Así escribía sobre narcos Javier Valdez

Fundó la revista Ríodoce y desde 2007 escribió ocho libros sobre las mafias que asolan ese país. Publicamos en exclusiva dos fragmentos de los más recientes: “Narcoperiodismo” y “Huérfanos del narco”.

Javier Valdez
21 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.
 Siete periodistas han sido asesinados en México en 2017 y 126   desde el año 2000. / AFP
Siete periodistas han sido asesinados en México en 2017 y 126 desde el año 2000. / AFP
Foto: AFP - PEDRO PARDO

“Al vacío, al dolor, a la indignación, a la muerte...

Los ojos de la reportera se pierden en el vidrio, en la miseria de un sol vespertino que ya no calienta o, al menos, su calor parece que no sirve; la mujer es una lágrima herida, o mejor, una gota de sangre que no sabe dónde esconder tanta rabia, frustración y miedo, no sabe si aquellas ilusiones por indagar, sentir el asedio de la policía, llegar a redacción a afilar la nota, valieron la pena; ella mira a través de los vidrios y en esos ojos que se llenaron de tantos colores, anhelos y paisajes, sólo un gris funeral matiza los destellos…

Las manos del reportero tiemblan, quiere escribir la verdad y la palabra “miedo” se anota sola, desea decir en dónde, cuándo, quién, por qué… y la palabra “miedo” escupe burla, angustia, desilusión, olor de sangre o pestilencia de una casa de seguridad; el reportero tiene hijos, esposa, padres, hermanos, pero también tiene sus muertos y una mordaza, sus muertos y hambre y llanto y sed y una punzada en el pecho que lo obliga a reprimir algunas lágrimas, sabe que no puede escribir, no debe escribir, no siente escribir, no sabe escribir porque “miedo” es su casa, el periódico donde trabaja, la ciudad y el país donde vive, donde se esconde y miserablemente sobrevive, pero aun así le dice al teclado, “ándale, cabrón, no te agüites, digamos lo que sabemos”, pero sólo “miedo” aparece en la pantalla…

El fotógrafo corre, tropieza, la policía está cerca, los matones, los golpeadores, los sicarios, los perros, las hienas, las pesadillas, y corre desesperado, abraza su cámara como si fuera un hijo, la palpa con una mano sudorosa mientras la otra manotea en el aire, ardiente, corta las angustias con su desesperación, se aferra a la existencia, pero cae, siente el primer chingazo en la sien, trata de levantarse, manotea, mira de pronto el sudor y la sonrisa del uniformado, del lodo que brama, “ya te chingaste, pendejo”, “ya te cargó tu puta madre”; lo golpean, le arrancan la cámara y el alma, se resiste, se revuelca, cede, aprieta los puños, los ojos y todo es negro, gruñidos y voces del infierno, lejanas, muy lejanas, un seco y apenas perceptible llamado del demonio…

Cada vez son más los periodistas desaparecidos, torturados, asesinados en México. Conscientes de que el problema del narcotráfico ha masticado con rabia todas las fronteras, podemos pensar que son sólo los emisarios de los carteles quienes dan la orden de la ejecución, el levantón, el jodido calambre para que no escriban más en ese periódico que incomoda, estorba, se entromete.

Pero no. No sólo los narcos desaparecen y matan a los fotógrafos, los redactores, los periodistas. También hacen su tarea de exterminio los políticos, la policía, la delincuencia organizada coludida con agentes, ministerios públicos, funcionarios de gobierno y militares. El gran pecado, el imperdonable delito, escribir sobre los dolorosos acontecimientos que sacuden a nuestro país. Denunciar los malos manejos del erario, las alianzas entre narcos y mandatarios, fotografiar el momento exacto de la represión, darles voz a las víctimas, a los inconformes, a los lastimados. El gran error, vivir en México y ser periodista.

Cuesta trabajo creer que en un país tan grande y lleno de contrastes, con una geografía maravillosa y recursos naturales que lo harían una potencia, los intereses económicos de unos cuantos estén por encima de la gran mayoría y el discurso con el que impongan su ley sea la impunidad, el asesinato, la corrupción, el despojo electoral, los levantones, la mordaza y el puñetazo artero, implacable, a los periodistas que buscan la verdad.

Porque este libro no sólo intenta señalar los nexos del narcotráfico con los periodistas y las dos caras de la moneda ensangrentada: la de quienes son muertos por publicar lo que nunca debieron y la de aquellos que se alían con sicarios, halcones, narcos de todas las escalas para salvar su vida y llevar unos pesos más a casa, manchados con lodo y sangre, pero en una mano viva, temblorosa pero viva; señalar el silencio obligado, la amenaza que esconde sus fusiles en Tamaulipas, para recordar a cada momento a cada redacción de los diarios que vivir es callar, o publicar sólo lo estrictamente necesario, recordarles a los periodistas que una cuerno de chivo es más efectiva que cualquier teclado.

No. No sólo es un libro de narcotráfico y periodismo, es también un libro sobre el poder político que secuestra y persigue, para matar, torturar, amenazar a quienes trabajan en los medios de comunicación, como en Veracruz, donde los fotógrafos, reporteros y editores son vigilados en sus casas por enviados del gobierno y amenazados, amarrados de la cabeza a los genitales por el terror psicológico y obligados a dejar el pueblo, la casa, la entraña. Son perseguidos y asesinados por no complacer las preferencias de gobernantes y sus allegados. Mujeres y hombres en la mira, señalados, intimidados, hasta ser emboscados y después de la cotidiana tortura matarlos con salvajismo.

Un libro en el que el periodista es obligado a no hacer nada, a callar, a ponerse la venda en los ojos y el trapo pestilente en la boca; obligado a no informar y alinearse a políticos y empresarios gustosos del aplauso y la farsa, el ocultamiento y la mentira. Un libro en el que el periodista es perseguido como rata, asediado, amenazado, condenado a la tortura, a la pena de muerte por opinar, por pensar, donde el reportero o el fotógrafo, el editor o el redactor deben buscar, qué paradójico, asilo en Estados Unidos, pues en su patria la muerte los busca, los huele, los desea con su hocico insaciable.

También podría pensarse para qué escribir, para qué salir a buscar la nota, a exponer la vida, si todos tenemos familia, hijos, padres, si tenemos, aunque sea sólo retazos, ilusiones, esperanza, para qué carajos salir al puto miedo, a ver los cuerpos en las carreteras, maniatados, con el plomazo en la cabeza, para qué reportear la manifestación, si los de arriba ordenaron a policías y granaderos que fueran sobre el fotógrafo, sobre el periodista, sobre esa joven reportera que “cómo chinga la madre”, para qué llegar a casa a medianoche a hacer la guardia, a indagar sobre el paradero de aquel estudiante, aquel maestro, el obrero, el migrante, algún día el hermano, la novia, la hija, nuestra jodida sangre.

Pero aún así hacerlo, salir al terror y a la cerveza bajo el gruñido del sol, a tomar la foto incómoda y avanzar con la denuncia, a aferrarse de un pellejo de esperanza para crear un poco de conciencia, una arena de sensibilidad, en los ojos y en el alma. Escribir un reportaje, correr por la nota, decir con miedo la verdad, sí, aunque nos acompañe la angustia, decir el nombre y la ocasión, la hora y el motivo, reportear en el abismo, tener un pedazo de voz, lo suficiente para decirle al lector que también esto es la vida, que en el desierto o la costa, en la gran ciudad y las fábricas, los baldíos y las avenidas, queremos un país mejor, un país donde la libertad de expresión, la igualdad de género, la tolerancia, no sean sólo parte de un discurso político, de una retórica sucia, vieja, inútil.

Quiero con este libro dar voz a mis compañeros periodistas, mujeres y hombres con dolor y pasión, a quienes guardan silencio y a los que silenciaron, a los que les quemaron las esperanzas, a quienes se esconden y se entregan, a los que soñamos y nos derretimos en la noche, agobiados, pero despiertos frente a las teclas, acompañados por el latido incesante de nuestro corazón, de nuestra pluma, de nuestro viejo y leal cuaderno. Darles voz a los que aguantan la indolencia de empresarios y funcionarios, y aun así redactan su verdad, a los del mitin y la marcha, los de la detención y el discurso oficial, los que eligen la garganta de la noche como último recurso para no morir, los que dicen con sus fotografías quiero vivir, trabajar, sentir. Narcoperiodismo es también la voz de los compañeros muertos y con ellos también está nuestro corazón”.

“Vivos con los muertos...

Las madres buscan desesperadamente a sus hijos en terregales, desiertos, lagos podridos y al filo de carreteras macabras, bajo un sol cómplice y miserable. Los policías y miembros del ejército pasean con displicencia bajo el calorón en busca de presas para su sed de sangre, saben que deben defender a los desprotegidos y a los más necesitados, pero quién carajos les pide en este apocalipsis que es la guerra del narco que cumplan con su deber.

Los gobernantes y presidentes municipales le dan otro sentido a la queja, a la amargura, y hablan de un dolor lejano, como el paradero de los desaparecidos. El presidente del país dice que le duelen los torturados y los muertos, pero su dolor es inacción para las víctimas, es herida fresca y llaga, es nada para la salvación. Los juristas gruñen y riegan cifras ateridas, inútiles; mientras los desaparecidos, que no son 43 ni cien, sino miles, se ahogan en sus fosas de pánico y desmemoria; las organizaciones civiles exigen, y los niños… ¿y los niños? ¿Dónde están los niños? ¿Qué les duele, qué rabia incuban, qué chingazos saldrán de su resentimiento? ¿Cuánto dolor hace falta para pensar en los niños? En los desamparados, los mendrugos de pan de este festín putrefacto, los desarrapados que quedaron sin amor ni esperanza, ¿quién arrulla a esos niños? ¿A quién le duelen, de verdad, los huérfanos?

A quién carajos le duelen, por ejemplo, esos tres, cinco niños que miran sonrientes desde su abandono, esos niños que encuentro mientras recojo las notas de este libro, criaturas que se empujan y moquean divertidos, con sus caritas que son una cicatriz viva; los miro y compruebo que en sus ojos no brilla la esperanza de un mañana mejor, sino el hambre, el desconcierto, el leve olvido que muy pronto deja su lugar a la pobreza y la desolación. Ella tiene un vestido sencillo y limpio, aunque roto, unos zapatos viejos de hule y en lugar de moños sus trenzas están coronadas por cintas desgastadas que fueron rojas o violetas; el más pequeño no tiene zapatos ni calcetines, sus mejillas chapeadas, agrietadas, hablan de un frío nocturno, de una ilusión helada, y de la ausencia de un beso paterno; los niños confunden el hambre con la soledad, el sol estúpido y quemante con la sed producto de horas y deshoras en espera de su madre que, casi es seguro, busca al padre desaparecido o está postrada en un sillón porque papá está enterrado, luego de una tortura salvaje sin deberla ni temerla. Las dos niñas de en medio ríen ante mí y se ocultan en sus ropas viejas, contestan a mis preguntas con la curiosidad de un pajarito y la viveza de un árbol seco, triste, de pronto se alegran y sus gestos parecen apartar su soledad. Luego miran a lo lejos y, como si no comprendieran esta jodida existencia, dicen que su papá fue a trabajar, que lleva varios días fuera de casa, pero volverá. ¿Regresará?, me pregunto, y ellos a veces confundidos, otras con entusiasmo confirman que el difunto, el levantado, el trabajador que cayó en manos de los asesinos, regresará…

¿Y quién le explicará a ese huérfano recién nacido que nunca verá a su padre vivo, que fue desollado y torturado, que tenía sueños y por eso se fue a estudiar a una escuela Normal, para buscar un país mejor, una casa mejor, una familia mejor? ¿Quién le dirá a ese huérfano que nadie hizo nada para salvar a su padre, que siendo muy joven y lleno de ilusiones, los policías y criminales arrancaron con navajas o cuchillos la sonrisa de su rostro, que su madre y sus abuelos lloran, pero el llanto, intenso y duro, agujas de sal y agua, arde en la memoria?

¿Quién le dirá al hijo del policía acribillado por otros policías o miembros del ejército, o por guardias siniestras que protegen a los delincuentes, que su padre no lo cargará en sus brazos por las noches, que no lo llevará jamás a la feria a jugar con la vida, ni beberán juntos una agua fresca bajo el solazo encabronado? ¿Quién les dirá a estos niños que la pinche vida, la perra y miserable vida escondió a sus padres, a su madre quizá, a su abuelo, a su hermano, en su risa huesuda y sangrante?

Y así pasan los días y las víctimas se multiplican, no sólo en el norte de este país desmembrado; en el sur y el occidente, en el centro y el oriente, la violencia se volvió tema cotidiano y su brutalidad se comenta en escuelas y cafés, en las cantinas y las oficinas; los hospitales tienen un anecdotario sorprendente de víctimas y en los ministerios públicos los expedientes están más muertos que los desaparecidos, y flota de nuevo en el aire enrarecido la pregunta: ¿y los huérfanos? Los hijos de campesinos muertos, de choferes muertos, de obreros muertos, de madres muertas en busca de justicia porque les matan a sus hijos, de policías muertos, de militares muertos porque enfrentaron en mal momento al demonio de la impunidad, ¿y los huérfanos? ¿O es que sólo representan para el Estado un dato duro y frío y sin relevancia?

Escribí Huérfanos del narco por todos los padres desaparecidos y por las ilusiones asfixiadas de tantos hijos que agotarán sus lágrimas y perderán sus esperanzas, vi los rostros de niños y jóvenes, de estudiantes de primaria y secundaria, de muchachas en flor cuya vida marchita fue ahogada por un balazo o un levantón, vi el rostro de las madres y los padres muertos en vida, vi a los huérfanos en silencio, con las últimas migajas de la esperanza, vi a los huérfanos en el desierto, en terregales y fotos de caras sonrientes, acuchilladas por la realidad; vi a los huérfanos y deseé que su vida fuera distinta, que a pesar de nuestra estupidez humana, del deterioro de nuestras instituciones y la indiferencia de nuestros políticos y dirigentes, algo surgiera en nuestra sociedad para acercarse a ellos y aliviar un poco su dolor.

Me gustaría que estas páginas sirvieran para detenernos un poco en la queja, el grito, la vociferación y la violencia, y pensáramos que más allá de todo el dolor por las víctimas, dolor atroz e inmerecido, hay niños que no reclaman nada, no gritan ni lanzan improperios, sonríen con su corazón en lo más hondo de la desesperación y la fractura, niños en silencio que sólo soportan, sin saber por qué ellos, las secuelas de los tiroteos, los levantamientos, los secuestros, la impunidad y los asesinatos.

Escribí este libro porque me gustaría que sus historias movieran levemente una conciencia, aunque sea una sola conciencia que dijera ya basta a la impunidad, al abuso y a la violencia contra quienes no pueden defenderse, contra inocentes y desamparados; lo escribí para acercar al lector el rostro y sentimientos de estos niños con lágrimas, sonrisas, mocos, heridas, recuerdos torcidos y semblantes hermosos aun en la más jodida realidad. Estas páginas apuestan por reflexionar sobre el presente –ya no el futuro que para ellos tal vez no exista– de estos niños cuyo pedazo de existencia es una lesión profunda en sus caritas apenas sonrientes, un clavo podrido en su alma que de por sí carga un dolor perdurable”.

* Estos libros se consiguen como ebook del sello Aguilar.

Fragmento de “Con una granada en la boca”

“Eso de reportear el narco es una tarea bien cabrona, intensa, llena de dolor y asombro. Llevo más de diez años viendo los rostros doloridos, el mismo sufrimiento de quienes buscan a sus seres ejecutados... es salir cada mañana a buscar una verdad para que sepan que los muertos están vivos en busca de sus difuntos... Estas historias se repiten y se multiplican en este país mutilado, golpeado con fuerza por el crimen organizado. El pretexto es la droga, el delito por controlar la plaza de venta de estupefacientes o la intención de mostrar el rostro del más poderoso, del más chingón para mover coca o marihuana, pasando por encima de quien sea. Me han preguntado muchas veces si tengo miedo y he dicho que sí. Miedo y dolor. Miedo y desesperanza. Miedo y rabia. Pero tengo que escribir lo que veo y lo que escucho, tengo que levantar la voz para que sepan que el narco es una plaga, un devorador que traga niños y mujeres, devora ilusiones y familias enteras. Tengo que decirlo, con coraje, indignación y tristeza”.

Un periodista muy reconocido, pero muy desprotegido

En octubre de 2011, el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ) le otorgó a Javier Valdez Cárdenas, en Nueva York, el Premio Internacional a la Libertad de Prensa “por su valiente cobertura del narco y ponerles nombre y rostro a las víctimas”. Ese año, con el equipo de Ríodoce, recibió el Premio María Moors Cabot, concedido por la prestigiosa Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, Nueva York. En 2013, como parte de Ríodoce recibió el premio PEN Club a la Excelencia Editorial.

En 2014 la revista Quién lo ubicó como uno de los 50 personajes que mueven a México y ese año fue jurado del Premio Nacional de Periodismo. También colaboró con la empresa colombiana Teleset para la serie televisiva Señorita Pólvora, producida por Sony. fue corresponsal del periódico La Jornada y reportero fundador del semanario Ríodoce. Algunas de sus crónicas fueron publicadas en Proceso, Gatopardo, Emeequis y Horizontal. Publicó los libros De azoteas y olvidos, Malayerba –prologado por Carlos Monsiváis–, Miss Narco (finalista del premio Rodolfo Walsh, en la Semana Negra de Gijón, España, en 2010), Los morros del narco, Levantones, Con una granada en la boca, Huérfanos del narco –en el que rescata historias de hijos de desaparecidos y asesinados– y Narcoperiodismo.

Por Javier Valdez

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