La casa en el aire

Desalojados de la fábrica abandonada que habían transformado en su casa, ciento cincuenta latinoamericanos, colombianos en su mayoría, sobreviven alrededor de un campamento callejero en los suburbios de París.

Ricardo Abdahllah / París
11 de agosto de 2019 - 02:00 a. m.
La mayoría de las personas del campamento son colombianas, pero hay también bolivianas y cubanas.  / Cortesía
La mayoría de las personas del campamento son colombianas, pero hay también bolivianas y cubanas. / Cortesía

La coreografía comienza a las seis de la mañana. A las alarmas de los celulares que suenan siguen los gritos: “Recojamos, que a las siete viene la policía”. Los agentes no siempre pasan puntuales, pero esa es la condición, antes de que empiece el día laboral en el suburbio parisino de Saint Ouen, y en la alcaldía al lado de la cual acampan, los expulsados tienen que ejecutar al revés el ballet de las nueve de la noche del día anterior, cuando armaron sus carpas, tiraron sus colchones y repartieron frazadas. A las siete, después del café, decenas de ellos salen hacia sus trabajos en construcciones de la región parisina. La mayoría son colombianos, pero hay también bolivianos y cubanos. Otros, que tuvieron la suerte de pasar la noche en un hotel o donde algún conocido, llegan al campamento para colaborar en lo que haya que hacer. Saben que aunque no durmieron en la calle, es en la calle donde están.

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Hasta el 30 de julio tenían una casa. Una mejor que la que muchos inmigrantes pueden pagarse en la capital francesa.

“La primera vez que volvimos después de que nos echaron, mi hijita de cuatro años se puso a llorar mirando a través de la reja. Nunca habríamos podido tener una casa así en la ciudad”, dice Miguel, como prefiere que lo llamen.

Antes de mudarse al número 111 de la Rue du Docteur Bauer, en Saint Ouen, este trabajador de la construcción de 31 años de edad vivía con su esposa y sus dos hijas en un “estudio”, como se conoce en Francia a las habitaciones con cocineta, en el que pagaba alrededor de tres millones de pesos de arriendo por un espacio de veinte metros cuadrados. Como la mayoría de quienes fueron llegando, no estaba familiarizado con las casas okupas, en las que activistas, artistas o familias con problemas económicos se instalan para escapar a un mercado inmobiliario saturado en un país en el que paradójicamente, según el Instituto Nacional de Estadística, existen casi tres millones de viviendas desocupadas.

“Yo se lo expliqué a mi mamá diciendo que era una invasión”, dice Miguel.

 

Su mamá también terminó por mudarse a la edificación, propiedad de la municipalidad de Saint Ouen y desocupada desde finales de los noventa. Fue un grafitero francés, de seudónimo Nico, conocido por llenar la ciudad con la frase “Jesús salva”, quien rompió las cadenas que cerraban la reja de entrada. En la versión de quienes ocuparon el lugar a partir del pasado enero, Nico, de quien no ha vuelto a saberse, andaba diciendo que “una estrella fugaz le indicó el lugar en el que podía darle vivienda a gente que la necesitara y recorrió varias iglesias cristianas preguntando quién necesitaba techo”.

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Mauricio Gómez, un hombre que huyó de Colombia “luego de que le pusieran un fierro en el pecho”, era el pastor de una de ellas. Fue uno de los primeros en mudarse y llegó con catorce familias.

“Durante los últimos años, la edificación solo había servido para realizar un par de fiestas electrónicas clandestinas. En una parte de la bodega en la que había varias cabinas de baño llenas de excrementos, decidimos abrir un salón de oración. Usted no puede imaginarse cómo era ese lugar y lo bonito que nos fue quedando”, dice.

En el campamento en el que ahora viven, todo mundo muestra en sus celulares fotos de “lo bonito que estaba quedando”. Con los materiales que sobraban en las obras donde trabajaban, los ocupantes del 111 instalaron tuberías, lavamanos y “1.500 metros de cable para la iluminación”. Luego dividieron los espacios en “apartamentos” con pisos de imitación madera y cocinas enchapadas. Al mismo tiempo se creó una organización interna con cinco representantes para tomar decisiones colectivas y manejar los conflictos. El más grave de ellos fue cuando se supo que una de las personas que vivían en el lugar estaba “negociando cupos” con familias interesadas en vivir allí.

“La policía venía a vernos dos veces por semana, a veces tres. Se sentaba a tomar café con nosotros”, dice el pastor Gómez.

Dos de esos mismos policías visitaron después el campamento, esta vez de civil. Pidieron disculpas. Dijeron que solo habían cumplido órdenes.

Entre el café en los apartamentos equipados hasta con detectores de humo y las visitas a las carpas a las que les entra la lluvia ocurrió el desalojo. Alegando tanto fugas de agua y conatos de incendio (que los habitantes niegan), como la necesidad de comenzar la adecuación del terreno para la construcción de un colegio que debería estar en servicio en el 2022, las autoridades municipales comenzaron desde el pasado mayo a tramitar la expulsión de los habitantes del 111.

“En la entrada vecina, el 113, había un grupo de argelinos y a ellos les llegó una carta con sus nombres anunciando una expulsión inminente. Mucha gente del 111 se confió pensando que antes de cualquier acción también nos avisarían por escrito”, dice Marco de Ávila, otro de los ocupantes.

La carta nunca llegó. Un grupo de más de cien policías, que incluía efectivos de la policía local y antimotines nacionales, sí. Eran las siete de la mañana del 28 de julio. Los agentes se ubicaron a lado y lado de la reja de entrada formando un corredor por el que uno a uno fueron saliendo los ocupantes con lo que alcanzaron a empacar y podían cargar. Las lavadoras, televisores, camas y armarios con los que habían equipado sus hogares, al igual que muchas herramientas de trabajo, fueron depositados en una bodega en Garencièes sur Beauce, ochenta kilómetros al sur de Saint Ouen.

“Nos dicen que podemos ir a sacarlas, pero igual quién se va a encartar con cajas y electrodomésticos sin saber dónde va a dormir la noche siguiente”, dice Jessica Villegas. Nacida en Cali y en Europa desde los ocho años, Villegas ocupaba junto a su madre y su hermana menor uno de los apartamentos construidos en el interior de la fábrica ocupada. Considerando los problemas de movilidad de su madre, el Estado les ofreció pagar una habitación por una semana. “Pero son lugares muy lejos de París”, dice Villegas. “Y en dos de ellos no recibieron a mi mamá porque no querían responsabilizarse de una persona enferma. Al final conseguimos algo más cerca, pero en un cuarto piso. Subir y bajar las escaleras nos toma cuarenta minutos”.

El servicio de alojamiento de urgencia permite a las familias con niños o personas mayores encontrar habitaciones por un máximo de siete días, tras lo cual deben renovar su solicitud, lo que no siempre es posible. Treinta y cinco menores de edad y tres mujeres embarazadas, una de ellas a menos de una semana de la fecha del parto, son las personas más vulnerables del campamento.

“Esas personas están yendo y viniendo porque no les proponen nada fijo y nadie puede andar con niños de un lado para otro, menos ahora que empiezan las lluvias”, dice otro de los habitantes del campamento en el momento preciso en que empieza a circular en hojas fotocopiadas un comunicado en el que la Cancillería colombiana afirma estar “haciéndose cargo” de las familias desalojadas. Las reacciones van de la risa a la ira y coinciden en que todas las acciones reivindicadas, que implicaron a menos de diez familias, fueron realizadas antes del desalojo y ninguna de ellas por iniciativa de la representación diplomática colombiana en París, que ha anunciado entre tanto dos reuniones con los desalojados en el transcurso de la próxima semana.

A falta de respuesta de las autoridades, tanto francesas como colombianas, las asociaciones locales se han organizado para cubrir las primeras necesidades de quienes gravitan en torno al campamento. En particular, la asociación DAL (Derecho Al Alojamiento, por su sigla en francés) ha denunciado la política municipal de expulsiones locativas que su presidente, Jean Pierre Eyraux, no duda en calificar de “brutal”.

Más aún luego de que en una entrevista con el diario Le Parisien, su único contacto con medios después de una semana en la que todo mundo ha querido escuchar su opinión, el alcalde de Saint Ouen, William Delannoy, declarara que “no era su trabajo buscarle alojamiento a los colombianos”.

“Lástima. Nosotros entendemos que él tiene unas responsabilidades políticas. Solo queríamos que nos conociera y nos escuchara. Sabíamos que esto no era para siempre, pero qué bueno hubiera sido llegar siquiera hasta el invierno con un techo”, dice el pastor Mauricio Gómez., antes de agregar: “Deberíamos haber hecho como en La estrategia del caracol. Claro que sin la grosería del final”.

Por Ricardo Abdahllah / París

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