El drama de los niños que migran por el Darién colombiano

La llegada de migrantes de tres continentes que atraviesan la selva desde Colombia para intentar suerte en Norteamérica cambió el estilo de vida del poblado más fronterizo de Panamá.

Enrique Patiño y Clara Luna / Especial para El Espectador
02 de junio de 2019 - 02:00 a. m.
Julio García, de 3 años de edad, y su familia cubana llegan a La Peñita después de 15 días de selva y son asistidos por autoridades migratorias. Se enfrentan a dos opciones: pasar a Costa Rica rumbo a EE. UU. o ser deportados a Colombia? / Foto cortesía de Enrique Patiño y Clara Luna
Julio García, de 3 años de edad, y su familia cubana llegan a La Peñita después de 15 días de selva y son asistidos por autoridades migratorias. Se enfrentan a dos opciones: pasar a Costa Rica rumbo a EE. UU. o ser deportados a Colombia? / Foto cortesía de Enrique Patiño y Clara Luna

El poblado no supera los 180 habitantes —de los cuales 60 son niños que corren descalzos—, pero su negocio más fructífero son las empresas de giros. Los clientes provienen de países como Nepal, Yemen, Sri Lanka y Bangladesh. Ellos también son los mayores compradores del segundo negocio más próspero en La Peñita: la venta de chancletas. No hay empresas de turismo, pero su medio de transporte habitual, las pangas, son otra fuente de ingresos. El plato más vendido y cuarto filón de su economía no es comida típica panameña, sino lentejas. (Sobre el tema ea también: La selva de la muerte).

Una dura historia subyace tras esta realidad: a este poblado ubicado en el área selvática de los límites entre la Provincia de Darién y la Comarca Emberá Wounaán (Panamá), la mayoría de sus compradores llega descalza, con hambre, perdida y necesitada de dinero. A diario, hombres y mujeres migrantes de Asia, América y África arriban por trochas después de caminar durante al menos cinco días por la selva del Darién. La mayoría tiene los pies ampollados y con llagas, están excesivamente adoloridos y se mueven con lentitud. Lucen tan solo las prendas que no les roban los asaltantes.

Tienen los rostros agotados, pero los ilumina la certeza de haber sobrevivido en su travesía hacia Norteamérica. Casi ninguno habla español, y los indígenas de La Peñita y colonos que administran las tiendas negocian todo con señas y con una calculadora en la que escriben el valor de los productos. A US$ 3.50 las propietarias de tres tiendas venden el mismo modelo de chancletas, compradas por mayor en Ciudad de Panamá y transportadas por un único distribuidor en un viaje fletado de cuatro horas y media por carretera. (El Carmen del Darién, centro del conflicto).

El negocio de los giros
Las empresas de giros no tienen el glamur de las ciudades ni un cajero formal. Están anunciadas con cartulinas pegadas en la pared y escritas a mano, muchas de ellas por los mismos visitantes que se ofrecen a escribir alguna traducción en su idioma natal, como el árabe. El dinero se almacena en cajas de cartón, con la única seguridad de la cercanía inmediata del Servicio Nacional de Fronteras. 
El mecanismo es sencillo: rentan el teléfono por minutos para que los migrantes pidan el dinero a sus familiares y después anotan el número de transferencia para que alguna de las tres casas de giros del poblado les entregue el dinero, enviado desde Ciudad de Panamá. Cuando llega el dinero, las personas migrantes pueden por fin comprar sus chancletas. La comisión es del 15%. 

No es lo único insólito del caserío de La Peñita.

Este pueblo entre lomas suaves con lotes convertidos en potreros es también un puerto. Ahí se mueve el otro negocio que nació paralelo a la crisis migratoria, y que inició hace una década. Justo sobre el Río Chucunaque —uno de los afluentes más extensos de Panamá, que comunica diferentes comunidades de la frontera este del país— se da el transporte de personas migrantes en pangas. 

Transporte en pangas
A veinte dólares por trayecto desde los poblados indígenas de Bajo Chiquito y Tuquesa, los transportadores llevan grupos de hasta siete migrantes en lancha hasta el punto más “moderno” de La Peñita: el contenedor que alberga al Servicio Nacional de Fronteras, Senafront, a pocos metros de donde se ha establecido la Estación Temporal de Asistencia Humanitaria, ETAH. Allí llevan a las personas migrantes extracontinentales que cruzan la selva de El Darién para que continúen su periplo hacia Norteamérica. La estación no cuenta con las condiciones mínimas para albergar personas, pero comparado con la espesa selva, es un oasis. De llevarlos allí vive buena parte de las familias del lugar y del poblado de Bajo Chiquito. 

El llamado tapón del Darién no era hasta hace unos pocos años una ruta migratoria constante debido a la dificultad que entraña la ausencia de caminos en sus 575.000 hectáreas, su espesa vegetación —que va desde el mangle hasta la selva boscosa—, los animales salvajes, el clima tropical, la ausencia de alimentos y la altísima humedad, además de una flora de 700 especies botánicas y una fauna que incluye 412 especies de aves y 550 especies de vertebrados. El éxito de algunas personas migrantes en atravesarla ha ido animando a otras, a pesar del alto número de personas desaparecidas cuyo rastro se pierde en la selva.

Las autoridades panameñas registraron el paso de más de ocho mil personas por esta vía: 8.445 personas migrantes por La Peñita de enero a noviembre de 2018, según el Servicio Nacional de Migración. En los primeros meses de 2019, las cifras ya alcanzan los 7,724 migrantes, de los cuales 1.151 son niños y niñas. En los primeros cuatro meses de 2019 UNICEF ha asistido a los menores de edad y ha prestado servicios de agua, sanidad e higiene (WASH) a las personas migrantes. Los niños son los más afectados por las carencias y la dureza del recorrido. Por parte de UNICEF reciben juguetes y kits de higiene para su familia, además de atención sicosocial. Entre enero y octubre de 2018, 3% de la población migrante eran personas menores de 17 años de los cuales 39 fueron niños, niñas o adolescentes no acompañados, según la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia. 

Las lentejas, el plato favorito
En La Peñita hay momentos en que hay más personas extranjeras que locales. El tránsito de personas extranjeras que provienen de Yemen, Nigeria, Bangladesh, Sri Lanka, Eritrea, Angola, Congo, Nepal, Cuba o Camerún se convirtió hace una década en un modo de vida para sus habitantes, cuando el Senafront los reunió y les pidió prepararse para atender personas migrantes. Muchos abrieron negocios. El de comida es uno de los más prósperos: tres restaurantes sin sillas ofrecen platos de lentejas y arroz con algún acompañamiento, a precios entre los dos y los cuatro dólares. 

“Las lentejas son el alimento que más les gusta a los de esos países”, dice Janeth Rodríguez, lugareña y dueña de una tienda. De tanto en tanto les pregunta por sus vidas; casi nunca entiende lo que le dicen, así que trata de ofrecerles una sonrisa cuando le compran alimentos enlatados. La mayoría de los que entran le señalan directamente lo que necesitan para ahorrarse el embrollo de las palabras. La experiencia le ha enseñado cuáles demandan las personas de diferentes culturas. Ella, calculadora en mano, les muestra el precio. Con Janeth no hay posibilidad de pedir descuento. Se sientan a comer en troncos de madera o en el suelo. En sus pieles es evidente la multitud de insectos que los han picado después de su recorrido por la selva. 

Ni allí ni en La Peñita hay conexión con el acueducto; el agua potable es transportada en carros cisterna. El albergue cuenta con un tanque para almacenar el agua destinada a cocinar y beber. UNICEF ha provisto baterías sanitarias y monitorea la calidad del agua del tanque que abastece la Estación Temporal de Asistencia Humanitaria para garantizar la salud de los recién llegados. UNICEF trabaja también con las autoridades y con organizaciones no gubernamentales para registrar y atender a la niñez y familias migrantes. Para asearse, las personas migrantes, al igual que los lugareños, acuden al Río Chucunaque, utilizado a la vez para lavar la ropa y los alimentos.

A propósito de alimentación, los menús de las tiendas están escritos en inglés para ayudar a las personas migrantes. Hay un único punto del pueblo donde llega a medias la señal de celular y adonde acuden para comunicarse con el mundo y pedir dinero aquellos que logran salvar su móvil de los atracadores. 

Muchos no saben ni siquiera dónde están. Tampoco se molestan en preguntarlo. Solo quieren continuar su camino. Han sobrevivido a la muerte. Provistos de chancletas nuevas, algo de comida, agua potable que transportan en los bidones provistos por UNICEF y con el dinero para pagar los buses que los llevarán hasta la frontera con Costa Rica (40 dólares), se despiden de La Peñita, justo mientras los transportadores de pangas traen nuevas personas migrantes y la historia se repite de nuevo.

Por Enrique Patiño y Clara Luna / Especial para El Espectador

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