Este es el presidente que insultó a César Gaviria

Rodrigo Duterte, el mandatario de Filipinas, libra desde junio una guerra contra las drogas en la que han muerto 7.000 personas. El expresidente colombiano no ha sido el único a quien ha insultado.

juan David Torres Duarte
10 de febrero de 2017 - 05:53 p. m.
Rodrigo Duterte durante una intervención pública en Dávao. / AFP
Rodrigo Duterte durante una intervención pública en Dávao. / AFP

Rodrigo Duterte suele ser desparpajado en sus declaraciones y recio en sus actos: es capaz de decirle a Barack Obama, con ligereza e incluso con cierta gracia, que es un hijo de puta y prometer que asesinará a quien se cruce en su rebatiña contra las drogas y cumplirlo. Es la broma mezquina hecha carne. Sus discursos, que tienen la forma de un alegato rupestre, resultan temerosos cuando se vuelven realidad: cuando era candidato a la presidencia de Filipinas, que regenta desde junio del año pasado, afirmó que en su campaña contra los narcóticos —que él ya había probado, como aficionado que fue en cierto momento a los opioides— morirían 100.000 personas. Hasta hoy —con casi siete meses en la presidencia— suman 7.000. Su período va hasta 2022.

Las denuncias contra Duterte por asesinatos extrajudiciales

Duterte ha ocupado numerosos cargos públicos desde que comenzó su carrera política en los años ochenta. Esta semana ha salido a relucir en los medios colombianos porque llamó idiota al expresidente colombiano César Gaviria —que lo conminó, en una columna en el diario The New York Times, a cambiar sus planes en la guerra contra las drogas porque, según él, la fuerza no es la solución— y reafirmó su opinión horas después: “Nunca podré cometer el mismo error porque no soy tan estúpido como usted. (...) Eso solo sería posible, señor expresidente, si fuera tan estúpido como usted”.

Duterte, que tiene 71 años, es recordado sobre todo por su trabajo como alcalde de Dávao, una de las principales ciudades de Filipinas. Será recordado, es seguro, por su trabajo como presidente. Ambos cargos han estado atravesados por su obsesión: la guerra contra las drogas. Cuando era alcalde, según cifras de varias organizaciones, más de 1.000 personas fueron asesinadas. Edgar Matobato, un sicario, aseguró que el entonces alcalde mandó a matar a 50 supuestos drogadictos y que uno de ellos fue lanzado a las fauces de los cocodrilos. Duterte incluso aceptó ser miembro de un escuadrón de la muerte. Nunca lo han juzgado. Para Duterte, que ha sido un aficionado a la ley y el orden, a que las calles estén limpias y las prostitutas estén vigiladas y lleven carnet de salud, a que no se fume en sitios públicos, a que se prohíba el consumo de alcohol entre la una y las ocho de la mañana, las drogas son el veneno que desuella cualquier sociedad. Por eso, ha alentado a que tantos drogadictos como expendedores e intermediarios sean eliminados del mapa social.

Un objetivo riguroso a través de medios reprochables: de las 7.000 personas que han sido asesinadas en Filipinas durante su mandato, se desconoce el porcentaje exacto de aquellos que, en realidad, estaban involucrados con drogas. Aún si lo estuvieran, ninguno tuvo un proceso acorde con la Constitución y el derecho básico. Puesto que Duterte ha pedido a la gente que mate a los drogadictos —con esa afirmación se inauguró como presidente—, organizaciones de derechos humanos tienen casi la certeza de que grupos paramilitares están utilizando dicha estrategia para eliminar enemigos. Dichos asesinatos no son investigados, según denunció la Conferencia de Obispos Católicos de Filipinas. “Muchos son asesinados no por las drogas. Los asesinos no son llevados ante la justicia. Y causa aun de mayor preocupación es la indiferencia de muchos ante este tipo de maldad. Es considerado como algo normal y, peor aun, como algo que hay que hacer”.

Cuando Duterte aceptó ser parte de un escuadrón de la muerte

Cerca de 2.500 de aquellas muertes corresponderían a asesinatos extrajudiciales, ejecuciones en la calle, en las que las víctimas son marcadas —literalmente, con un aviso sobre el pecho o la cara— como drogadictos o vendedores. Duterte dice que no tiene nada que ver con aquellos. Pese a todo, ha dicho: “Odio matar a seres humanos (…). Pero tengo que hacer algo con el crimen y las drogas” y “No quiero cometer un crimen, pero si Dios me pone por azar en una situación de ese tipo, mejor cuídense. Esos 1.000 (muertos) se convertirán en 100.000. Los botaré a todos en la bahía de Manila y engordaré a los peces”.

Con ese mismo desparpajo —como cuando dijo, recordando a una mujer que fue violada por un grupo de hombres durante una crisis de rehenes en 1989, que él debía haber estado primero en la línea— mandó a callar a Naciones Unidas (“Que se joda Naciones Unidas, que no fueron capaces de resolver la carnicería en Oriente Medio (…), que no levantaron ni un dedo ante la masacre de negros en África. Cállense todos”) y a los periodistas (Filipinas es uno de los países más peligrosos para reportar: “La mayoría de aquellos a los que han matado, francamente, ha hecho algo. A uno no lo matarían si uno no hiciera algo mal”). También insultó al Papa, cuando se armó un tráfico inmenso en Manila por su visita —luego le escribió pidiendo perdón—: “Nos tomó cinco horas ir desde el hotel hasta el aeropuerto. Pregunté quién venía. Me dijeron que el papa. Quise llamarlo y decirle: ‘Papa, hijo de puta, vete para tu casa. No nos visites más’”. Con ese desparpajo ha dicho que tiene dos novias además de su esposa (“la otra es más vieja, pero más bella”) y que el embajador de Estados Unidos en Filipinas, Philip Goldberg, es un “gay hijo de puta”. Duterte tiene una fuerza de verbo poco común entre la diplomacia internacional y bastante común en líderes como Donald Trump. Eso no es sólo una similitud, sino también una advertencia.

Por juan David Torres Duarte

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar