A lo largo y ancho del mapa mundial, el aumento en la extensión geográfica y la frecuencia de la protesta social ha sido palpable.
Desde las brechas agudas de riqueza entre los países y dentro de ellos, la pobreza, el racismo, la crisis de la democracia liberal, el rechazo de la brutalidad policial y la oposición al autoritarismo, por solo mencionar algunas fuentes de descontento colectivo, crecientes sectores de la ciudadanía han encontrado en la movilización, tanto planeada como espontánea, una forma necesaria de llamar la atención y forzar la discusión pública sobre problemas críticos. Si bien se trata de una tendencia que crecerá en el mundo pospandemia, como forma cotidiana de hacer política y de manifestar los agravios la protesta social también plantea dilemas de distinta índole.
Hace casi una década, en pleno fervor de la Primavera Árabe y movimientos como los Indignados y Occupy Wall Street, varios analistas observaban que las redes sociales estaban revolucionando las capacidades transformativas de la humanidad al poner fin al control de la información desde arriba y empoderar a las sociedades desde abajo. Aunque no hay duda de que estas han cambiado la naturaleza de la política, facilitando entre otras la casi inmediatez de la movilización popular, el optimismo con el cual se vaticinaban cambios profundos a partir de ella ha resultado prematuro.
Además de su carácter efímero y su efectividad, la protesta social se debate entre el uso o no de la violencia, los bloqueos, la destrucción material y el saqueo para satisfacer sus objetivos. Lastimosamente, el decir común de que la violencia no tiene cabida, arraigado en los ejemplos históricos de figuras como Martin Luther King o Gandhi, se contradice por el hecho de que su ejercicio es a veces la única manera en la que ciertos grupos marginales pueden expresarse en medio de las barreras estructurales existentes. Así, el uso de tácticas disruptivas, aunque jamás es ideal, se convierte en estrategia necesaria para captar la atención y elevar sus agendas entre los medios, los tomadores de decisión y la sociedad en general.
Sin embargo, la disrupción, en especial cuando es violenta, es un arma de doble filo. Por un lado, es muchas veces lo que motiva la cubertura mediática hambrienta de noticias. Pero, por el otro, aun cuando se da en respuesta a la brutalidad estatal —como ocurre regularmente—, dicha expresión de inconformidad viabiliza la construcción de representaciones estigmatizantes y criminalizantes por parte del Estado, a las que los medios dominantes suelen alinearse. Además de redundar en distinciones arbitrarias entre manifestantes “buenos” y “malos”, según se ha visto en lugares como EE. UU. y Colombia, el imperativo de restaurar el “orden” conlleva a la reducción de la protesta legítima a una cuestión de “infiltración” de la izquierda radical, sea Antifa o las disidencias y el Eln. Así, en lugar de mantener la atención pública sobre los problemas de justicia que originaron la movilización, el Estado, con la ayuda de los medios, tergiversa la conversación. Por más condenable que sea, se trata de una estrategia que “funciona”. Empero, también conlleva un dilema para los gobernantes y las instituciones estatales, ya que, tarde o temprano, la criminalización y consecuente represión de la protesta social termina socavando su legitimidad, si no la de la democracia en general.