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Indígenas amorúas y sikuanis, el riesgo de vivir en una frontera caótica

El colapso económico de Venezuela y el hambre se suman a otra serie de dinámicas violentas y silenciosas en la frontera que incluyen presencia de grupos armados, reclutamiento de menores y actividades de minería ilegal que obligan a decenas de familias indígenas transfronterizas, históricamente amenazadas, a asentarse hoy en Puerto Carreño. Más de 1.600 indígenas han llegado al Vichada.

Angélica María Cuevas Guarnizo*
12 de marzo de 2021 - 02:00 a. m.
Todos los días Amorúas, Sikuanis y migrantes esperan el carro de basura para recoger sus plásticos. La empresa de aseo dice que ha sido imposible controlar la situación.
Todos los días Amorúas, Sikuanis y migrantes esperan el carro de basura para recoger sus plásticos. La empresa de aseo dice que ha sido imposible controlar la situación.

“Nos vinimos porque los guerros de Venezuela se iban a llevar los hijos de nosotros. Un día nos encañonaron, nos dijeron que si no nos íbamos esa noche nos mataban a todos”, dice Amaíris García, indígena sikuani, mientras termina de llenar su costal con botellas de gaseosa y sale de la montaña de basura del relleno sanitario de Puerto Carreño (Vichada), de donde recoge plásticos todos los días, desde hace meses”.

-¿Quiénes son los guerros?

-El Eln, que se esconden en los montes y quieren agarrar los niños y no tienen piedad.

-¿Y qué hicieron?

-Dejamos todo, salimos caminando a pata, a la una de la mañana, hacia el río Pavoni y fueron más de seis horas pa agarrá el bongo (embarcación) y cruzar pa este lado. Nosotros no estamos robando nada, estamos aquí es buscando plástico, rebuscando para mantener a los niños. En Venezuela trabajábamos en el conuco (cultivo), sembrábamos piña, batata. Eso lo abandonamos todo.

-Acá las cosas tampoco están bien. ¿Han pensado en regresar a Venezuela?

-No, allá hay mucho matagente. Tenemos miedo. Aquí por lo menos hay qué comer.

Amaíris García llegó a Colombia el 1° de julio de 2020 con sus hermanos, sus hijos y su mamá desde Sabaneta, una comunidad indígena sikuani asentada a 40 kilómetros de Puerto Ayacucho, capital del estado de Amazonas, en Venezuela. Puerto Ayacucho es el centro urbano más cercano a la frontera con Colombia desde el Vichada y, hasta hace poco, era un importante epicentro de intercambio comercial entre los dos países; antes de que el bolívar se hiperdevaluara y llegaran los desabastecimientos.

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Por lo menos 100 personas, entre indígenas y migrantes venezolanos, están hoy esperando la llegada del camión de la basura que viene repleto de plástico, pañales, vidrios, arena, hojas, residuos y comida descompuesta de Carreño. Apenas el carro desembarca la gente se abalanza entre las bolsas buscando las botellas plásticas por las que les pagan $10.000 el kilo.

La empresa de aseo municipal insiste en que no pueden estar ahí, que es ilegal, peligroso y dañino. Los indígenas explican que ante la falta de trabajo, lo que les queda es recoger los plásticos. Es eso o tapar con cartones los 37°de sol que le pegan a las motos parqueadas en el centro para recibir monedas. Es eso o irse, en verano, a recoger algodón a las vegas de los ríos, en jornales por los que les pagan $10.000 el día, $250 por cada kilo de algodón o $100.000 por trabajar una semana completa en un cultivo y dormir en campamentos improvisados.

Aunque la frontera lleva un año oficialmente cerrada por la pandemia, todos los días siguen llegando familias por caminos que conducen a los ríos Meta y Orinoco, y luego atraviesan en algún punto los 534 kilómetros que limitan al Vichada con Venezuela. Pasar de un lado a otro es relativamente fácil en bote. Además, es la única manera de cruzar, pues no existe un solo puente que sirva para conectar a los países. De este lado, el único puesto de control migratorio es una embarcación que por estos días está varada en el puerto de Carreño y desde la que es imposible monitorear lo que ocurre con las 74 trochas ilegales identificadas. Allí los grupos armados cobran cuotas por dejar pasar mercancía y gente motorizada pide $50.000 por llevar a una persona desde Venezuela hasta Carreño: un municipio sin industria ni empleo, históricamente aislado, pobre.

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El colapso económico de Venezuela, sumado a una serie de dinámicas violentas e ilegales que se viven en los límites entre ambos países, tiene al menos a 1.670 indígenas sikuanis, amorúas y unos pocos piaroas y e’ñepá-panares, asentados en la capital del Vichada, en improvisados ranchos de techos y paredes plásticas que se derriten todos los meses por el sol. Según Holman Cortés, gestor de información de la Oficina de las Naciones Unidas de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), esta cifra podría alcanzar las 3.000 personas, debido a subregistros.

Henny Gutiérrez, gobernadora indígena urbana, menciona que en Puerto Carreño son por lo menos 24 asentamientos. La mayoría, están sobre las rocas oscuras del escudo guyanés, una antigua e impresionante formación geológica que cruza desde Guyana y Surinam hacia Brasil y Venezuela, y que se desvanece en Colombia con formaciones como el turístico Cerro La Bandera.

El Cerro se ha vuelto la casa de decenas de familias, principalmente amorúas y sikuanis, que llegan desplazadas a los caseríos de Punta de Laja, Pavón, Sitio Sagrado, La Profunda y Cueva de Arévalo. Hacia el puerto y el Orinoco están Punta Lajas 1, 2 y 3 y, en las afueras del pueblo, La Bendición.

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A simple vista, los asentamientos indígenas parecen campos de refugiados de venezolanos que intentan rehacer una vida lejos del país inviable que describen. Sin embargo, la situación de los sikuanis y amorúas es distinta. Si bien las razones que hoy los obligan a moverse son las mismas que a los migrantes, ellos llevan cientos de años transitando entre ambos países, incluso antes de que Colombia y Venezuela se nombraran de esta manera y sus límites fueran siquiera imaginados.

Estos pueblos originarios han vivido de un lado a otro sembrando, cazando, pescando y, sobre todo, huyendo de interminables ciclos de violencia que hoy tienen a sus culturas diezmadas y, en el caso de los amorúas, en camino a la desaparición. Como ocurre con los wayuus en La Guajira, los amorúas y sikuanis tienen derecho no solo de transitar y asentarse entre ambos países, sino a acceder a todas las garantías de una binacionalidad.

Desde principios de los 90, con la firma del Convenio 169 de la OIT, ambos países reconocieron a los indígenas fronterizos y transfronterizos como ciudadanos con todos los derechos consagrados en la Constitución y las leyes de Colombia y Venezuela, e incluso asumieron la responsabilidad de protegerlos de una manera especial debido a la discriminación histórica que han padecido, sobre todo en zonas como el Vichada.

“La historia de los amorúas es de profundas injusticias. Si hay un pueblo en esa llanura que se ha movido ocupando todo ese territorio, son ellos, pero ante un proyecto de arrinconamiento, violencia, racismo y desprecio las familias se fueron quedando sin espacio. Eran nómadas que iban de un lugar a otro y que en algún momento comenzaron a encontrar sus territorios ocupados”, explica Fernando Fierro, un abogado que lleva por lo menos 10 años trabajando en la región apoyando procesos étnicos e investigando sobre las vulneraciones a la autonomía de las comunidades.

La colonización llegó tarde a la Orinoquía, en parte por lo difícil que era acceder a sus extensas sabanas inundables y la distancia que había frente a las principales ciudades colombianas, así que la mayoría de procesos ocurrieron en el siglo XX cuando desde los llanos se comenzó a mover la frontera agrícola, el estado promovió políticas de adjudicación terrenos baldíos -que en realidad eran indígenas- e incentivó la compra masiva de tierra. A esto se unieron los desplazamientos por la violencia que llevaron a nuevos colonos hacia el Vichada en dinámicas que incluyeron apropiación, despojos y masacres de indígenas.

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Familias enteras fueron engañadas por “criollos” o “blancos”, quienes los invitaban a sus casas a cenar para emboscarlos, asesinarlos e incinerar sus cuerpos para luego desaparecerlos y quedarse con su territorio o se armaban con garrotes, armas blancas y armas de fuego y atacaban a caballo a las poblaciones bajo el argumento de que ocupaban tierras de forma ilegal y generaban daños a sus propiedades o posesiones. Estas cacerías se conocieron como “guahibiadas” y ocurrieron sobre todo entre 1960 y 1970. La deshumanizacón hacia los indígenas era tal que los primeros colonos en ser judicializados justificaban abiertamente que matar a un indígena no era ningún delito. Hechos que consignó el Informe del Centro Nacional de Memoria Histórica “Tiempos de vida y muerte: memorias y luchas de los Pueblos Indígenas en Colombia”, publicado el año pasado.

Como resultado de estas violencias, muchos pueblos indígenas fueron exterminados y los nómadas, como los amorúas, comenzaron a limitar sus trayectos hasta convertirse en comunidades más sedentarias que hoy prefieren permanecer en un solo lugar, pues moverse los hace más vulnerables.

Afectados por la crisis migratoria y diplomática con Venezuela, distintas etnias llegan a Vichada, Riohacha, Cúcuta y Arauca a basureros o asentamientos sin servicios básicos y con riesgos sanitarios que empeoran con la pandemia del COVID-19 y que para la Defensoría del Pueblo “exhiben las múltiples vulnerabilidades que los agobian hasta el exterminio”.

Ser binacional en la periferia

En agosto pasado, la Defensoría del Pueblo publicó un informe para llamar la atención sobre el estado actual de los indígenas transfronterizos en la frontera colombo-venezolana, en el que detalla las vulneraciones a los derechos humanos que están ocurriendo desde el Cesar hasta Guainía, pasando por Norte de Santander, Arauca y Vichada.

Sobre este último, la entidad llama la atención sobre el rápido crecimiento de la población de sikuanis y amorúas en el casco urbano de Puerto Carreño, como consecuencia de la crítica situación de Venezuela, y detalla una alarmante realidad en la que convergen condiciones de pobreza extrema, falta de documentación que impide el acceso a derechos, traslados forzosos de indígenas a Venezuela, reubicaciones en resguardos en Colombia donde no los esperan, prostitución, violencia sexual, mendicidad, abandono de niños, apatridia y otras múltiples violencias asociadas al conflicto armado.

Aterrizar hoy en Puerto Carreño es como ir leyendo ese informe en voz alta. En Piedra Custodio, Marta Hernández, una indígena amorúa que llegó hace ya cuatro años desde Venezuela, le pide ayuda a Unicef ante las taras que le pone el hospital para atender a los dos hijos que le quedan vivos. En las calles semipavimentadas de Carreño pasan niños indígenas pidiendo monedas y en la noche algunas niñas indígenas son prostituidas.

En El Mirador-Punta Lajas los hijos del capitán sikuani José Calderón toman agua sucia de un pozo, porque “los vecinos se molestan si se les pide de las casas”, y ninguno tiene cupo para ir al colegio, porque la lista de espera va en 400. Calderón nació cerca de la Laguna Curvina, en Guainía, hace ocho años se fue a Venezuela desplazado de la violencia y ahora regresó porque el dinero dejó de alcanzar para la comida. No tiene cómo moverse con su familia hacia su territorio y lleva un año pidiendo que lo ayuden a retornar. Al tiempo, en el parque principal, otra familia sikuani ofrece sus artesanías de madera y fibras de cumare, pero hay días en los que no se vende nada.

Al Vichada le pasa lo que pasa con toda población remota de Colombia. Por grave que sea lo que ocurre en esta frontera, parece importarle muy poco a un país acostumbrado a poner la mirada hacia otros lugares. Los 971 kilómetros que separan a Bogotá y Puerto Carreño, a donde se llega en un vuelo de 1 hora y 10 minutos, o después de cruzar las sabanas inundables de la Orinoquia (en un viaje de 20 horas por tierra), se sienten como 971 kilómetros de distancia mental. A pesar del silencio, lo que está ocurriendo en la frontera no solo es grave, sino que tiende a empeorar.

Los grupos armados vienen hostigando y desplazando indígenas de Venezuela hacia Colombia para repartirse el territorio. En Vichada, el Eln tiene una fuerte presencia en las riberas del Orinoco y el Meta, sobre los estados de Amazonas y Apure en Venezuela, mientras que las disidencias de las Farc-Ep se encuentran principalmente sobre las orillas del Meta. Por su parte, los Puntilleros-Libertadores del Vichada controlan el microtráfico en Puerto Carreño.

Según la Defensoría, estos grupos armados controlan parte del territorio a través de extorsiones, apropiación de corredores estratégicos, desplazamientos forzados, homicidios y amenazas a grupos étnicos y campesinos. También se dedican a la minería ilegal y al tráfico de narcóticos, armas y combustible en la zona de frontera colombo-venezolana.

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Esta situación también ha sido reportada por la Oficina de las Naciones Unidas de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) a través de recientes informes de respuesta humanitaria, en los que además hablan de la presencia de supuestos miembros de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o Clan del Golfo en La Venturosa, otro poblado límite con Venezuela.

Sobre el reclutamiento de menores, las autoridades indígenas le contaron a la Defensoría cómo los niños, niñas y adolescentes son atraídos a los grupos armados a través del consumo de sustancias psicoactivas, la entrega de dinero o de manera forzada. Esto lleva a familias como las de Amaíris García, quien hablaba desde el relleno, a salir aterrorizadas y considerar no regresar a Venezuela.

En diciembre de 2019, el gobierno local se comprometió a llevar a cabo lo que se conoció como “El Plan Amorúa”, una estrategia que planteó el diseño de una hoja de ruta, en conjunto con los indígenas, para actuar en diferentes frentes como el desarrollo de proyectos que les permitan mejorar su calidad de vida, la posibilidad de integrarse a resguardos ya constituidos o realizar retornos consensuados y la búsqueda de alternativas conjuntas para superar esta crisis. Pero el plan quedó relegado por la pandemia y solo hace pocas semanas se reactivaron las conversaciones.

Mientras tanto, gran parte de las acciones de atención a la emergencia humanitaria en Puerto Carreño las lideran diez Organizaciones no Gubernamentales, entidades y agencias de cooperación Internacional, que llegaron tras el desastre provocado en 2018 por el crecimiento de los ríos Meta, Bita y Orinoco, que dejó al 60% de Puerto Carreño inundada y se quedaron ante la cantidad de necesidades desatendidad vigentes en esta frontera. Solo en 2020, Acción contra el Hambre, Acnur, Pastoral Social, Unicef, el Consejo Noruego de Refugiados, Corporación Infancia y Desarrollo, las agencias de cooperación Suiza (COSUDE) e Italiana, para mencionar algunas, le trajeron al municipio programas por USD $1′847.243,24.

Esta ayuda ha sido fundamental para apoyar a los migrantes y refugiados con acceso a agua, a servicios de salud mental, albergue, asistencia jurídica y distintas estrategias para evitar muertes por desnutrición, hambre, y la expansión de la Covid-19 y, al tiempo, su presencia en Carreño viene atrayendo a más familias que hoy no solo llegan desde Venezuela sino también desde zonas rurales de Vichada y Guainía y también indígenas que dejan sus resguardos para acceder a servicios de salud, alimentación y educación en Carreño, generando nuevas dinámicas de movilidad, gestión territorial y desafíos de convivencia.

En febrero, la lideresa Henny Gutiérrez se reunió con el Ministerio del Interior para presentarle soluciones y decirle que buena parte de estas familias que llegaron de Venezuela desean formalizar su estadía en Colombia, por lo que proponen, a mediano plazo, la constitución de un territorio en el que puedan reubicarse todos los asentamientos y se vayan adaptando los servicios básicos “para poder desarrollar nuestro plan de vida indígena”.

Frente a lo urgente, la vocera le dijo al Ministerio que “no queremos tanto asistencialismo. Así que en lugar de las bolsas de mercado preferimos que nos ayuden a incentivar nuestras actividades de subsistencia con kits de pesca y agricultura y la conformación de proyectos que incluyan asesoría técnica para criar cerdos y gallinas”. Además, los indígenas le pidieron al gobierno facilitar su acceso a agua potable ya servicios de salud que cuenten por lo menos con un traductor que conozca su lengua. También que sus hijos puedan acceder a programas educativos bilingües, que permitan la preservación de su cultura, y formación en salud sexual y reproductiva.

Por otro lado, la Defensoría envió una serie de recomendaciones en las que hace énfasis en que Colombia debe adoptar una política integral que atienda y proteja derechos de estos pueblos. Para avanzar, recomendó actualizar los censos, expedir documentos de identidad para evitar la apatridia, incentivar la venta de artesanías, investigar las conductas violentas e invitar a las universidades a que produzcan más información para generar nuevas soluciones y ayudar a superar las injusticias del pasado.

Sobre el tema, Fernando Fierro, coordinador de este informe, concluye: “Reconocer su identidad y nacionalidad es lo mínimo y es urgente, porque es la puerta para que accedan a sus derechos. Pero también hay que educar a este país, porque quizá no haya otra región donde los indígenas reciban un trato tan discriminatorio y violento como en la Orinoquia. Estas poblaciones originarias no deberían ser despreciadas. En el caso de los amorúas, no podría explicar cómo pueden seguir existiendo sin comida, territorio, identidad y, ahora, viviendo cerca de la basura. Quizá, como diría García Márquez, es “por la terquedad de la vida”. La gente tiene que entender que aquí lo que está en juego es la subsistencia de un mundo. Los indígenas movilizan una forma de ver un mundo y cuando una cultura desaparece en el más profundo olvido, estamos todos perdiendo algo como humanidad”.

*Este artículo es el resultado del laboratorio de producción de periodismo “Refugiados y Migrantes” y hace parte de la serie de publicaciones ejecutadas con el apoyo de la Fundación Gabo y ACNUR.

Por Angélica María Cuevas Guarnizo*

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