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Dresde, 75 años después del bombardeo

Fragmento del recién publicado libro “Dresde. Fuego y oscuridad” (sello editorial Taurus), que reconstruye uno de los ataques aéreos más famosos de la historia, durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.

Sinclair McKay * / Especial para El Espectador
07 de septiembre de 2020 - 09:44 p. m.
Imagen de la emblemática Frauenkirche, en 1952, durante la reconstrucción, y en 2005, después de terminada la restauración.
Imagen de la emblemática Frauenkirche, en 1952, durante la reconstrucción, y en 2005, después de terminada la restauración.
Foto: AFF / Getty Images

En la plaza, una larga cadena de personas tomadas del brazo: abrigos, chaquetas acolchadas, gorros, aliento condensado en el aire frío. Es un 13 de febrero por la tarde. El sol se ha puesto hace un buen rato, y la nota grave de la campana inspira quietud y recogimiento en la oscuridad. Suena una y otra vez; todos los que miran el cielo oscuro ven lo mismo: los aviones en lo alto. No están allí, pero el incesante repicar de la campana invoca en cierto modo una memoria colectiva. Las personas que se encuentran en el Altmarkt, cerca de la Kreuzkirche, han acudido de todo el mundo, desde Estados Unidos hasta China. Todas ellas, independientemente de su procedencia, conocen los hechos. Es la conmemoración anual del bombardeo.

La cadena humana responde en parte a los constantes intentos de la extrema derecha por apropiarse del aniversario, a fin de presentar a los alemanes como mártires de un crimen de guerra. Hay extremistas en todas las sociedades, pero los dresdenses comprenden que su ciudad es un santuario especialmente susceptible y que estos pueden profanarse si se baja la guardia. La tarea ha llevado muchas décadas, pero se puede decir que Dresde ha sido restaurada, tanto en el plano estético como espiritual. Y los muertos no han sido olvidados.

Todos los años por estas fechas hay actos adicionales: discursos de políticos frente al ayuntamiento; una interpretación a sala llena en la Kreuzkirche del Dresdner Requiem de Mauersberger (la composición dura cerca de una hora y es sumamente emotivo); más tarde, a las 21.45 h, en el momento en que las sirenas antiaéreas empezaron a aullar en 1945, comienzan a repicar todas las campanas de la ciudad. El ruido es muy inquietante; en los ecos disonantes, en los tonos y notas diferentes que retumban en las muchas paredes y calles restauradas, hay un atisbo de miedo acumulado, de horror que se acerca a toda prisa.

Si durante las campanadas uno se detiene en la ancha plaza que hay delante de la Frauenkirche, verá multitudes de personas quietas, mirando una vez más el cielo. Todas las campanas de la ciudad, con su clamor, impelen a la fuga; hablan de un mundo ordenado que está a punto de ser violentamente perturbado. Suenan hasta las 22.03 h, la hora exacta a la que empezaron a caer las bombas. En el enorme silencio subsiguiente, se encienden cientos de velas, que se colocan en una zona senalada para ello en los adoquines de la plaza. Algunas personas dedican ese momento a la oración, incluso a la comunión con los antepasados muertos aquella noche; otras columbran con asombro el profundo sentimiento que sigue recorriendo las venas de la ciudad.

Pero la descripción anterior da a Dresde un aire necrológico, cuando la realidad es todo lo contrario. La ciudad de hoy es extraordinariamente vivaz, palpitante y alegre. Y lo curioso es que, si bien la restauración podría parecer artificial, en ningún momento hay nada que no sea sino auténtico, desde las calles reconstruidas de la Altstadt hasta la asombrosa remodelación del palacio que se halla junto al río (hoy en día un museo literalmente deslumbrante, repleto de tesoros de porcelana, adornos de oro y espadas enjoyadas con generosidad).

La ópera es —al igual que en el siglo XIX y principios del XX— conocida en todo el mundo por su variedad e innovación. Y, como antes, los amantes del arte acuden en grandes cantidades a la ciudad. Además de las colecciones de obras maestras clásicas de las galerías del Zwinger, en el museo Albertinum se exponen brillantes obras de los siglos XIX y XX: los paisajes más absorbentes e inquietantes de Caspar David Friedrich se encuentran a una planta de la crudeza de los lienzos de Otto Dix sobre la Primera Guerra Mundial. Y también se honra a los pintores comunistas de la posguerra, representados por retratos y estudios que tienen capas propias de calado político y estético. La sensación general es que la ciudad ha sido capaz de entretejer el tiempo, urdiendo el pasado con el presente y reparando la enorme rotura causada por el nazismo y la catástrofe de febrero de 1945.

Pero no ha sido fácil llegar a este punto de reconciliación, y en la restauración paciente y amorosísima de la Frauenkirche se han entrelazado todos los hilos del dolor, la pérdida, la culpa y la responsabilidad. Desde que se derrumbó la cúpula, muchos dresdenses anhelaron verla resurgir, pero las prioridades de la RDA eran otras, y lo cierto es que ni la Iglesia luterana ni las autoridades locales tenían el dinero necesario para hacerse cargo de la obra. Tanto la catedral adyacente al palacio como la Kreuzkirche encontraron patrocinio financiero para su reparación, y las obras fueron relativamente sencillas; pero volver a erigir la excéntrica estructura barroca en el Neumarkt requería no solo dinero, sino verdadera inventiva en términos de ingeniería. Cuando lo apremiante era construir viviendas, nadie podía permitirse esa frivolidad.

En un momento determinado, sencillamente se propuso quitar las ruinas de los muros y las pilas de escombros. Pero no se hizo y, durante cuatro décadas, aquel monumento asolado simbolizó una ciudad situada en una suerte de limbo. Cuando la RDA y la Unión Soviética se desintegraron y sobrevino la unificación de Alemania, la actitud cambió, en parte porque el mundo más amplio demostró interés. En 1992 se llegó a un acuerdo: la Frauenkirche se reconstruiría —en todos los aspectos— exactamente tal y como era en 1726, cuando el arquitecto original George Bähr había plasmado su visión.

Cabría suponer que la tecnología moderna facilitaría esta enorme obra dieciochesca, pero en realidad el proyecto no tardó en volverse un arduo problema de matemáticas y geometría aplicadas, en cuanto los arquitectos e ingenieros trataron de recrear la delicadísima proeza de contrapeso y apoyo que hacía posible la magnífica cúpula de piedra y las intrincadas galerías del interior de la iglesia. Había que volver a los principios de la albanilería; sin duda, la modelización por ordenador fue de utilidad, pero, al final, la construcción se basaba en el ingenio y el cuidado humanos. Comenzaron las obras: se recogieron los escombros para utilizar la mayor cantidad posible de piedras del siglo XVIII, se extrajo más arenisca de la cantera original, que estaba a pocos kilómetros, se recuperó una campana conservada y se recrearon otras en talleres.

En esta etapa, como parte de un decidido esfuerzo de reconciliación, una organización benéfica británica —el Dresden Trust— hizo una contribución maravillosa. La idea la inspiró en parte un controvertido acto celebrado en Londres: la presentación de una estatua de sir Arthur Harris financiada con fondos privados en la avenida The Strand en 1992. La reina madre de Inglaterra presidió la ceremonia, pero algunos manifestantes consideraron que era un escándalo otorgar tal honor a un hombre al que consideraban un criminal de guerra.

Había mucha inquina en ambos bandos (y aquel fue el comienzo de un debate más duradero sobre el Mando de Bombardeo y el modo de recordar a sus aviadores). En parte, se trataba de un conflicto cultural, pues la oposición más ruidosa provenía de la joven izquierda. De manera indirecta, el hecho de que unos activistas echaran luego pintura sobre la estatua de Harris sirvió de catalizador para que el Dresden Trust decidiera educar a los más jóvenes sobre el bombardeo de la ciudad y el conflicto más amplio.

La organización tuvo una idea: se ofreció a recrear el orbe y la cruz dorados que habían coronado la cúpula de la Frauenkirche. Expertos de Alemania y Manchester se reunieron para discutir las elaboradas figuras y dimensiones de aquel enorme adorno. El contrato de fabricación se adjudicó a los plateros Grant Macdonald de Londres, y resultó que uno de los artesanos cualificados a los que se encargó realizar aquel difícil proyecto —Alan Smith— era hijo de uno de los pilotos de bombarderos que habían participado en el ataque a Dresde.

Como en el caso de la estructura del edificio principal, había numerosas tareas que exigían una forma de viaje en el tiempo mental para resucitar la obra maestra dorada del siglo XVIII, de unos seis metros de altura, con intrincados elementos en un principio conocidos como las Nubes del Cielo, las Lágrimas de Jacobo y los Rayos de la Gloria, frases que describían cada una las elaboradas figuras labradas en la base de la cruz y a su alrededor. Cuando se terminó en 1999, el conjunto era tan hermoso que se decidió que recorriera Gran Bretaña antes de presentarlo en Dresde. También se benefició del patrocinio y el reconocimiento del más alto nivel al ser expuesto ante la familia real en el castillo de Windsor.

Al año siguiente, en medio de solemnes ceremonias, el duque de Kent lo acompanó a Alemania, donde se entregó a los ciudadanos de Dresde. El doctor Alan Russell, una de las figuras que lideraban Dresden Trust y el responsable de obtener muchas donaciones para la obra, estaba seguro de que esta no solo ayudaría a la reconciliación, sino que también serviría como reconocimiento de la responsabilidad de Gran Bretana, un gesto que los propios británicos podían considerar una muestra de expiación.

La restauración de la iglesia se completó en 2005 y es tan perfecta en todos los sentidos que se ha convertido en motivo de asombro para turistas y peregrinos. Al pastor Sebastian Feydt le hace gracia que a algunos el interior les parezca demasiado colorido, el blanco y el dorado demasiado brillantes, pero ese era el aspecto original de la iglesia. Asimismo, la arenisca pálida del exterior contrasta con las fotografías del templo de los años treinta, en las que los muros externos están renegridos por el hollín. Pero el tiempo se ocupará de borrar las diferencias. La piedra se oscurecerá y, en las próximas décadas, el rosa pálido y el azul del interior perderán su intensidad de forma natural; y entonces la iglesia estará justo como antes.

Toda obra de restauración a una escala tan asombrosamente compleja induce el pensamiento indigno de que el resultado solo puede ser un elaborado calco, de que en un sentido ontológico la nueva estructura no es la misma que la vieja, por lo que el intento es un mero ejercicio de cursilería histórica. Pero el visitante tiene una impresión distinta, pues cuando se absorbe la riqueza del interior circular y se suben las estrechas escaleras de caracol hasta la cúpula de piedra, hay una sensación de solidez e inmenso orgullo que elimina por completo todo atisbo de falsedad.

Y no hay que olvidar la vista desde el encumbrado exterior. No todos los edificios reconstruidos en las calles de la Altstadt se ajustan exactamente a sus antepasados, pero la forma de los tejados y el entramado de las calzadas son fieles a los de la década de 1930. La mirada se deja llevar entonces por el Elba calmo y sinuoso y las colinas arboladas en la distancia.

Antes de la reconstrucción de la Frauenkirche, hubo otro intento de reparar la relación con Inglaterra. En 1959, Dresde se hermanó con la ciudad de Coventry, también ampliamente reconstruida después de que el ataque de 1940 incendiara su casco medieval, destruyera su catedral y derritiera el hierro hasta el punto de que las tuberías fundidas corrían como riachuelos por las paredes ardientes. En Dresde, la gente —en concreto, la gente mayor— tiene la gentileza de mencionar Coventry cuando se plantea el tema de los ataques aéreos; de hecho, hay dresdenses que piensan mucho más en ella que la mayoría de los ingleses.

En los últimos años, el debate se ha centrado sobre todo en la pregunta de si el bombardeo de Dresde constituyó un crimen de guerra. Ya sea en el ensayo de W. G. Sebald Sobre la historia natural de la destrucción, la compleja tesis que expone Jörg Friedrich en El incendio (los civiles alemanes fueron, de hecho, más que víctimas) o el tratado de A. C. Grayling Among the Dead Cities, la cuestión de la ética se ha explorado con ardor, por no hablar de tristeza y cólera.

Más aún, la expresión «crimen de guerra» tiene una precisión jurídica que el profesor Donald Bloxham ha examinado en el siguiente marco: sopesando las condenas —y las posibles justificaciones— de los bombardeos de área y situando el de Dresde en el contexto de otras atrocidades cometidas tanto por alemanes como por británicos.

Después de setenta y cinco años, también podríamos decir lo siguiente: los «crímenes de guerra» son, sobre todo, fruto de decisiones intencionales y racionales, lo cual plantea otra posibilidad. La guerra crea su propia y horrenda seriedad, y hacia el final de un conflicto de seis años, con millones de muertos, todas las partes estaban agotadas. .Cabe pensar que los bombardeos de ciudades no fueran vengativos o expresamente despiadados, sino ataques reflejos y cada vez más desesperados, lanzados solo para que el otro bando parara? Así como se puede suponer que los individuos no siempre actúan con perfecta lógica, se podría decir que tampoco todas las organizaciones actúan de acuerdo con una sola voluntad.

Mientras que la Frauenkirche, su cúpula y sus enormes piedras eran (y son) sostenidas por invisibles fuerzas geométricas contrapuestas, podría pensarse que la guerra es una dislocación del equilibrio de la sociedad; que cualquier conflicto de semejante duración y escala acabará teniendo repercusiones que empezarán a socavar los cimientos de la cordura misma y, en el proceso, revelarán la fragilidad inherente de la civilización. Al cabo de todo este tiempo, la pregunta es la siguiente: ¿ante el horror irreversible de las veinticinco mil personas que fueron asesinadas en una noche, y sabiendo que el bombardeo fue sin duda alguna una atrocidad, intencionada o no, se consigue algún consuelo o restitución haciendo acusaciones jurídicamente precisas?

*Escritor y crítico literario de The Telegraph y The Spectator. Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Sinclair McKay * / Especial para El Espectador

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