La guerra monocorde de Siria

El conflicto entra en su séptimo año con 12 millones de desplazados, 321.000 muertos y una postal de la desgracia: un suicida que se hizo estallar ayer en un edificio de tribunales en Damasco. Los diálogos se reactivarían el 23 de marzo.

juan David Torres Duarte
16 de marzo de 2017 - 03:00 a. m.
La guerra monocorde de Siria
Foto: AFP - LOUAI BESHARA

De pronto, en el edificio de tribunales, en el corazón de Damasco, todo comenzó a deshacerse. “Oí un ruido —contó un hombre a la AFP—, miré a mi izquierda y vi a un hombre vestido con una chaqueta militar. En ese momento, levantó los brazos hacia el cielo y gritó: ‘Allah akbar’ (Dios es grande), y después se produjo la explosión”. La bomba atada al suicida dejó más de 100 heridos y mató a al menos 32 personas. “Caí al suelo y sentí cómo la sangre fluía por mi ojo”. Aunque tras la explosión vino un silencio breve y luego el desespero de los heridos, que parecían suficientes para un día de sobria realidad, menos de dos horas después otro suicida se inmoló en un restaurante. Hubo 25 heridos.

En la contabilidad de la guerra, Siria tiene ya el hábito de contar sus muertos por miles. Ayer se cumplieron seis años de guerra que los kamikazes conmemoraron con el fuego de las bombas: han muerto 321.000 personas, 12 millones —la mitad de la población— son desplazadas internas o están refugiadas en otro país y no existe un día de paz. Sólo hace cinco días, Damasco fue el núcleo de otra trinchera mortuoria: 74 personas fueron asesinadas en un atentado doble. Los rebeldes, que principiaron la guerra civil con el credo irrebatible de que terminaría en breve y con el menor número posible de muertos, han visto reducidas sus posibilidades hasta el punto de la resignación y la aceptación de una derrota decorosa. Las revoluciones no siempre corresponden al plan.

“Cuando empezamos a manifestarnos —contó Abdalá al Husein, de 32 años, a la AFP—, no esperaba que llegáramos hasta este punto. Pensaba que terminaría en dos, tres meses, un año máximo”. Las protestas, que se encendieron primero con el reclamo de una Siria sin tiranía, se trocaron en una rebatiña a plomo y bombas en pocos meses. Los rebeldes, que piden la salida de Bashar al-Asad del poder, tomaron la decisión de reunirse bajo la estela del Ejército Libre Sirio, convencidos de que un régimen de 50 años, por pura matemática orgánica, estaba dando sus bufidos agónicos. Pero en este momento, apoyadas sin restricción por el presidente ruso, Vladimir Putin, las fuerzas de Al-Asad, su ambición y su voluntad están en su mejor estado: el año pasado le arrebató a los rebeldes el este de Alepo, los tiene arrinconados en la provincia de Idlib y sus bombarderos y personal de tierra no cesan el acecho contra los disidentes. “Que esta guerra termine por las armas o de forma pacífica —dice Abdalá—, poco importa. El pueblo quiere vivir en paz”.

La guerra monocorde de Siria, cuyas condiciones han cambiado poco desde su inicio y cuyas principales víctimas son los civiles desarmados, sin que exista hasta ahora ninguna variación del poder que ha regentado Al-Asad, ha mermado en cambio a las fuerzas rebeldes y ha reducido sus opciones en la mesa de negociaciones. Una ronda de diálogos en Astaná, la capital de Kazajistán, terminó en ceros este miércoles por una razón de mera lógica: sólo asistieron los representantes del Gobierno oficial, puesto que los rebeldes arguyeron que no tenían garantías suficientes y que el cese al fuego que se pactó hace algunos meses es tan frágil como una cáscara de huevo. El 23 de marzo, Naciones Unidas abrirá la quinta ronda de diálogos entre ambas partes. Por lo general, este ha sido el conducto más efectivo, al que ambos actores han acudido. No habido, sin embargo, ningún acuerdo, y los reportes que llegan de las reuniones son declaraciones estériles sin esqueleto.

Alexandre Lavrentiev, emisario de Rusia en las negociaciones de Astaná, dijo: “(Los rebeldes) quieren romper las negociaciones políticas. Hay fuerzas que insisten en una solución militar”. De forjar un diálogo próspero, llevar a nuevas elecciones y repartir el poder de manera equitativa —esta es, en resumen, la propuesta de los rebeldes—, Siria todavía tendría varias inquietudes. No es sólo la reubicación de los desplazados y la reconstrucción del país —cuyo patrimonio arqueológico fue desastrado en medio de la guerra: es un país con la historia en ruinas—, sino también la eliminación de los grupos yihadistas más influyentes, entre ellos el Estado Islámico, que no está en la mesa de negociaciones y se ha apoderado de al menos el 30 % del territorio nacional. ¿Van a negociar con un grupo que, en últimas, sólo quiere ver al mundo arder?

Siria entra en su séptimo año de guerra: ni siquiera la Segunda Guerra Mundial duró tanto. La solución más plausible, hasta ahora, es la permanencia del mismo régimen en el mismo lugar con las mismas reglas. Es decir, después de tantos muertos y de tantos rugidos de pólvora, después de desarraigar a los jóvenes y a los niños y de ver cómo son enterrados sin ritual ni recuerdo en el Mediterráneo al tratar de cruzar hacia Europa, la guerra no sirvió de nada. La guerra en Siria ha tomado el aspecto y el aire de un roce incesante y circular, condenado a repetir un día tras otro las mismas muertes sin darle cara a sus muertos. Entre tanto, Turquía hace las paces con Rusia —y deja solos a los rebeldes—, Estados Unidos se desinteresa por ayudarlos y Putin adquiere un aura de zar de las tierras rusas y del más allá. La voluntad, está probado, resultó insuficiente.

Por juan David Torres Duarte

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