Barack Obama: "Por qué me metí en algo tan sucio y desagradable como la política"

Cómo abrebocas de la conferencia que dará en Bogotá el expresidente de los Estados Unidos, publicamos un capítulo del libro que mejor resume sus ideales políticos, "La audacia de la esperanza", que se consigue en Colombia bajo el sello editorial Debolsillo.

Especial para El Espectador *
28 de mayo de 2019 - 04:45 p. m.
El ideario político de Barack Obama se consolidó a partir del discurso "La audacia de la esperanza", que dio ante la Convención Nacional Demócrata de julio de 2004.
El ideario político de Barack Obama se consolidó a partir del discurso "La audacia de la esperanza", que dio ante la Convención Nacional Demócrata de julio de 2004.

Ha pasado casi una década desde la primera vez que me presenté a unas elecciones a cargo público. Tenía entonces treinta y cinco años, hacía cuatro que me había licenciado en Derecho, acababa de casarme y en general me mostraba impaciente ante la vida. Se abrió una vacante en la legislatura de Illinois y muchos de mis amigos me animaron a presentarme, convencidos de que mi trabajo como abogado de derecho civil y la red de contactos que había creado trabajando como organizador comunitario me convertían en un candidato viable. Después de hablarlo con mi mujer, entré en la carrera electoral e hice lo que todo candidato novato hace: hablé con cualquiera que quisiera escucharme. Acudí a reuniones de vecinos y a fiestas de iglesia, a salones de belleza y a barberías. Si había dos tipos charlando en una esquina, yo cruzaba la calle para entregarles folletos de mi campaña. Y fuera donde fuera, siempre me encontraba con una u otra versión de las mismas dos preguntas. (En su libro Mi historia Michelle Obama cuenta por qué no aspira a ser política).

La primera:

—¿De dónde es ese nombre tan curioso?

Y la segunda:

—Parece usted un tipo decente. ¿Por qué quiere meterse en algo tan sucio y desagradable como la política?

Estaba acostumbrado a esa pregunta, me la habían hecho muchas veces años atrás, cuando llegué a Chicago y empecé a trabajar en los barrios de bajos recursos. Era una pregunta que sugería una desconfianza profunda no solo en la política, sino en la misma noción de vida pública. Una desconfianza que —al menos en algunos de los barrios del sur de la ciudad que intentaba representar— se alimentaba de toda una generación de promesas incumplidas. Yo sonreía y contestaba que comprendía su escepticismo, pero que había —y siempre había habido— otra forma de hacer política, una tradición que venía de los tiempos en que se fundó nuestra nación y llegaba a la gloria del movimiento por los derechos civiles. Una tradición basada en la sencilla idea de que lo que le suceda a nuestro vecino no debe sernos indiferente, en la noción básica de que lo que nos une es mucho más importante que lo que nos separa, y en el convencimiento de que si suficientes personas creen realmente en esto y viven según esos preceptos, es posible que aunque no podamos resolver todos los problemas, sí podamos avanzar en cosas importantes. (El discurso de Barack Obama en memoria de Nelson Mandela).

Era un discurso bastante convincente, o al menos eso creía yo. Y aunque no estoy seguro de que impresionase mucho a quienes lo escucharon, a bastantes de ellos debió gustarles mi sinceridad o mi arrogancia juvenil, porque alcancé la legislatura de Illinois.

Seis años después, cuando decidí presentarme como candidato al Senado de los Estados Unidos, no estaba tan seguro de mí mismo.

Parecía ser que había acertado al escoger mi carrera. Después de dos legislaturas en que trabajé con la minoría, los demócratas tomaron el control del Senado estatal, lo que hizo posible que se aprobaran muchas de mis propuestas de ley, desde reformas del sistema de pena capital de Illinois hasta una expansión del programa estatal de sanidad pública para niños. Seguía dando clases en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, un trabajo que disfrutaba enormemente, y a menudo me invitaban a pronunciar conferencias en la ciudad. Conservaba mi independencia, mi buena reputación y mi matrimonio, tres cosas que, al menos estadísticamente, había arriesgado desde el instante en que puse pie en la capital del estado.

Pero esos años habían tenido un precio. Supongo que parte de ese precio puede atribuirse a que me fui haciendo mayor. Si presta atención, cada año que pasa establece un contacto más íntimo con todas sus imperfecciones, con esos puntos ciegos y esas formas de pensar recurrentes que puede que sean genéticas o creadas por el entorno, pero que casi con toda seguridad empeorarán con el tiempo, al igual que ese ligero problema al caminar acaba convirtiéndose en un dolor persistente en la cadera. En mi caso, una de esas imperfecciones era una inquietud crónica; una incapacidad para apreciar, sin importar lo bien que me fuera, las bendiciones que la vida me ofrecía. Creo que se trata de un defecto endémico de la vida moderna —endémico también al carácter americano— que en ningún otro campo es tan evidente como en la política. No está claro si la política acentúa ese rasgo o si simplemente atrae a quienes ya lo poseen. Alguien dijo una vez que todo hombre está siempre tratando de no decepcionar a su padre o de no repetir los errores de su progenitor, y supongo que en lo que a mí se refería, esa explicación es tan válida como cualquier otra.

En cualquier caso, fue por esa inquietud que decidí enfrentarme al congresista demócrata en las elecciones del año 2000. Fue una mala decisión y perdí estrepitosamente. Fue el tipo de paliza que nos recuerda que la vida no tiene por qué salir como la hemos planeado. Un año y medio después, con las heridas de esa derrota ya curadas, comí con un consultor de medios que me venía animando desde hacía un tiempo a presentarme a un cargo estatal. La comida tuvo lugar a finales de septiembre de 2001.

—Espero que te des cuenta de que las dinámicas políticas han cambiado —dijo mientras picaba en su plato de ensalada.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, sabiendo perfectamente a qué se refería. Ambos miramos el periódico que él tenía a su lado. Allí, en primera página, estaba Osama bin Laden.

—Es algo terrible, ¿no? —dijo, sacudiendo la cabeza—. Es auténtica mala suerte. No puedes cambiarte el nombre, claro. Los votantes siempre desconfían de ese tipo de cosas. Si estuvieras al principio de tu carrera quizá podrías usar algún apodo o algo. Pero ahora... —Su voz se apagó y se encogió de hombros como disculpándose antes de pedirle al camarero que nos trajera la cuenta.

Supuse que el consultor tenía razón y esa idea me carcomía por dentro. Por primera vez en mi carrera empecé a sentir la envidia de ver cómo políticos más jóvenes que yo tenían éxito donde yo había fracasado, alcanzando puestos más altos y consiguiendo poner más cosas en marcha. Los placeres de la política —la adrenalina de los debates, el calor animal de los apretones de manos entre la multitud— empezaron a palidecer ante los aspectos más desagradables del trabajo: el mendigar dinero, el largo trayecto de vuelta a casa después de una cena que se había prolongado dos horas más de lo previsto, el comer mal, el aire viciado y las conversaciones telefónicas demasiado cortas con una esposa que hasta entonces me había apoyado, pero que estaba harta de tener que criar sola a nuestras hijas y que empezaba a preguntarse si mis prioridades eran las adecuadas. Incluso la labor legislativa, la capacidad de diseñar e implementar nuevas políticas, que fue en un principio el principal motivo que me impulsó a presentarme a las elecciones, empezó a parecerme poca cosa, algo demasiado alejado de las auténticas grandes batallas —sobre los impuestos, la seguridad, la salud y el empleo— que se luchaban a nivel nacional. Empecé a albergar dudas sobre el camino que había escogido. Empecé a sentirme como supongo que se siente un actor o un atleta cuando, tras años de esfuerzo y trabajo para conseguir su sueño, tras años de trabajar de camarero entre audiciones o de arañar bateos en las ligas menores, se da cuenta de que su talento o su suerte ya no lo llevarán más lejos. Su sueño no se cumplirá y ahora se enfrenta al dilema de aceptarlo como adulto y dedicarse a algo más sensato o negarse a aceptar la realidad y acabar siendo una persona amargada; pendenciera y algo patética.

Negación, ira, negociación, desesperación... No estoy seguro de haber pasado por todas las fases descritas por los expertos. En algún punto, sin embargo, llegué a aceptar mis límites y, en cierto modo, mi mortalidad. Me volví a concentrar en el trabajo en el Senado estatal y a disfrutar emprendiendo las reformas e iniciativas que mi cargo me permitió poner en marcha. Pasé más tiempo en casa, vi crecer a mi hija, disfruté de más tiempo con mi mujer y reflexioné sobre mis obligaciones financieras a largo plazo. Hice deporte, leí novelas y llegué a disfrutar sintiendo cómo la Tierra giraba alrededor del Sol y las estaciones se sucedían sin que yo tuviera que hacer nada.

Y fue esa aceptación, creo, la que me permitió concebir la absolutamente disparatada idea de presentarme al Senado de los Estados Unidos. Le describí la estrategia a mi esposa diciéndole que era cuestión de subir o salir, una última oportunidad de poner a prueba mis ideas antes de acomodarme en una vida más calmada, estable y mejor pagada. Y ella, quizá más por piedad que por convencimiento, accedió a esta última campaña, aunque también me dijo que, puesto que ella prefería que nuestra familia llevara una vida tranquila, no necesariamente pensaba votar por mí.

Dejé que se consolara pensando en las pocas probabilidades que tenía de ganar. El republicano titular del cargo, Peter Fitzgerald, se había gastado diecinueve millones de dólares de su fortuna personal para desbancar a la anterior senadora, Carol Moseley Braun. Él no era muy popular. De hecho, no parecía que la política le gustase demasiado. Pero aun así, su familia tenía fondos ilimitados y él podía enorgullecerse de ser un hombre íntegro, lo que le había valido el respeto a regañadientes de los votantes.

Por un momento reapareció Carol Moseley Braun, de vuelta de su puesto como embajadora en Nueva Zelanda y con la intención de recuperar su antiguo puesto. Su posible candidatura hizo que paralizara mis planes. Cuando finalmente prefirió presentarse a la presidencia y no a su antiguo cargo, todos los demás posibles candidatos volvieron la vista a la campaña por el Senado. Para cuando Fitzgerald anunció que no iba a presentarse a la reelección, yo me enfrentaba a seis competidores en las primarias, entre ellos el entonces interventor del estado; un empresario multimillonario; el exjefe de gabinete de Richard Daley, el alcalde de Chicago; y una profesional de la salud que los expertos en el tema decían que iba a dividir el voto negro y acabar con las ya pocas posibilidades que yo tenía de ganar.

No me importaba. Mis expectativas eran muy bajas, lo que me ahorró preocupaciones. Mi credibilidad era alta, gracias al respaldo de varias personas importantes, así que me lancé a la campaña con una energía y una alegría que creía perdidas. Contraté a cuatro empleados, todos ellos muy listos, de veintitantos o treinta y pocos años, y convenientemente baratos. Encontramos una pequeña oficina, imprimimos un membrete, instalamos líneas de teléfono y varios ordenadores. Yo me pasaba cuatro o cinco horas al día llamando a donantes demócratas y tratando de que me devolvieran las llamadas. Celebraba conferencias de prensa a las que no acudía nadie. Nos apuntamos al desfile anual del día de San Patricio y nos dieron literalmente el último puesto del desfile, así que mis diez voluntarios y yo desfilamos solo unos pocos pasos por delante de los camiones de basura de la ciudad, saludando a los pocos despistados que seguían en la ruta mientras los barrenderos recogían la basura y despegaban de las farolas los adhesivos verdes en forma de trébol.

La mayor parte del tiempo, no obstante, la pasaba viajando, a menudo conduciendo solo, primero de sala en sala en Chicago, luego de condado en condado y de ciudad en ciudad, y finalmente de arriba a abajo por todo el estado, a través de kilómetros y kilómetros de campos de maíz y de frijoles y de ferrocarriles y silos. No fue un proceso eficiente. Al no contar con la maquinaria del partido demócrata del estado ni con una lista de direcciones postales a las que pudiera enviar mi propaganda y sin una fuerte presencia en Internet, tuve que confiar en que mis amigos o conocidos abrieran las puertas a quien fuera de mi equipo que llegase o que organizasen una visita mía a su iglesia, ayuntamiento, agrupación de bridge o club de rotarios. En ocasiones, después de muchas horas al volante, encontraba solo dos o tres personas esperándome sentadas en la mesa de una cocina. En esos casos tenía que tranquilizar a los anfitriones, asegurarles que no había problema en que fuéramos pocos y felicitarles por el refrigerio con el que nos agasajaban. Otras veces asistía a un servicio religioso entero y el pastor se olvidaba de mencionarme o el líder del sindicato local me daba la palabra justo antes de anunciar que el sindicato había decidido dar su apoyo a algún otro candidato.

Pero estuviera con dos personas o con cincuenta, estuviera cómodamente a la sombra en una de las señoriales mansiones de la orilla norte de Chicago, en un apartamento sin ascensor del lado oeste de Chicago o en una granja cerca de la ciudad de Bloomington, fuera la gente amable, indiferente o —en pocas ocasiones— hostil, me esforcé por mantener la boca cerrada y aplicarme en escuchar lo que tenían para decirme. Me hablaron de sus trabajos, de sus empresas, de las escuelas locales; de lo enfadados que estaban con Bush y también con los demócratas; de sus perros, de su dolor de espalda, de sus experiencias en la guerra y de las cosas que recordaban de su infancia. Algunos tenían teorías muy completas para explicar la pérdida de trabajos en el sector industrial o el alto costo de los cuidados de salud. Algunos repetían lo que habían oído decir en el programa de Rush Limbaugh, el popular locutor de radio conservador, o en NPR, la cadena nacional de radio pública. Pero la mayoría estaban demasiado ocupados con sus trabajos o sus hijos para prestar atención a la política y hablaban de lo que habían visto con sus propios ojos: una fábrica que cerraba, un ascenso, una factura de calefacción altísima, su padre en una residencia para ancianos, o los primeros pasos de su hijo.

De aquellos meses de conversaciones no surgió ninguna epifanía deslumbrante. Si acaso, lo que me sorprendió es lo modestas que eran las esperanzas de la gente y lo mucho que tenían en común independientemente de su raza, procedencia, religión y clase social. La mayoría creía que cualquiera que estuviera dispuesto a trabajar debería poder encontrar un trabajo con el cual ganarse la vida. Pensaban que la gente no debería tener que declararse en bancarrota por el solo hecho de enfermarse. Pensaban que todos los niños tenían derecho a recibir una buena educación —que eso no debía quedarse solo en palabras vanas— y que esos mismos niños debían poder ir a la universidad aunque sus padres no fueran ricos. Querían sentirse seguros, a salvo tanto de delincuentes como de terroristas; querían aire limpio, agua limpia y poder pasar tiempo con sus hijos. Cuando fueran ancianos querían poder jubilarse con dignidad y respeto.

Y básicamente, eso era todo. No era pedir demasiado. Y aunque comprendían que les iba a ir bien o mal en la vida según se esforzasen más o menos; aunque no esperaban que el gobierno resolviese todos sus problemas y aunque, desde luego, no querían que se malgastase el dinero de sus impuestos, creían que el gobierno tenía que poder ayudarles.

Les dije que tenían razón: el gobierno no podía resolver todos sus problemas. Pero que cambiando simplemente un poco nuestras prioridades, podríamos garantizar que todos los niños tuvieran la oportunidad de salir adelante en la vida y mejorar nuestra posición ante los desafíos a los que nos enfrentamos como nación. La mayoría de las veces la gente asentía con la cabeza y preguntaba qué podían hacer ellos para ayudar. Y cuando acababa la reunión y me encontraba otra vez en la carretera, con un mapa abierto sobre el asiento del pasajero, de camino a la siguiente cita, una vez más recordaba por qué había decidido ser político.

Sentía ganas de trabajar más duro de lo que jamás había trabajado en toda mi vida.

* Se publica por Cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial

Por Especial para El Espectador *

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