La revuelta de Notre Dame

El incendio fue tal vez una revuelta de la catedral contra el exceso de visitas patrimoniales. ¿No es una especie de blasfemia mirar esta reliquia milenaria con los ojos de la fría razón crítica?

Hélène Strohl
22 de abril de 2019 - 07:01 p. m.
EFE
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¿Quiénes eran aquellos que se encontraron en los puentes aledaños a la catedral, mirando, sin palabras ni exclamaciones, las nubes de humo y las llamas? Todos esperaban, sin impaciencia ni recriminaciones, como se espera en el lecho de un enfermo grave que la suerte decida su recuperación o su final.

Nadie se apresuraba, nadie se esforzaba por quedar en las fotos, nadie buscaba a los famosos ocultos en la multitud. Era una espera ferviente y discreta, entrecortada por algunos cantos.

Derrumbándose sin ruido, la catedral expresó todo su poder, más allá de los calificativos grandilocuentes que le otorgaban los comentaristas: símbolo de París, de Francia, de nuestras raíces, de la cristiandad que nos ha hecho ser lo que somos.

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Por supuesto, Notre Dame será reconstruida, como han dicho representantes de todos los poderes. La catedral, cuya bóveda se resistía al fuego, reaparecerá en las cartas postales y París no habrá muerto aquella noche del incendio. 

Pero un monumento es también piedras y madera y, si bien podemos consolarnos al saber que una nueva aguja será puesta en lugar de las vigas calcinadas, debemos temer que los olores y sonidos de aquel bosque milenario desaparecieron para siempre, llevándose el eco fervoroso del tiempo de las catedrales.

Hay algo paradójico en el destino de Notre-Dame, que resistió los embates de los enemigos más temibles, protestantes y luego revolucionarios iconoclastas, que fue protegida durante las guerras por los enemigos de Francia, y que, sin embargo, estuvo a punto de perecer a causa de la consecuencias involuntarias e imprevisibles del esmero museográfico de nuestro tiempo. ¡Es como morir de una enfermedad nosocomial!

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El incendio fue tal vez una revuelta de la catedral contra el exceso de visitas patrimoniales. Quizás no sea una coincidencia que se haya derrumbado su aguja al comenzar la Semana Santa, en la que esperaba a los adoradores de la ostentación de la corona de espinas. Tal vez Notre-Dame nunca creyó de verdad en el fervor de fieles que la visitaban para cumplir con la selfie obligada.

¿No es una especie de blasfemia mirar esta reliquia milenaria con los ojos de la fría razón crítica?

Fueron precisamente los fieles quienes se acercaron para compartir el dolor de las piedras y de la madera en una especie de velorio, como en un rito colectivo que permite, a pesar de todo, que sobreviva el alma de un pueblo. El incendio de Notre-Dame se inscribe en la larga de tradición de acontecimientos y catástrofes sin responsables… sobresaltos del destino humano.

Traducción de Pablo Cuartas

Por Hélène Strohl

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