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Katmandú, el hormiguero humano

No es la primera vez que la catástrofe se ensaña con la ciudad milenaria, rodeada de un halo mítico de aventura y leyenda.

Paco Nadal, Especial El País
26 de abril de 2015 - 02:00 a. m.
Durante la Edad Media, Katmandú fue uno de los centros de poder y de creación artística más importantes al sur del Himalaya. / AFP
Durante la Edad Media, Katmandú fue uno de los centros de poder y de creación artística más importantes al sur del Himalaya. / AFP

No es la primera vez que un terremoto sacude la capital de Nepal. Katmandú, la histórica ciudad crecida en el valle del mismo nombre como eje de caminos del comercio transhimaláyico entre India y China, está acostumbrada a estas sacudidas de la tierra. La destrucción de la torre Dharahara en el sismo de ayer no es la primera ni será la última pérdida de su colosal patrimonio de templos, estupas, palacios y monasterios levantados desde época medieval y que le valieron la declaración de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
 
Katmandú es un hormiguero humano abandonado sobre unas infraestructuras devastadas, y no precisamente por los temblores de tierra. Para el viajero europeo o norteamericano, Katmandú es el caos. Una ciudad anárquica que, sin embargo, parece tener reglas ocultas que regulan esos laberintos de confusiones para hacer que todo fluya. Caóticamente, pero fluye.
 
Katmandú es el sonido irritante de miles de claxon, pitos que pitan por pitar, como vicio mundano aunque no haya necesidad de hacerlo. Es el mosaico imposible del pavimento roto y agujereado de sus calles, como si hubiera acaecido un bombardeo, donde cada metro cuadrado es de un color, una textura y un material diferentes. Son las calles sucias y polvorientas por las que cientos de motos, rickshaw y carros tratan de abrirse paso con constante lucha por avanzar, como leucocitos de un torrente sanguíneo que parecen no ir ni venir de ningún lado: simplemente, han sido fabricados para moverse sin cesar por esta ciudad, atascada a todas horas, intentando desenmarañar un ovillo invisible.
 
Una telaraña de cables corre sobre las cabezas de la multitud, formando un pentagrama anárquico sobre el cielo deslavazado por la contaminación. Los edificios de ladrillo de terracota muestran ventanas de madera ricamente tallada que un día fueron espléndidas, pero que hoy languidecen desvencijadas en una decrepitud que se sujeta a sí misma.
 
La joya de Katmandú es la plaza Durbar, un conjunto de más de 50 edificios distribuidos en dos espacios cuadrangulares que resume lo mejor de la arquitectura de los reinos malla y rana, que durante la Edad Media hicieron de esta ciudad uno de los centros de poder y de creación artística más poderosos al sur del Himalaya. La plaza fue el centro del poder real hasta el siglo XIX y alberga edificios tan singulares como el Kumari bahal (el templo de la diosa–niña) o el Hanuman Dhoka, la antigua residencia real, hoy abierta como atracción turística.
 
Desde lo alto de la torre del palacio, Katmandú parece el fondo plano de un mar disecado y salpicado de rocallas de coral llenas de agujeros, que son las ventanas de los edificios. De entre la capa negra de polvo y polución que cubre ese viejo mar emergen cual islas tropicales algunas colinas verdes, como la del templo de Swayambhunath, coronado por su gran estupa blanca, refulgente al sol de mediodía.
 
No lejos de allí, en el recargado barrio de Thamel, donde cada metro cuadrado de sus laberínticas calles está dedicado a los negocios turísticos, los mochileros deambulan felices en el descubrimiento del exotismo de una ciudad que sus abuelos hippies convirtieron en una quimera de paz, amor y cannabis. Pero quedan ya pocos hippies en Freak Street; murieron o se hicieron viejos. Los mochileros de ahora llevan celulares inteligentes y tarjeta Visa.
 
Katmandú es una ciudad inclasificable. Si vienes desde Europa te parece un tumulto insoportable; en cambio, si llegas desde India, crees que has llegado a una ordenada ciudad suiza. Una ciudad intensa, vibrante, llena de vida para tomarla a sorbos pequeños. La puerta de acceso a un país fascinante. Pero en cualquier caso, Katmandú agota, exige un esfuerzo titánico para soportar el calor húmedo y la sobrecarga de estímulos sensoriales que a cada segundo bombardea el sistema nervioso del forastero.
 
Habrá que esperar a que las autoridades puedan cuantificar finalmente los daños para saber cómo ha afectado este último terremoto a una ciudad monumental hecha a golpe de sacudidas.
 

Por Paco Nadal, Especial El País

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