna de las 46 veredas que conforman la región del Caraño.

Luis Emiro Ramírez fue escogido como uno de los 50 mejores profesores del mundo en 2019 por sus clases de informática en una escuela rural a pocos kilómetros de Florencia, Caquetá, en el sur oriente de Colombia. El jurado del Global Teacher Prize Concert, el premio internacional más prestigioso para los maestros, reconoció que Ramírez ha ayudado a cambiar la mentalidad de cientos de jóvenes campesinos y les ha enseñado a usar la ciencia y la tecnología para mejorar su calidad de vida. Esta es su historia.

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El profe Emiro, como lo llaman sus estudiantes, nació hace 36 años en El Doncello, Caquetá, uno de los municipios más afectados por el conflicto armado en Colombia. Creció con su mamá y su hermana en un barrio del sindicato de maestros de Florencia, la capital del departamento, y al terminar el colegio decidió irse a estudiar Ingeniería Electrónica en la Universidad de Cundinamarca.

De su infancia recuerda con cariño un libro y un momento: La enciclopedia Lo sé todo y la Feria de la Ciencia. Con el libro aprendió de memoria la vida de Thomas Alba Edison, Louis Pasteur y Nikola Tesla. En la feria presentó una radio artesanal de ondas largas fabricada por él y sus amigos que le ayudó a descubrir su vocación de científico.

Años después, graduado y con conocimientos difíciles de encontrar en el Caquetá, Ramírez regresó a su tierra. Comenzó a trabajar como tutor del SENA, construyó un taller para arreglar celulares y después de muchas vueltas se ganó un concurso público para ser profesor en un colegio rural del departamento. Sin querer empezaba a seguir los pasos de su mamá, María Inés Gómez, una maestra de español que durante 38 años enseñó en las escuelas más pobres del Caquetá.

En 2015 Ramírez llegó a la Institución Educativa Avenida el Caraño, a 15 kilómetros de Florencia, en medio de las montañas de la cordillera Oriental dominada por mucho tiempo por el bloque Sur de la antigua guerrilla de las Farc, para enseñar informática a los estudiantes de bachillerato.

Cuando comenzó a dictar clase no había internet en la escuela ni en ninguna de las 46 veredas que conforman la región del Caraño y muchos de los alumnos dejaban el estudio en octavo o noveno grado para irse a trabajar como jornaleros o mototaxistas. El profe Emiro construyó una antena artesanal con señal de ondas, una técnica similar a la de su primer invento, y la instaló en la cima de una de las montañas que rodean el colegio. Desde entonces, los 500 estudiantes de El Caraño y sus familias pueden comunicarse, aprender idiomas, y conocer el mundo a través de internet.

Comenzó sus clases con la idea de enseñarles a sus alumnos a hacer robots como los que había aprendido en la universidad, pero desistió pronto. Muchos no sabían leer ni escribir y poco les interesaba o les servía esa tecnología. “Yo necesitaba dos cosas: aprender a cultivar, que es lo que los muchachos saben hacer, y enseñarles a ellos ciencia e informática, que es lo que sé yo, dice Ramírez al referirse al origen de la Agromática, un modelo pedagógico inventado por él, que usa la tecnología para mejorar la vida en el campo y que ahora es reconocido en todo el mundo por su éxito y efectividad.

El profe Luis Emiro y sus estudiantes comenzaron a crear dispositivos para resolver problemas cotidianos de la agricultura. “Todo comenzó cuando un alumno llegó triste a clase porque el cultivo de caña de su familia se había perdido por la humedad de la tierra”, cuenta Ramírez. A los pocos días diseñaron un dispositivo que mide el nivel adecuado de agua para cada semilla, lo fueron perfeccionando y lo llamaron Agrómetro. Al final tenían un aparato que calcula las cuatro variables esenciales para el crecimiento sano de los cultivos: humedad del terreno, luminosidad, temperatura y humedad relativa. Después, cuando otro estudiante regresó del médico sorprendido con el pulsioxímetro que le pusieron en el dedo, crearon entre todos uno igual pero para las plantas. Comenzaron a investigar y encontraron que era posible diseñar un código HTML, que hacía un barrido de luz blanca y medía en tiempo real los niveles de clorofila de las hojas. “Cuando lo logramos, ¡oh sorpresa!, dice Luis Emiro con emoción, en el mundo no había nada parecido”.

Se inventaron también varios dispositivos para calcular el caudal del río que rodea la escuela y prevenir sus avalanchas. El Guardíán1, por ejemplo, utiliza un pluviómetro para medir la cantidad de lluvia: cuando es más alta de lo normal, prende un bombillo azul y genera una alerta. El Guardián2 calcula la fuerza y la velocidad de la corriente, tiene un sensor en el río y otro en el salón de clase, conectados mediante un cable que provee energía y transmite los datos al computador. El Guardián3 es inalámbrico; tiene un panel solar incluido, funciona con un radio transmisor que manda información al salón de clase y cuando las variables de caudal, fuerza y velocidad alertan que puede haber una creciente, activa de forma automática una alarma que suena en todo el colegio para que los estudiantes y los maestros evacúen.

Después de tres años de implementar la Agromática, los resultados de la escuela están entre los mejores del municipio y son los más altos entre todas las escuelas rurales de la región. En el último año, 26 exalumnos de Ramírez entraron a la universidad, casi tres veces más que los años anteriores. Él dice con orgullo: “La agromática le cambia la vida a los muchachos, los motiva a que investiguen y los aleja de los peligros, es una alternativa real para que no hablen otra vez de las balas y de las drogas”.

Por Juan Miguel Hernández

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