El vuelo sin regreso de Bergoglio para ser Francisco

Previamente a su visita a Colombia, el próximo 6 de septiembre, publicamos un fragmento del libro “Francisco, el papa de la gente”, de Evangelina Himitan.

Evangelina Himitan*
13 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
El miércoles 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio fue elegido el primer papa de América. / AP
El miércoles 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio fue elegido el primer papa de América. / AP
Foto: AP - Gregorio Borgia

Cuando el vuelo de Alitalia finalmente despegó de suelo argentino, el martes 26 de febrero de 2013, Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, tuvo una sensación diferente en el estómago. Eran las 14:15 y el avión acababa de salir del aeropuerto internacional de Ezeiza a horario. El cardenal se ubicó en su asiento, estiró las piernas y respiró profundo. Había pedido sentarse en la fila de la puerta de emergencia porque una dolencia en la rodilla y en la cadera, que lo obliga a tomar corticoides, se acrecienta después de permanecer varias horas sentado. No le gusta permanecer mucho tiempo quieto. Llevaba puestos sus zapatos de siempre. Los otros, esos que unas horas antes le habían regalado sus colaboradores de la catedral Metropolitana, en Buenos Aires, los guardó en la valija. Se los compraron como si hubieran intuido que el cardenal se negaría a usar los zapatos rojos de papa. “No puede viajar con esos zapatos”, se pronunció el cónclave local. Bergoglio agradeció el presente, lo guardó en la valija y se calzó sus viejos compañeros de ruta.

Llegó al aeropuerto con poco más de dos horas de anticipación. Fue solo, como lo hacía cada vez que volaba a Roma. Salió de la curia porteña con una valija y su maletín negro como bolso de mano. Cruzó la Plaza de Mayo y se subió a una camioneta de la empresa de transportes Manuel Tienda León, que lo llevó hasta el aeropuerto. Antes de partir se despidió de los suyos, como siempre. Como quien va y vuelve. “Jorge, ¿vas a agarrar la batuta?”, le profetizó el diariero. “No, ese es un hierro caliente”, le contestó. A lo largo del día, las personas de su entorno insistían en despedirlo con cierta emotividad. “No me vengan con eso. Nos vemos en un par de semanas”, les dijo a todos.

Poco después del despegue, en la soledad y el silencio del vuelo, sentado en su butaca de clase turista —fila 25, pasillo—, comenzaron a asaltarlo los interrogantes. “Quédense tranquilos. No existe ninguna posibilidad de que sea papa”. Bergoglio había repetido esta frase a los suyos una y otra vez. “El 23 [de marzo] estoy de vuelta en Buenos Aires”. ¿Por qué ese día? “Al día siguiente es Domingo de Ramos. Tengo que dar la misa”, fue su respuesta.

“No existe ninguna posibilidad”. Lo había dicho tantas veces que casi había logrado convencerse a sí mismo. El cardenal estaba seguro de que su momento ya había pasado, entre otras razones por sus 76 años.

Pero la posibilidad sí existía, y él lo sabía mejor que nadie. No estaba contento. Se sentía contrariado. No quería. Algo similar le había ocurrido cuando lo nombraron obispo auxiliar de Buenos Aires, allá por 1992. Cinco años después, cuando supo que Roma iba a nombrar a un coadjutor con derecho a sucesión del cardenal Antonio Quarracino, no creyó que él fuera el elegido. En cambio supuso que lo trasladarían a una diócesis del interior del país. Su primera reacción fue pedir que no lo hicieran. “Soy porteño y fuera de Buenos Aires no sé hacer nada”, se excusó. Los años, sin embargo, le enseñaron a no dejarse guiar por sus reacciones instintivas. A esperar, entonces, la decantación de las noticias que desbordaban sus emociones. Ahí surgía la respuesta atinada. “¿Sí?”.

Mientras el avión se aventuraba sobre el océano Atlántico y las azafatas repartían bebidas a los pasajeros, algunas de las últimas conversaciones que había mantenido antes de partir volvieron a su cabeza.

“¿Lleva mucho equipaje, padre?”, le había preguntado una persona de su confianza, intentando discernir si se trataba de un viaje de un par de semanas o de una mudanza. “Con toda la ropa que se tienen que poner los cardenales para el cónclave…”, agregó. De todas formas, ese estrecho colaborador sabía que las pertenencias que el padre Bergoglio había acumulado en esta tierra entraban perfectamente en una valija: sus discos de música clásica, tango y ópera; un póster de San Lorenzo —el equipo de fútbol de sus amores— firmado por los jugadores, que tiene colgado en una de las paredes de su oficina; los zapatos negros que le resultan infinitamente cómodos; el crucifijo de sus abuelos, que cuelga sobre su cama en el departamento del tercer piso de la curia porteña, frente a la catedral. Poco más.

Una vez le preguntaron qué se llevaría consigo en caso de un incendio. La agenda y el breviario, fue la respuesta inmediata. Su agenda es negra y pequeña y allí atesora los teléfonos de muchas de las personas a las que alguna vez ayudó. Alternativamente, durante el año, las llama para saber cómo están, felicitarlas por el cumpleaños o preguntarles cómo siguen sus hijos. El breviario es el libro litúrgico que sintetiza las obligaciones públicas del clero a lo largo del año. Va siempre con él. “Es lo primero que abro por la mañana y lo último que veo antes de dormir”, asegura. Esta vez, para ir a Roma, al cónclave que elegiría al sucesor de Benedicto XVI, guardó los dos tomos en su bolso de mano.

“No, no llevo mucho equipaje —le respondió a su colaborador—. Viajo liviano. Una sola valija, chica, como siempre. Está un poco pesada, pero no por la ropa, sino porque llevo alfajores y dulce de leche para mis amigos. No me lo perdonarían…”, respondió el cardenal.

“Quédese tranquilo, no existe ninguna posibilidad”, lanzó Bergoglio, leyendo entre líneas la conversación que se avecinaba.

—Estoy rezando por usted, padre.

—Qué poco me quiere…

—Usted va a ser papa.

—No. No lo creo. El 23 estoy de vuelta.

—¿Cómo sabe que va a volver? Si el Espíritu Santo dice que no, es una cosa. Pero si usted está diciendo que no, piense a quién le está diciendo que no.

El silencio se hizo eterno. Después se despidieron.

“Usted siempre habla de que hay que ponerse la patria al hombro; en este caso, la Iglesia. Quizás este sea su momento de hacerlo. Es probable que este sea el último servicio que le preste al Señor”, le dijo otro colaborador, momentos antes de abordar el avión.

Todos los mensajes parecían encaminados en ese sentido. Un destino que comenzaba a configurarse como inexorable, al menos en su fuero íntimo, en su convicción y en su intuición. Pero no en su deseo. Y tampoco en la opinión pública. El nombre de Jorge Mario Bergoglio, por alguna razón, no figuraba entre los principales cinco candidatos de la prensa ni de los apostadores.

¿Y si era cierto? ¿Y si esa era su hora de ponerse la Iglesia al hombro? La Iglesia pierde —o perdía— miles de fieles por día. ¿Sería él el hombre que tendría que enfrentar esa terrible realidad y ponerse en la brecha? ¿Se convertiría en el buen pastor que sale a buscar a las ovejas alejadas del rebaño o, como suele decir en sus homilías, se convertiría en “el peinador de ovejas: el que se dedica a hacerle los rulitos a la única oveja que le queda en el rebaño”, mientras las otras andan extraviadas por el camino?

¿Sería él el papa americano? No sonaba descabellado, ya que en América Latina vive la mitad de los católicos del mundo. Pero en la Argentina sólo uno de cada cinco católicos asiste a misa los domingos. El verdadero desafío sería reconciliar la Iglesia con lo que el mundo entero espera de ella: honestidad, transparencia, austeridad, coherencia, cercanía y mayor apertura.

Al día siguiente de que la fumata blanca avisara al mundo que un nuevo pontífice había sido elegido, el teléfono volvió a sonar en Buenos Aires. La persona que lo había desafiado antes del vuelo atendió. Desde Roma sonó una voz fresca y alegre. Era el papa. “Usted tenía razón. Al final… me la hicieron los cardenales”, le dijo en tono risueño, irónico, inconfundible.

Los cardenales… Con ellos fue más directo. En el cónclave, cuando se supo que había superado los 90 votos, sin rodeos emitió su primera absolución: “Los perdono”, les dijo.

Unos meses antes, un grupo de sindicalistas porteños había llamado a las oficinas de la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Buenos Aires. Estaban preocupados. “Dígale al padre Bergoglio que no ande solo por la calle. Está peligroso. Hay mucha gente que no lo quiere. Se tiene que cuidar”, dijeron. No era una amenaza, todo lo contrario. Era un pedido de personas cercanas al poder genuinamente preocupadas por su seguridad y por su elección de andar por las calles como un porteño más.

“La calle no la dejo”, respondió Bergoglio, desinteresado por el comentario que le traían sus colaboradores. “Yo necesito estar en contacto con la gente. Si no, me neurotizo. Me convierto en una rata de sacristía”, agregó.

Su elección tiene un fundamento. Él sabe que la clave de la revolución que comienza en la vida de aquellos que recién lo conocen reside en el hecho de verlo como una persona cercana. Como uno más de ellos. Como un hombre de a pie. “Jesús lo pasó haciendo el bien. Él pasó, caminó en medio de su pueblo. Se metió entre la gente. ¿Saben cuál es el lugar físico en el que Jesús pasaba más tiempo? La calle”, dijo durante un mensaje público en octubre de 2012.

“¿Qué le gusta mucho de Buenos Aires?”, le preguntaron en una entrevista realizada por el equipo de prensa del Arzobispado de Buenos Aires en noviembre de 2011, cuando concluyó su mandato como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. “Callejear. Cualquier rincón de Buenos Aires tiene algo que decirnos. Buenos Aires tiene lugares, barrios y pueblos. Lugano es algo más que un barrio: es un pueblo con idiosincrasia que lo diferencia de un barrio común. Hay lugares, como grandes avenidas, que son sólo lugares; algunos barrios mantienen siempre su encanto”, contestó, siempre enamorado de su ciudad.

Quizás haya sido por eso que, cuando desde el balcón del Vaticano se anunció la elección del sucesor de Benedicto XVI, que era argentino, la fiesta estalló justamente en el lugar que Bergoglio más ama de su ciudad: la calle.

Buenos Aires, miércoles 13 de marzo de 2013. Los instantes que siguieron a la fumata blanca fueron eternos. La humanidad entera sabía que ya había un papa y esperaba conocer su nombre. En la ciudad, en los bares, en los trabajos, en las casas se abrió un paréntesis temporal, un paréntesis en el que estaba permitido abandonar la rutina y mirar televisión. Pero sólo unos pocos, quizá los más cercanos, esperaban escuchar un nombre argentino. Para los demás, el italiano Angelo Scola o el brasileño Odilo Pedro Scherer encabezaban las apuestas.

“Bergoglio podría convertirse en la sorpresa”, publicó en un destacado de la página 3 del diario argentino La Nación la periodista Elisabetta Piqué, corresponsal en Roma, el mismo día del cónclave.

Hay que decirlo: esa no era la expectativa cuando el cardenal francés protodiácono del Vaticano, Jean-Louis Tauran, salió al balcón principal de la basílica de San Pedro escoltado por dos sacerdotes. Con voz temblorosa y tono pausado se acercó al micrófono y pronunció lo que ya todo el mundo sabía: “Habemus Papam”. En la plaza del Vaticano estalló el aplauso y la tensión se contagió a todo el planeta. Y entonces llegó el anuncio del nombre en latín que muy pocos comprendieron en esa primera instancia: “Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum, Dominum Georgium Marium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Bergoglio”.

“¿Qué dijo? ¿Dijo Bergoglio?”, eran las preguntas que repetía la audiencia universal. La duda duró sólo unos segundos. Enseguida las cadenas de noticias lo confirmaron: el argentino Bergoglio era papa. En la ciudad de Buenos Aires la sorpresa fue como un estallido. Hubo gritos, abrazos, aplausos, manos en la boca, incredulidad, festejos y, por supuesto, también comentarios pesimistas.

Como si se tratara de un gol de oro en la final de un Mundial de fútbol. La noticia dejó sin palabras. Desbordó.

Aferrado a los barrotes de su balcón del piso 12 en un edificio sobre la avenida del Libertador casi esquina Salguero, en un barrio elegante de la ciudad de Buenos Aires, un joven gritaba la noticia a quien quisiera oírlo: “¡El papa es argentino! ¡El papa es Bergoglio! ¡Gracias, Dios!”. Eufórico, emocionado.

Los automovilistas no soltaban las bocinas, en un concierto que en pocos segundos se extendió por toda la ciudad. Se escuchó en barrios tan distantes entre sí como Palermo, Flores y Almagro.

En las calles de Buenos Aires, el lugar favorito del nuevo papa, había alegría, saludos, gente que gritaba la novedad, que llamaba por teléfono, que hablaba con desconocidos sin importar la religión, sin juzgar la noticia como buena o mala… El papa era argentino.

* Se publica con autorización del sello editorial Aguilar.

Por Evangelina Himitan*

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